Durante mucho tiempo desconfié de ese espectro que Leonor Arfuch bautizó “escrituras del yo”. Lo sospechaba un ejercicio fácil al que excelentes excepciones salvaban al conjunto de la recurrente decepción. Cuaderno de V, de Virginia Ducler, publicada por Mansalva, ocupa ahora una posición privilegiada en mi podio personal entre los textos que demuestran la potencia del género autobiográfico. Discutir o argumentar de qué modos se inscribe Cuaderno de V en esta línea puede devenir en un interesante trabajo teórico, pero no es eso lo que pretendo proponer aquí.
Por conocer a la autora, y la motivación que la impulsó a escribir este libro, comencé a leerlo sabiendo que me encontraría con el relato de su vivencia, con su experiencia de una situación límite; lo que Nicolás Rosa denomina la “escena arcaica”, el recuerdo de la infancia que funda el acto autobiográfico. Dicho en otras palabras, estaba advertido de que entraba en un texto que pondría en tensión el vínculo entre literatura y vida, entre la “verdad” y la ficción, entre la “realidad” y la invención.
Sobrevivir al Lager, a Auschwitz, fue para Primo Levi su nacimiento a la escritura. Levi escribió para dar testimonio del horror colectivo, para fijarlo en la memoria del mundo, para salvarlo del olvido. Sin esa experiencia del límite, es posible que hubiera sido un hombre dedicado a la química y no el autor de la trilogía de Auschwitz. En Cuaderno de V no estamos frente a un drama histórico y colectivo. No: se trata de un hecho doméstico, privado, que afecta e involucra apenas a una familia, a algunos miembros de esa familia. Vica, sobrenombre de Dziewica (virgen, en polaco), el personaje y la narradora, el alter ego literario de Virginia Ducler, también sobrevive al horror para contar, para convertir en palabras su tragedia íntima, personal. Y esa es la razón de ser de su escritura y lo que invalida o convierte en deshecho todo lo que escribió antes de ese Cuaderno.
Ducler organiza el relato de la pesadilla de Vica en tres sueños. Cada uno de ellos funciona, de alguna manera, como una llave que comienza a abrir el cofre de los secretos, de lo oculto, de aquello que los perversos mecanismos represivos familiares dejaron sepultado. La muerte de Blanca, la madre y la cómplice del ocultamiento, es el hecho que abre la fisura inaugural para que Vica pueda lanzarse en su búsqueda. Cada sueño, cada llave, va adentrándonos en las profundidades del recuerdo, invitándonos a descubrir los eslabones de humillaciones, desprecios e insultos que forman la cadena de vejaciones en cuyo fin, o en cuyo centro, está el abuso sexual de un padre, el Juez, a su hija de 4 años.
Impelida a explorar su historia personal, Vica no solamente recuerda. Revive. Vuelve a atravesar, de otros modos, las vivencias nefastas que constituyen su pasado y es su cuerpo, y su psiquis, el campo de batalla que se baña de culpas, agotamiento, erupciones, abandono y dolor. Desde la infancia, una infancia que bajo la auspiciosa apariencia de la normalidad y el bienestar económico, esconde las peores aberraciones del modo en que muchos padres educaban los hijos en la década del setenta (y antes, también). El maltrato y el desprecio verbal, tanto por cuestiones físicas como por rasgos del carácter o la personalidad, los apodos despectivos (“El Juez comparaba a sus hijos con los hijos de otras personas... Nosotros éramos una horda de seres ofendidos, cada uno abrazado a su propio ego...”), la violencia y los castigos desmedidos. Hasta la edad adulta, cuando las drogas, las fantasías suicidas, la imposibilidad de establecer relaciones gratificantes, le impiden encontrarse a gusto con su propia vida. Vica rememora también las estrategias que le permitieron sobrevivir al trauma: desde el desdoblamiento en la niñez, hasta indefinición de la personalidad que la lleva a existir en un vacío constante. Contar el horror es revivirlo y nosotros, como lectores, asistimos a esa representación en la que los tiempos se juntan y aglutinan como capas geológicas.
La familia, esa construcción idealizada sobre la que descansa la sociedad, y los padres terribles, en una acepción amplia, han dado novelas y autoficciones poderosas e inquietantes. Desde el padre kafkiano, hasta el de Barón Biza, en El desierto y su semilla, que arroja el vaso con ácido sobre el rostro de la madre para borrarlo, pasando por el de Natalia Ginzburg, en Léxico familiar, que a fuerza de renegar y protestar contra sus hijos y contra el mundo, se nos vuelve un personaje de comedia; ninguno me resulta tan maldito como el Juez. Es claro: en los otros falta la aberración del abuso; ninguno de ellos se cubre con una capucha para irrumpir en el descanso de su hija y vuelve con la cara descubierta a borrar los indicios de su crimen.
Como en una novela de aprendizaje, Vica crece en nuestra lectura, hace el pasaje del silencio a la escritura porque entiende, sobre todas las cosas, que aunque el precio sea enorme, debe decir, debe dejar de callar. “Escribir esto es quedarme sola. Pero, ¿acaso no estaba sola ya? Si me mato, me llorarán. Si publico esto, me odiarán. Ahora prefiero su odio a su llanto”.
Si la escritura del Cuaderno de V es la razón de todo lo escrito hasta entonces por Vica-Virginia, la pregunta que no puedo evitar hacerme es qué será de la escritura, de la literatura, para ella(s) después del Cuaderno de V. Reformulo: ¿Cómo y qué escribir después de haber dicho lo que se tenía para decir? La verdad. ¿Qué se escribe, y cómo, después de la Verdad? Primo Levi encontró en los cuentos, muchos de ellos con un extraño tono fantástico, la posibilidad de continuar siendo escritor cuando lo fundamental ya había sido dicho; perdón: escrito. Sin embargo, no recordamos a Levi por sus cuentos, no. Para Vica-Virginia, tal vez también el camino sea el de la ficción, el de la pura invención porque en este cuaderno del horror ya fue dicho lo esencial, el núcleo de la verdad, el resultado de sobrevivir para contar.
20 de noviembre, 2019
Cuaderno de V
Virginia Ducler
Mansalva, 2019
112 págs.