Las condiciones en las que un texto es escrito poco importan después de la conocida advertencia de Barthes. Sin embargo, resulta insoslayable que Cuerpo velado haya sido publicada en Argentina en 1978, a punto tal que dicha referencia conforma un intangible paratexto amenazante y latente a lo largo de su lectura. En su momento fue censurada, pero ahora contamos con su reedición.
Por empezar, no toda novela posee un mito original. Según cuenta el propio Luis Gusmán, en aquellos tumultuosos días de dictadura un grupo de jóvenes intelectuales (Pichón Rivière, Ricardo Piglia, Germán García, Martini Real y él) se propusieron escribir una novela. Para ello pensaron en una consigna: observar los titulares de los diarios del día siguiente. Este tipo de intercambio, que crecía en la librería Martín Fierro, puede interpretarse ni más ni menos que como un taller de escritura.
Los titulares que sirvieron como consigna, en un primer momento, para una novela conjunta, resultaron truncos (la noticia de la muerte de Pasolini los enmudece), pero ya habían instalado el germen de Cuerpo velado en Gusmán. Desde esa raíz (el Mac Guffin en palabras de Hitchcock), que en Cuerpo velado es el entierro de un trascendental músico del tango, se despliegan brotes abyectos como las morgues, los cementerios, la sífilis, la prostitución, el tufillo de los mataderos, los bancos de sangre, las diferentes variedades de la muerte; lo hacen apuntalados por un aceroso hilo conductor: el lazo con un padre y la relación con un hermano.
La prosa turgente de Gusmán se entreteje, así, a través de un enfático narrador que intenta hacer pie en una urbe saturada de recintos mortuorios. La muerte abunda en Cuerpo velado: satura, borbotea y, si empalaga, lo hace al servicio de la atípica trama, propia de los libros que el modernismo llama “raros”, dato que el autor nos obsequia en el prefacio.
En ocasiones, aquellos artefactos funcionan como signos para desentrañar la extrañeza de estos vínculos, pero en otros casos, simplemente, se trata de la mampostería cruenta de un mundo singularmente agobiante que el autor supo construir.
Da placer cuando se conjugan positivamente tres elementos medulares de la experiencia de lectura. La edición en general (Ninguna orilla) y el arte de tapa en particular (Daniel Santoro) acompañan a una prosa robusta, de calidad, que requiere un lector atento: ese narrador en primera no solamente es enfático y visceral, también es altamente letrado. Las pausas de lectura que todo lector realiza al ser acompañado por una novela, en este caso, finalizan con un retorno hacia la obra de Santoro y un regocijo por la textura del material: cuando uno internamente destaca hasta el gramaje de las carillas, comprende que la muerte del objeto libro está tan lejos como la del autor, referenciada al comienzo de esta reseña.
Podemos destacar, finalmente, que determinados cabos relevantes, astutamente, y al servicio del suspenso, demoran en anudarse; Lo hacen recién en el tramo final, en donde ciertas escenas no tienen desperdicio, en especial cuando notamos que han crecido silenciosamente aspectos que, durante el desarrollo, habíamos obviado, cautivados, tal vez, por los pasos que este narrador da en el medio de un agónico organismo repleto de heridas absurdas.
11 de septiembre, 2024
Cuerpo velado
Luis Gusmán
Ninguna orilla, 2024
123 págs.
Crédito de fotografía: Constanza Niscovolos.