Embebidos en curiosidad doméstica, bañados de chismerío, urgidos en la necesidad de constatar qué lo moldeó, de escudriñar su infancia y adolescencia, nos sumergimos en la autobiografía de un escritor con el objetivo de saber qué hizo y cómo hizo para escribir lo que escribió.
Entonces nos encontramos con Las confesiones de un burgués, la de Sandor Marai, hecha a los treinta y cuatro, cuando no había recorrido ni la mitad del camino, pero piedra basal de sus escritos. O la de Umberto Eco, didáctica, donde cuenta cómo hace las novelas, en línea con El simple arte de escribir, de Chandler, o la de Wilde tras las rejas, o Habla, memoria, de un Nabokov que partió su vida en relatos.
Muriel Spark hace de Curriculum Vitae (editado en 1992, rescatado en 2021 por la sorprendente editorial La Bestia Equilátera, con impecable traducción de Ariel Dilon) una novela más de su producción. Su lírica despojada, tan aplaudida en libros como Las señoritas de escasos medios o El informe de la señorita Brodie, que la lanzaría a la fama, se desarrolla acá, se explica acá por sí misma y por primera vez.
En la paradoja de acometer un libro en el que promete decir toda la verdad, lo titula Curriculum Vitae, un momento de la existencia humana en el que la sinceridad nunca es completa. Aún así, Dame Muriel lo deja claro: los hechos son lo más importante (“La verdad en sí misma es neutra y posee su propia y encantadora belleza”). Tiene lo suyo y en un trabajo biográfico debe ser respetada. En esa época los escritores eran además portadores de manuscrito. Muriel guardó la mayoría, con verdadero sentido de la posteridad.
Estén sobre aviso: esa verdad entera que la autora promete contar se desarrolla en una sola dirección. Lo sabremos más adelante. Dice: “Me fascinan los detalles. Me encanta reunir montones de ellos. Los detalles crean atmósfera”. Un hiperrealismo con el que cuenta y enumera hasta la manteca que comía en su feliz infancia en Edimburgo (“Uno de los bloques era de manteca fresca y el otro de salada. La salada era más barata y mucha gente la prefería”). Su temor cotidiano de esos años: que su madre hablara delante de las otras madres de la escuela y se descubriera el origen inglés de la familia, que los escoceses consideraban hipócrita y superficial. Por dar un ejemplo.
Su descripción de esos años es barroca en el cometido inicial: el recuerdo como un fresco de época. Tías, vecinos, el carnicero, las charlas sobre el clima. ¿Qué comprendemos acá? Que Muriel tuvo una infancia tranquila y la memoria se posa sobre ella como un río calmo sobre su lecho. Todavía se llamaba Muriel Camberg, nacida en 1918, hija de Bernard Camberg y Sarah Uezell, él inglés de origen judío, ella escocesa.
La feliz infancia se entronca con la excitante adolescencia en una Edimburgo cuyos millonarios ya fallecidos habían tenido el tino de destinar sus fortunas, o gran parte de ellas, a la fundación y mantenimiento de prestigiosos establecimientos educativos a los que, en líneas generales, cualquier estudiante podía ingresar si tenía excelentes calificaciones.
A los doce años ya costeaba con sus propias notas la cuota del colegio, el James Gillespie School for Girls, donde no solo se formó sino que logró darle forma, en medio de la libertad que ahí se respiraba, a la protagonista de La plenitud de la señorita Brodie, la que la hizo famosa. En ambas obras se respira el mismo aire, se establece un pequeño juego de espejos porque algo crece en ese diálogo: ¿Qué nos ofrece Spark en Curriculm Vitae que no sea su vida sesgada por su estilo? Las páginas dedicadas a esa etapa parecen un capítulo perdido de La plenitud.
En esos inquietos años de formación pasó del James Gillespie al Heriot-Watt, que por supuesto también tendría que ver con su oficio posterior, y puede que acá nos demos cuenta de que nada de lo que sucede es azar, de que todo lo que eligió contar es lo que sirvió de combustible para la escritura.
También empezó a trabajar, pero sobre todo a acumular experiencia: “Para escribir sobre la vida, tal como yo me proponía hacerlo, sentía que primero tenía que vivir. Más o menos desde aquella época, lo esencial de la literatura empezó a residir, para mí, fuera de la literatura: estaba en otra parte, allá en el mundo”.
Hasta que conoció a S.O. Spark, el tipo que le daría un hijo, un viaje con estadía en Rodhesia, sur de África, su apellido de ahí hasta el fin de los tiempos y una inmóvil infelicidad de la que ella pudo alejarse luego de un par de años. En lo inmediato le había servido para huir de una compleja Europa aunque no dejó de ser una desastrosa decisión: el tipo era bipolar. Quedó embarazada y él le sugirió el aborto. ¿Qué le hubiera recomendado Doris Lessing, que vivía a unos pocos kilómetros? Quién sabe, ellas se conocerían años después. En África nació su hijo Robin. En el libro lo trata con cortés amor pero luego lo destrataría bastante y lo eliminaría de su testamento.
Volvió a Londres, le costó. Robin quedó en Rodhesia por un par de años (Muriel le consiguió alojamiento con pensión completa en lo de unas monjas: a salvo de su padre pero también a salvo de ella). Robin volvería a Edimburgo y viviría en lo de sus abuelos Camberg, que serían sus padres de crianza.
Comenzaría así la época más extraña de una vida maravillosa: su incorporación al Foreign Office en pleno Londres de la segunda guerra. ¿La tarea de Muriel y sus imaginativos compañeros? Propalar desde la radio noticias falsas en perfecto alemán (locutadas en su mayoría por prisioneros de guerra del ejército del Führer) con el fin de desmoralizar y desinformar al enemigo. Y de engañar a los nazis, esa pasión. A ese lugar no entraba cualquiera: su ingreso fue otro de los rastros de la brillantez que fue dejando en cada superficie del siglo en la que se posó. El trabajo en el Foreign Office hubiera sido un gran corolario, una cúspide, pero ahí recién comenzaba todo.
Faltando setenta páginas para el final del libro, la literatura ya ocupa toda su vida. Su ingreso en la revista Argentor la puso de cara a lo que más quería. Mientras su hijo la esperaba en Edimburgo, ella seguía en Londres ganándose la vida y empezando a cimentar su carrera. A los veintinueve, en 1947, se convirtió en la editora de The Poetry Review para The Poetry Society. Le dio un golpe de timón: su primera editorial se tituló “¿Podemos dejar de despotricar contra los modernos?”, cosa que le hizo recuperar prestigio a la revista y en el mismo movimiento perder lectores. También empezó a granjearse enemigos, a los que individualiza y putea con nombre y apellido (“Se trataba de Robert Armstrong, un tipo física y moralmente retorcido, pequeño y oscuro, una verdadera pesadilla”) y a los que pareció necesitar para mantener a flote su pequeño y peleador barco. Cartas anónimas, amenazas de escritores que ya no tendrían cabida en las páginas de la revista o sentían que ya no era lo que había sabido ser, se veían matizadas por la visita de jóvenes poetas, el futuro, que pugnaban por, ahora sí, ser incluidos en cada número.
Pero al año siguiente Muriel se cansó: abandonó la revista: “Después de dejar la Sociedad Poética, tomé conciencia del valor de la evidencia documental, no solo como medio de defensa contra las inexactitudes, sino también como auxiliar de la propia memoria”. En ese contexto surge un conflicto: su vínculo con Derek Stanford, un escritor y crítico con el que comenzó a relacionarse, incluso a encarar proyectos literarios. Acá estalla la literatura, ya no es una señora narrando sus memorias. O sí, pero su relato no es un fresco de época sino memoria viva, vibrante, llena de resquicios que dejan asomar el oficio.
Por ejemplo cuando empezó a verle las soldaduras a su hasta entonces colaborador: “El principal defecto de Stanford como crítico era su inexactitud. Eso suscitaba muchísimas quejas”. Se afila la prosa, muestra las uñas y aparece una narrativa acelerada. El barroco Stanford, colaborador y amigote primero, traidor luego, un excitado adversario después, comenzó a escribir un libro sobre ella. Su poco apego por los hechos salta a la luz en la obra: Spark usa algunas páginas de Curriculum Vitae para corregir varias de esas falsedades.
En el medio, uno de los grandes elogios de su vida dado por el propio TS Elliot, con el que ella tenía alucinaciones, su conversión al catolicismo y la salida de su primera novela, The Comforters, bien recibida. Y ahí termina el libro, en las postrimerías de una carrera literaria de las grandes del siglo, innovadora, explosiva, brillante y por momentos atroz.
“Eso será asunto de otro volumen”, dice Muriel en la última página. Ese segundo volumen nunca existirá como tal. Pero si leemos atentamente su obra la podemos sentir, susurrando tras sus páginas, algunas verdades más.
25 de enero, 2023
Curriculum Vitae
Muriel Spark
Traducción de Ariel Dilon
La bestia Equilátera, 2022
308 págs.