En sus exploraciones del cuento, ciertos escritores obligan a una realineación general, una especie de service de la lectura que empieza por las expectativas y termina en una actualización intensa de la mirada lectora. No se puede digerir la prosa breve de Bruno Schulz, Clarice Lispector y Pablo Palacio del mismo modo que se abordan los cuentos de ─para ir al ejemplo fácil─ cualquier representante mayor o menor de la tradición realista norteamericana, y no precisamente porque libros como Las tiendas de color canela, Felicidad clandestina y Un hombre muerto a puntapiés hayan sido paridos al calor de un abismo sin origen. Hay tradición en ellos, por supuesto que la hay, pero desguazada y vuelta a montar tanto con piezas originales como con otras nuevas que, por suerte ─de ahí su belleza─, no suelen calzar del todo en la unidad reconstituida. La tradición, así, deja de ser un esquema, un surco que cada tanto debe ser rejuvenecido por el último operario matriculado, para convertirse en un elemento presente pero volátil, el olor de la cosa más que su sistema motor.
A los relatos de M. John Harrison les caben estos esbozos de descripciones. Renovador inevitable, nadador de todos los ríos del género y por ende de ninguno, nunca usó la estridencia para comunicar el impulso rupturista de sus cuentos, que se leen como vienen, torcidos ya de fábrica, congelados en una transición que no se consuma. El ángulo desde donde Harrison escribe, y desde donde pide ser leído, transforma lo narrado con una fuerza tal que al lector sólo le queda la potestad de preguntarse si el torcido y congelado no será él. La subversión ocurre afuera. Harrison está al derecho, dados vuelta estamos nosotros.
En Deberías venir conmigo ahora, parapetado en unas alturas que le permiten discernir las fronteras entre la ciencia ficción y el realismo, las zonas mixtas donde esos dos géneros se enturbian con un fantasy sin tropos esperables, el nacido en Rugby, Inglaterra, retoma la persecución de una rareza que siempre está a un brinco de salirse del campo de visión. No se trata de secar el cuento, de subirle el valor desde la economía de recursos o la omisión de datos que hacen a la anécdota ─yeites de escritores más expeditivos y convencionales, aun cuando tengan sus méritos─, sino de difuminar una parte de lo insólito para que la parte que sí se ve tiña por completo la atmósfera del conjunto. Si dos funcionarios de inmigración viajan en un tren, un hombre mantiene una relación intermitente con una anoréxica y un padre de familia se encierra en un altillo con una caja de herramientas, detalles peregrinos informarán que el viaje es a un mundo diferente, que el erotismo en la enfermedad puede no ser perverso y que las historias familiares son arterias de una realidad más grande a la que los intercambios hogareños impiden prestar atención. La clave se hinca en la esquina del ojo, titilando como un colibrí camuflado por los colores de un jardín exuberante. Que sea descubierta antes de que el cuento acabe dependerá de quién esté leyendo, pero de cualquier modo permanecerá en el aire la sospecha de que algo de lo visto, escuchado y olido en la página estaba fuera de lugar.
El protagonista favorito de Harrison ─un hombre entre mudanzas y amores, anodinamente pansexual y como extraviado en la antesala de la madurez─ ofrece en esta colección, como en otras, abundantes iteraciones que a menudo deambulan por una Londres de atributos flexibles, especular a la verdadera o transfigurada por un agente exterior. En “La crisis” el narrador recuerda un romance trágico en el contexto más amplio de una invasión artera y silenciosa: el sector financiero de la ciudad lleva meses evacuado por la proliferación de unos tallos que tornan a los infectados en espectros. La conexión entre el yermo interior y la alienación cosmopolita es siempre lateral, pero no por eso cumple su papel sin decir lo suyo. Somos la sociedad de los celulares y los virus, la fugacidad y la indiferencia, y Harrison es afecto a modular su Londres a partir de las resonancias que demande la historia triste y errabunda de sus criaturas solitarias.
Deberías venir conmigo ahora es un libro desparejo, lo que no debería tomarse como una crítica a su calidad literaria, sino como una caracterización neutral del programa que lo impulsa. Integrado por una cuarentena de textos de extensión variable, combina narraciones netas, reseñas apócrifas, microrrelatos como esquirlas que repudian el efecto final y bocetos ambientales a la espera de trama y elenco. El estilo ─o mejor dicho, los estilos: Harrison es experto en eso de saltar sin crujidos de un registro a otro─, tensa los esfuerzos de una traducción que, como ya se ha hecho costumbre en el mercado editorial argentino, opta por el voseo en los diálogos y las interpelaciones a la vez que se permite el uso de un vocabulario bastante menos localista ─“luego” en vez de “después”, “pavimento” en vez de “asfalto”, “consentir” en vez de “malcriar”, “sendero” en vez de “camino”─ en las descripciones y otras regiones de los textos. Discordancias que Harrison quizás aprobaría. Si se las mira desde cierta posición, las piezas que no encajan son siempre las más bellas.
5 de enero, 2022
Deberías venir conmigo ahora
M. John Harrison
Traducción de Tomás Downey
Interzona, 2021
276 págs.