I
Traducción es devoción. Todos estos años intenté traducir a Yves Bonnefoy. Ritmos acribillados, la franja irisada de unas voces dispersas donde es posible la evidencia. Pero traducir es comprender imperfectamente, y buscar el sosiego de esa incomprensión en nuestra propia palabra, en nuestra propia experiencia con las palabras, en nuestra propia obra. De modo que es con nuestra propia vida –lo que ella supone de riesgo en la inexactitud– como traducimos y leemos la poesía. Y así nos deslizamos en la vida de otro mediante sus palabras casi reconstruidas de la permanencia en los pliegues. De la permanencia en los sueños. De la vida incontable.
Traduzco sus libros de poemas. Y aquí están, reunidos, en la punta de otra lengua.
Traducción como fracaso, como si en el impulso de la misma perdurara la idea de que se traduce lo que no se quiere, casi lo que no se debe. Y el resultado es el mismo como cuando se cuenta un sueño: se murmura y se juega con una noticia obtenida de nosotros mismos –pero deformada, en anamorfosis, sostenida o entregada bajo un sospechoso molde espiritual.
Y me pregunto, con Bonnefoy, en su pensamiento sobre un pequeño poema traducido ahora: “¿cuánto deberíamos abandonar de eso que somos, qué colores, qué trazo que vibra de otro modo, qué derrame de claridad sobre la negrura del sueño en la existencia despierta, para traducir?”
Esta parece ser la prueba, “la tarea de esperanza” a la que nos somete toda traducción de poesía, al punto de descreer de la misma como experiencia estética y dudar de su cumplimiento formal para resolver su potencia como la de “algo” final, una experiencia de lo ético, de lo último como riesgo absoluto.
Traducción es una suerte de reminiscencia constante de la verdad (incluso la verdad, dice Bonnefoy, es una tarea que los poetas debiéramos reiniciar continuamente) en la alegría misma de la vida.
Pero la admiración que continuamente siento hacía la obra de Bonnefoy es quizás parecida a la que él mismo siente por la de Yeats. “La obra que quiero que sobreviva en nuestra lengua”, nos dice. Y presiento que toda traducción, toda atención, va dirigida al texto pero más aún a la persona. Y para mí, lo propio de Yves Bonnefoy es permanecer y estar presente en cada una de sus palabras de una manera tan intensa y tan transparente, que no podemos leerlo sin entregarnos a su drama:
“Que este mundo permanezca
Que la ausencia, la palabra
Sean uno, para siempre
En la cosa más simple”.
Pero pasada la gran primera época de su poesía –libros tales como Del movimiento e inmovilidad de Douve, Ayer reinante desierto, Piedra escrita y En el señuelo del umbral– es en La vida errante donde recomienza sin duda su nuevo drama. En poemas que recogen de los primeros momentos de su obra toda la intensidad y la música, Bonnefoy retoma con más fuerza todavía ese acometimiento de la invención del lugar, de la permanencia en un mundo vislumbrado como arrière-pays (que podemos intentar traducir como transtierra o transpaís o el más definitivo ultramundo). Es en Comienzo y fin de la nieve, en La lluvia de verano y en Las tablas curvadas, donde Bonnefoy sin vacilar, pero convenciéndonos –porque verifica de un modo cada vez más rotundo su pensamiento–, nos conduce imperceptiblemente a lo que entrevió como su verdadero paraíso: su memoria, su infancia, su obsesión; piedras y agua en una especie de sobrenaturaleza. País simultáneo que encuentra en algunos momentos de la pintura italiana del Cuatrocientos, en la arquitectura de Palladio, en las perspectivas de Brunelleschi y Alberti; en la tumba de Gala Placidia, en Ravena; o simplemente en el callejón sin salida de sus dos versiones de la Rue traversière de su Tours natal que concluye:
“A los demás –y que sea la escritura, despliegue del ala, a veces– uno les debe el sentido”.
Que sus palabras permanezcan. ¿No es acaso la traducción de la poesía, su resistencia en lo real y en la historia, lo que vuelve posible esa permanencia ahora?
Sólo la lucidez en la obra parece constatar lo ilusorio en las ensoñaciones de antaño, el enfrentamiento y la soledad en el seno de la poesía.
Sin embargo, es en el vínculo enigmático entre traducción y poesía donde se intensifica la vida, el sentido, si no la vocación de quien traduce.
Bonnefoy escribió en un breve prólogo memorable: “Hemos traducido cuando sentimos que no hay nada en la página que no podamos percibir como nuestra propia voz, que se sueña a sí misma, entonces, libre de sus faltas en virtud del habla de otro. Traducimos por sueño el que haya bajo la diversidad de los idiomas un camino que se abre, el único, porque estaría ya demasiado cerca de su llegada, en lo invisible”.
II
Releo todo murmurando este libro, y cuando llego a los poemas de Comienzo y fin de la nieve comienza a nevar, ahora, aquí, en Buenos Aires. Es la primera nevada del siglo –acaso la última, para mí–. Y salgo a mirar de qué manera la Virgen de la Misericordia de la nieve va extendiendo su manto leve de bruma y bordados sobre esta tierra siempre lejana, donde hace más de medio siglo que no nieva.
“Y a este copo que se posa en mi mano, deseo asegurarle lo eterno”, como en las líneas del poema Un poco de agua.
En la foto que obtuvimos, nuestros cuerpos, el de mi mujer, el de mi hija, el mío, el de nuestro perro más blanco aún que la pelusilla ingrávida y fría, son también este instante simplemente,
este instante sin límites.
19 de julio, 2023