En Devoto, Javier Fernández Paupy sale airoso al internarse en el siempre ríspido territorio en el que literatura y marginalidad se cruzan. Un territorio tan viejo como la misma literatura argentina y en el que ha sucumbido buena parte de nuestra narrativa contemporánea en relatos que, con matices, saben de paranoias, fascinaciones, paternalismos y, en alguna ocasión, buena escritura.
La novela parte de un lugar común: un sujeto de clase media ingresa a un espacio marginal del que no forma parte, generando, en principio, la identificación con el lector. No se trata de un error como en “El matadero”, ni es la consecuencia de la degradación generacional de toda una clase social como en Okupas, sino de una situación, en principio, menos dramática: el trabajo. Javier, el narrador de la novela, ingresa como profesor suplente de Lengua y Literatura en la cárcel de Devoto, donde trabajará durante un puñado de meses. Su voz letrada no se camufla con las marginales (como sucede, por ejemplo, en El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña o en la obra de Cucurto), sino que elije establecer un contrapunto entre sociolectos, postulando así una estética de la diferencia y del cruce lingüístico. El registro del narrador y el de los presidiarios jamás se confunden y no son pocos los momentos en que el primero considera necesario traducir la jerga carcelaria para la comprensión de un lector que se presupone, con razón, de clase media.
A partir de un narrador opacado, que escapa a la tentación de todo narcisismo espectacular, la novela funciona más bien como un collage de voces infames, como si su función fuera escucharlas y hacerlas convivir en el texto. Por eso, si bien los nombres de las dos partes de Devoto presentan un devenir temporal, el efecto de lectura es el de lo simultáneo: las pequeñas intervenciones de los presos dialogan entre sí, con el narrador y con los distintos eslabones del sistema penitenciario, al mismo tiempo que se constituyen en microrrelatos autónomos, independientes de los discursos del poder y del registro del propio narrador
La novela no se escuda en las codificaciones realistas del relato de la marginalidad. No asistimos a un festín de violaciones y salvajismo, tan seductores para ciertos consumidores del show del horror clasista, justificado con la coartada de un supuesto reflejo. Al contrario, utiliza de manera sutil recursos para generar distanciamiento con respecto a las pretensiones miméticas. Así, se habla de la cárcel de Devoto como si ya no existiera, cuando lo cierto es que, por el momento, sólo hay un proyecto aprobado en 2018 que autoriza su demolición; los verbos para referirse a la institución están en pretérito: la cárcel ocupaba un predio y pasaba desapercibida. Se trata de un procedimiento ya utilizado por Esteban Echeverría en “El matadero”: hacer de cuenta que lo narrado pertenece a un pasado histórico remoto cuando, en rigor, pertenece al presente inmediato.
De manera inevitable, la novela dialoga con el Foucault de Vigilar y castigar. Las formas de control panóptico condicionan la vida de los presidiaros y del personal penitenciario y la práctica también docente: profesores y psicólogos son parte activa de un aparato carcelario que controla y produce un saber sobre los internos. Pero en el contexto de Devoto, se trata de un saber degradado hasta el absurdo kafkiano en sus incomprensibles pretensiones burocráticas. Absurdo al que no escapa la propia literatura. Porque la literatura y los nombres propios que circulan durante las clases en prisión (Borges, Felisberto Hernández, el propio Kafka, entre tantos otros) no aparecen como redentores de almas caídas en la desgracia sino que, más bien, funcionan como agentes de diálogo con el contexto de encierro. Y, más allá del reconocimiento de los alumnos hacia el trabajo del docente, la novela se muestra ambigua con respecto al rol que pueden cumplir las letras en las instituciones carcelarias. Las iluminaciones lectoras de los alumnos (siempre atravesadas por la experiencia) coexisten con las obligaciones caprichosas del sistema educativo-penal; ejercicios de escritura, lecturas y evaluaciones están siempre bajo la amenaza del ridículo.
Francisco Garamona en el texto de contratapa afirma que Fernández Paupy escribió “una épica gauchesca contemporánea”. Más que épica, sin embargo, lo que impera es el tono festivo, bufo y deseante de la gauchesca leída por Leónidas Lamborghini. Porque las voces que protagonizan Devoto no sólo quieren sobrevivir en la cárcel: son voces que, ante todo, manifiestan su voluntad de desear y seguir deseando, aún en los contextos más adversos.
29 de noviembre, 2023
Devoto
Javier Fernández Paupy
Mansalva, 2023
96 págs.