Uno podría decir que últimamente se escriben muchos diarios –yo mismo después de resistirme he comenzado uno– pero éste, que ahonda en la ausencia de sueño, que sigue el deambular nocturno de un perro y un conejo, de un hijo y un novio que “duerme como un oso que hiberna”, y que despide aquello que súbitamente se detiene cuando un embarazo ya no es algo de este mundo, es simplemente genial.
Tal vez uno pueda justificar su genialidad apelando al espejismo de la tautología: genialidad es lo genial cuando objetiva el genio. Aunque también, la justificación llega cuando hay motivos de sobra para dar curso a una analítica de lo que se espera de un registro íntimo donde, detrás de eso genial, no hay otra cosa más que un yo que impulsa cuestiones de estilo, que trama la proximidad a la sorpresa y que hasta propicia boutades antológicas propias del desconcierto: “Escribir te rompe el cuerpo. No dormir también”. Sin embargo, en el pathos del egotismo que hace a lo genial uno encuentra aquello que se espera de todo diario: proximidad a lo contado por medio del ritmo de su prosa. Monfort cuenta entonces un derrumbe, y la velocidad de éste contrasta con la parsimonia de la paseante insomne, con el ánimo de la odiadora del descanso ajeno, con la moralidad suspendida de “un estado de alerta vigilante” que, de repente, muestra una transparencia cercana a lo poético en la cual todo montaje se explicita: “Con la caída más imperfecta del camisón hago una reverencia al público presente y me dispongo a no dormir, una noche más”. La ironía de su inicio –puesta, vestuario y actitud para sus lectores– hace que el diario sea algo muy superior a la ficción de la renuncia que, muy suelta de cuerpo, desconfía del yo pues desconoce su interés sublime.
La intimidad mal leída, cual giro autobiográfico de una época, es sobre todo política; ¿minoritaria?, sí, pero política en tanto que regreso a lo cotidiano en el depuesto fin de lo político. Por lo tanto, la rareza del día a día es política de lo íntimo. En un principio, como negación, resistencia o disidencia: “Lo que odio no es dormir sino irme a dormir”; pero luego, como la militancia de un vigilámbulo-pulidor que llama a las fantasmagorías de clase: “A partir de las 11 levito en la casa, me desplazo buscando rincones para sacarles brillo. Los rincones son mi especialidad. Muy bruja con privilegios”. Hay que llegar entonces hasta el ejercicio del diario para entender lo naturalizado, hay que ejercer la habilidad diaria de su escritura extraña para hacer del hábito un padecimiento que se vuelve afección. Solo así un diario puede contar el revés del mundo sin apelar a argumentos próximos a plataformas de contenido que, a esta altura y con sobrados ejemplos, ya son los somníferos de la imaginación-pantalla. Y es que un diario puede también evitar combinaciones propias de una escritura del efecto-cantidad-pastilla, de las que por supuesto toda escritura del yo se ha sustraído cuando no dormir es despertar a un escribir-vigilia: “Descansar es dormir de corrido. Cuando dicen “que x descanse en paz”, pienso que descansar no es morir. Descansar es volver a despertar para disfrutar el descanso. Odio irme a dormir pero no odio despertar”.
Hay algo en este libro que nos lleva a pensar que todo insomnio a la luz del diario termina siendo aprendizaje: “Mi pareja se derrumba como esos castillos de naipes. El monstruo está en mi casa de la adultez, no de la infancia. Sueño con llantos de bebés”. Pero lo que se aprende no siempre viene con la tranquilidad de lo discursivo, que desde ya inmediatamente se vuelve pasado en vez de conjurar el malestar de lo onírico. El aprendizaje del diario es un aprendizaje ubicuo, de puertas adentro de esa casa sin edad; es un aprendizaje que también sabe que no alcanza solo con nombrar las cosas, pues en verdad, hay que ponerlas en su lugar, de noche y cuando todos duermen. La noche es el lugar de aquello que se derrumba, ahí donde por supuesto nada retumba hasta que la caída acontece; pero la noche es también el lugar del abandono, si algo debe irse, para acelerarlo hay que escribir su huida cuando el sueño habita la casa. Por eso quien escribe no quiere saber nada, a lo sumo, lo que quiere es que reine la interioridad en el espacio sea cual sea: “Después de tres días en vela, algo se desprende, dice chau para siempre, una roca soltada al vacío. En la rutina de inodoro y cuclillas puedo verlo: 3 de la mañana, hora de la caída final”.
Final es también en todo diario el momento en el que hay un único reflejo posible de lo genial. Y no es una confesión, tampoco el legendario autoexamen, sino más bien esa contradicción propia del diario entre continuar o desvanecerse al ser la intensidad quien ordena cualquier experiencia. Y Monfort parece que ha encontrado ese reflejo: “A la noche soy fácil y encantadora, porque quiero alargar esa vigilia hasta que no haya promesa de mañana. Eso es lo que más me provoca: que no haya mañana, que todo se termine hoy y que, hasta que se termine, sea lo mas intenso posible”.
22 de octubre, 2025
Diario del insomnio
Flor Monfort
Bosque energético, 2025
96 págs.
Crédito de fotografía: Sandra Cartasso.