En la ajustada comodidad de una pieza de un hotelucho parisino, una duda pérfida atraviesa a la intensa y doliente Katherine Mansfield (Wellington, 1888 - Fontainebleau, 1923): ¿Por qué no estoy escribiendo? ¿Qué clase de pereza, se pregunta, demora el acto físico de la escritura? En su mente, lo sabe, ya se han erigido, níveas, las estructuras de sus cuentos, y se han cincelado, artesanales, las formas de cada una de las palabras. Entonces, de nuevo: ¿por qué no escribe?
Escribe, podríamos aventurar en una flaca refutación; escribe su diario. Y escribe su diario porque en la cabizbaja pero corajuda trama de su vida encuentra los motivos, los personajes, la mirada, que hacen de sus cuentos una delicada y dolorosa gema literaria. Nacida en el seno de una familia acomodada, Mansfield tuvo que lidiar, no obstante, con el peso de la decepción materna: era un varón lo que se buscaba, y no esta niñita avispada que terminó acaparando la atención y los cuidados de la abuela. Su infancia en Karori, un pueblito próximo a Wellington, le valió una cercanía popular, trabajadora: en el salón de la única escuela del lugar se codeaba con los hijos de la lavandera, con los del servicio doméstico, o con el niño, como afirma su esposo John M. Murry en el prólogo, encargado de repartir la leche. Probablemente nos hallemos aquí ante la raíz biográfica del interés literario que Mansfield cultivó por los seres de existencia tímida y vuelo silencioso.
Si dejamos de lado las acotadas intervenciones de la autora en 1910, el diario se inicia a sus 26 años, en febrero del '14, y culmina en octubre del 22, meses antes de su muerte. Compuestas por observaciones del discurrir cotidiano, cartas, sueños, reflexiones sobre su intermitente estado de ánimo, sobre su propia obra y sobre la obra de otros, estas páginas se vuelcan, con irregular insistencia –y con la cuidada traducción de Florencia Parodi– sobre un objeto: la escritura. “Si no trabajara, me suicidaría” –escribe a sus 31 años–. “Por lo tanto se puede decir que el trabajo es para mí más importante que la vida”. ¿Y qué es, para Mansfield, trabajar? Pues, escribir. Escribir, en principio, ficción. Pero escribir, también, y como especifica Cecilia Fanti en la introducción, con una conciencia moderna: esto es, para ganar dinero, para ganarse la vida.
Vida cuyo espíritu fue astillado por una esquirla traumática de la primera guerra mundial: la muerte de su hermano Leslie en el campo de batalla, verdadero parteaguas en su vida y en sus diarios. Si la escritura era para Mansfield, esencialmente, impulso vital, ahora conjurará el poder de la sobrevida, de la resurrección. Antes que escribir sobre su hermano, la autora se comunicará con él, con la imagen que su pluma es capaz de reconstruir. “Ahora estás aquí una vez más. Estás caminando hacia mí, con una mano en el bolsillo. Hermano, ¡mi pequeño hermanito! ¡Esos ojos pensativos! (...) Ahora me acercaré a ti, te tomaré la mano, y nos contaremos esta historia el uno al otro”.
A partir de esta muerte, se perfila en Mansfield una inclinación hacia la niñez; un deseo ilusorio de recobrar la infancia, el paraíso perdido que compartió con su hermano en Nueva Zelanda. Así, cobra impulso el vago deseo de comenzar una novela –Karori, que nunca concluyó– que cristalizaría dicha época, puesto que la escritura debería inmortalizar aquello que, sencillamente, no debiera morir.
Aquejada por dolores neuróticos y físicos, consecuencia de la tuberculosis que la afectó a los veintinueve años, el sufrimiento gana terreno en su diario, en su cotidianeidad, en su pensamiento, en su escritura. Un pánico recurrente le susurra que es su corazón –metafórico núcleo de la honestidad– el que sufre, y el que pondrá fin, traicioneramente, a sus días. Hacia 1922 la tuberculosis vuelve a encontrarla, ahora, definitivamente. “Escribo estas líneas y luego levanto la vista. En el jardín las hojas se mueven apenas con el viento y el cielo está pálido. Me doy cuenta de que estoy llorando. No es fácil...no es fácil morir como corresponde”.
A lo largo de su breve vida, Mansfield habitó los extremos del énfasis. Supo saborear una bocanada de aire puro, percibir la belleza en una ronda de obreros que comparten el pan durante un descanso, adivinar el misterio que anida en el sinuoso andar de un gato; supo, también, experimentar un sufrimiento físico y psíquico sin parangón. Tuberculosa y desganada, valiente y penetrante, admirada, entre otros, por Virginia Woolf, dominó como pocos el clima del cuento moderno; manejó como pudo su relación con la escritora Ida Baker, y transitó la existencia como lo hacen los seres intensos: en constante fricción con la musculatura del pensamiento.
28 de septiembre, 2022
Diarios
Katherine Mansfield
Traducción de Florencia Parodi. Introducción de Cecilia Fanti y John Middleton Murry
Chai, 2022
312 págs.