¿Qué es un diario?¿Cómo debería leerse? Más allá del valor poético o documental que pudiera tener, dependiendo, claro, de quien lo escriba, en el funcionamiento intrínseco del dispositivo, parece que se perfilara su antítesis exacta –pero a la vez, paradójicamente, descansaría en ello su razón de ser–, ya que la rebusca de un significado, el espejismo de una continuidad (de algo más allá del polvo y las sombras), que son acaso los impulsos esenciales de toda escritura, van caducando puntualmente según el estricto desorden que desangra la sucesión monocorde de cada jornada, con sus rutinas y cuadros más entrañables y banales, repetidos ad nauseam; se proyectan así, página tras página, disueltos en la espuma de los días, no solo el vivir sino también, ante todo, el afán de atesorar lo vivido: destellos quiméricos de una duración inalcanzable, que se disipan sin remedio en un círculo perfecto de minucias cíclicas; fullerías cotidianas con las cuales, cada uno, al final, va componiendo su semblante; va haciendo y deshaciendo, como puede, el hilito de oro de baba de su vida.
Precisamente, son los vislumbres de esta inconsecuencia, de esta perplejidad inherente al dispositivo, perplejidad de la vida misma, aquello que puede nutrir una lectura alerta; no las aguas encandiladas y neuróticas de Narciso; ni tampoco los yacimientos omnívoros, atestados del propio genio; ni mucho menos la cohetería del confesionalismo, esa pantomima mendaz que comienza con Rosseau disfrazado de armenio... Lo dice muy bien Seferis en estas páginas, que un diario no se compone de todos nuestros momentos; no se trata por tanto de “la quintaesencia de nuestra vida, sino de las huellas casi fortuitas, de un instante cualquiera, no necesariamente el más importante”. Así, en estas páginas, vemos al gran poeta griego, nacido en Esmirna en 1900, durante su primera estancia londinense, en los comienzos de una larga carrera diplomática, sumergido de lleno en su período más formativo y fértil a nivel poético, aquel que va desde la escritura de su primer libro, Strofi (1931) hasta los preludios de Gimnopedia y del primer Cuaderno de ejercicios, esto es hasta comienzos del año 1934, cuando el poeta retorna fugazmente a su país. De esta suerte, observamos las neblinas londinenses a través de la luz griega; asistimos al encuentro Seferis con la poesía de T. S. Eliot, que no es tanto un encuentro como un descubrimiento de algunas lecturas en común: Laforgue ante todo –recordemos, al pasar, que la con la célebre traducción de Seferis de The Waste Land comienza la lírica moderna en lengua griega, y otro tanto pasa con el estudio y la divulgación de Kavafis.
Aparte de estas ventiscas de la dispersión cotidiana, amontonadas en páginas dispersas, pecios del naufragio dinámico de todos los días, en el caso de estos cuadernos lo interesante reside en que nos encontramos frente a los años de experimentación y aprendizaje¬, tanteos y hallazgos, actividad interior y reflexiones de distinta índole de una de las voces poéticas más destacadas de la primera mitad siglo XX, en cuya obra –ya copiosamente traducida al español– se entrecruzan las líneas principales de la modernidad, pasadas a su vez por la tradición helenística, vale decir por el origen mismo del registro literario occidental.
14 de febrero, 2024
Días 1931-1934
Yorgos Seferis
Prólogo de Andrés Sánchez Robayna
Traducción de José Juan Bautista Rodríguez e Ismael Correa Morales
Galaxia Gutenberg, 2023
194 págs.