Se trata de una generosa antología de más de una docena de libros de la poesía de Ida Vitale, desde 1949 hasta 2021. Por lo tanto, pueden verse allí la constancia de una poética y sus variaciones temáticas o formales a lo largo del tiempo. La prosodia ocasional no se impone sobre la claridad de las imágenes y la exposición de una escena o una idea. En un poema del primer libro, La luz de esta memoria, prevalece el endecasílabo inicial: “sube un nivel de sueño por el cielo”, aunque luego la métrica oscila y los versos se adhieren a las frases descriptivas, la contemplación de un muro blanco, la mirada que se eleva o que sueña con alzarse mientras el poema se va escribiendo, con cierta gracia de hallazgo instantáneo. Luego, en un libro de 2010, los endecasílabos que inducen a una introspección también se apoyan en objetos observables: “Heliotropos, felpillas, cinerarias/ y otras modestas flores de la infancia/ en el silencio murmuraban algo”, para después sacar una conclusión ambigua acerca del tiempo de una vida. Pero más allá de la persistencia del metro, desde el sueño juvenil hasta la rememoración de una prolongada madurez, se produjo un doble movimiento: la investigación de lo que pasa, de lo que aparece por medio de las palabras, y la interrogación de ese mismo acto, una pregunta por el sentido de haber escrito y de seguir escribiendo. Tal investigación, en los momentos originarios, parecía orientarse a la búsqueda de ciertas confirmaciones, a la permanencia de lo escrito, a la construcción de una obra, una suerte de fe “en la salvación por la palabra”. Mientras que en las últimas décadas se impone el cuestionamiento, la puesta en duda de los resultados. Ya se escribió, y se escribe aún, pero no hay ninguna certeza sobre esas imágenes, esas paredes blancas, las páginas y las estaciones del año, toda esa irradiación de luz que parecía indicarse mediante versos bien dispuestos para ello. Por eso tal vez el último terceto de esta antología, cronológicamente hablando, publicado hace apenas tres años, asume la melancolía de la duda, que son casi sinónimos, en torno al lugar de las palabras en la naturaleza silenciosa: “Alguien un día estará solo, oyendo/ esta misma tristeza y este canto,/ disperso entonces lo hoy entrelazado”.
Sin embargo, la duda sobre el destino del poema, o de la poesía entera, es también un impulso de escritura, tal como este oyente solitario, o lector aislado, en medio de la nada, pareciera anunciar la posibilidad de que el libro permanezca, que pueda leerse, incluso si sus confecciones, sus organizaciones, sus métricas y símbolos, se dispersan. Porque sucede que esa dispersión simbólica es además una forma de ocupar aleatoriamente el espacio y el tiempo, como quien esparce versos, poemas largos y breves, medidos o argumentativos, para dilatar los límites de una experiencia. Y como esa experiencia se preguntaba por sus propias condiciones de decibilidad, lo que se esparce en las palabras será toda la historia y toda la vida que preceden y le dan lugar a ese acto. Así, Vitale puede recordar poemas de todas las lenguas y todas las épocas (hay citas y alusiones a poetas latinos, alemanes, ingleses, italianos, franceses, provenzales, catalanes, y por supuesto españoles y latinoamericanos, que además recorren o saltan entre vastos arcos históricos, medievales, barrocos, románticos, vanguardistas), y también puede recorrer muchas ciudades y diversos paisajes. Su estilo tiene por eso un amplio espectro de registros, desde poemas muy acotados, que se parecen a haikus, y que dan cuenta de momentos precisos, hasta búsquedas lingüísticas que solo ocasionalmente se aproximan a un juego hermético, bastante irónico por cierto, como en uno de sus únicos poemas en prosa que se titula “La voz cantante”, donde se lee: “Orfila enfila hacia la cocina desde la cina-cina. Va a celebrar, reciente de resina. Oxilia, la axila cerúlea, la exime de hacinarse cerca de la cecina”. Aunque afortunadamente este raro experimento se reordena como un trayecto juguetón a través de la cultura, desde Eneas hasta el siglo XX. Y en otro fragmento de la misma prosa, dice: “Entonces habrá llegado tu Turno. –No, es Dido quien así corre –se incorporó, eneasilábico, Eneas, pasando por el foro, fuera de época pero siempre inmejorable”. Donde la frase con guion es un eneasílabo, por supuesto, que resulta ser el metro de algunos poemas completos, en un tipo de verso que utilizaron ciertas vanguardias del siglo XX en español, menos reconocible a simple vista, a primera escucha, que el endecasílabo áureo. Entre varios, elijo estos versos de un poema a Montevideo, que cita el Canto a Montevideo de Dino Campana: “Lejanísimas nubes, nombres,/ cercana a la vez una salva/ de golondrinas por el aire/ pero en honor de nada o nadie”.
Sin embargo, la mayor parte de la obra de Vitale no está guiada por la métrica, sino por la indagación verbal y la búsqueda de imágenes concretas, lo que produce esta clase de iluminaciones: “La palabra que primero se distrajo/ centellea bajo el rayo/ y se deja quebrar, ávido vidrio”.
Hacia los años más recientes las medidas parecen volver como una manera de organizar el poema, o de seguir su despliegue, como en uno muy extenso, de más de cincuenta versos, todos heptasílabos, que se llama “Un pintor reflexiona”, y cuyo ritmo rápido le permite largas enumeraciones de materiales y objetos de ese artista ficticio, sus “cosas”, los colores, los tonos, las tentativas inacabables de la historia de la pintura para imprimir en telas determinadas luces, flores, ciudades, horas del día.
¿Cómo describir en general la poesía de Ida Vitale? Con sustantivos tal vez: precisión, musicalidad, ingenio. O con adjetivos: transparente, reflexiva, ágil. Lo cierto es que a lo largo de todas las décadas de una vida dedicada a escribir se mantiene un tono, una disposición, una manera de rematar cada escrito que la identifican. Pero el tiempo habrá impuesto “leves disidencias” entre las búsquedas iniciales, de las que deja rastro algún soneto nunca publicado en libro y aquí incluido en un apéndice de “Otros poemas”, y los desarrollos que piensan la escritura junto con su acto de dispersión imaginativa, sobre todo en los libros posteriores al año 2000. Esas variaciones o leves diferenciaciones que el tiempo va haciendo en el estilo de una poeta parecen reafirmar un viejo adagio: cada quien escribe siempre lo mismo, lo que le toca y lo que puede, pero el pensamiento y el cuerpo que no cesan de cambiar introducen esa pequeña variación, de un libro a otro, huella también de la leve insatisfacción que produce lo ya escrito, y así se va cumpliendo la otra forma del retrato poético, ya no el arte que refleja el propio rostro, sino el desarrollo en el tiempo, muchos libros, que registran la memoria y el olvido, los ritmos de la infancia y la lucidez del puro presente en el instante cercano al final. “Y soy yo íntegramente”, decía un soneto no recogido en ningún libro en 1942. A lo que le responde la misma poeta, con leves disidencias, en 2021: “Cubrirse bien los ojos para ver cómo veo./ Comenzar una hoja a ver cómo se escribe./ Acariciar el hielo para sentirse viva./ Leer, releer la palabra y la frase y el rostro”. Transformando los alejandrinos, que en el caso del cuarto verso hay que violentarlo bastante para que entre en catorce sílabas, que tanto usó el modernismo más afrancesado en versos de encabalgamiento cero en los que resuenan las cuestiones del arte frente a la vida, o los reclamos más vitales hechos al arte, en lo que se llamó vanguardia con desafortunada metáfora de formación militar. Pero en cada verso Vitale describe su forma propia, su procedimiento y su experiencia: ver sin confiar en los sentidos, para ver la manera en que uno se mira; empezar a escribir para averiguar si hay un modo de hacerlo; sentir, tocar, a ciegas tal vez, las cosas que chocan contra los extremos del cuerpo, que perturban o atraen, que le dan sentido a un estado de vida en el instante; finalmente, leer lo escrito, transcribir el pensamiento, la sensación, el tono y la expresión, para releer en todo poema, más allá de las palabras y las frases, aunque dentro de ellas, indicado allí, el rostro. Ese rostro, el otro y el mismo, que no está en ninguna foto, y está acaso en lo que se escribió, como pliegues, cada verso uno, en la piel que marca el paso del tiempo.
28 de febrero, 2024
Disidencias leves. Antología poética
Ida Vitale
Caballo negro, 2023
262 págs.