Escrito en 1996, cuando Roberto Bolaño aún no había ganado el premio Rómulo Gallegos por su novela Los detectives salvajes ni se avizoraba la estelaridad que con el tiempo alcanzaría su figura, el texto que sigue, generosamente cedido por el autor, resulta no sólo una precisa lectura de la entonces reciente Estrella distante, sino también un temprano ejercicio de crítica oracular.
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El chileno Roberto Bolaño (Santiago, 1953) es lo que se dice un narrador dotado. Sabe presentar personajes con pocos rasgos específicos y mantenerlos visibles en peripecias largas. Tiene una voz afable que puede enfurecerse o desconcertarse sin perder la presencia de ánimo. Es capaz de derivar entre estratos de tiempo muy diferentes sin estancarse. Cuando escamotea datos importantes no parece fraudulento. Distribuye sus lecturas sin alardes, siempre sirviendo al argumento central, y de las relaciones entre obras extrae subtramas suculentas. Los títulos de sus tres libros anteriores ─uno, una colección de semblanzas no todas ficticias de escritores sulfúricos, en palpable resonancia con Schwob y/o Borges, se llama La literatura nazi en América─ hablan de un ingenio radical y político. Y, cosa que últimamente apenas pasa, aquí ha inventado una historia que interesa de veras.
Estrella distante trata de las amorosas vocaciones, la frustración catastrófica y el desvanecimiento ─por diáspora o desaparición─ de dos talleres literarios dirigidos por sendos poetas, excelsos según sus discípulos, de una capital de provincias. La trama, que va del Pacífico al Mediterráneo, cuenta además cómo Chile pasó del porvenir al terror para insertarse al fin en la claudicación burguesa mundial. Pero se centra en las apariciones de un dandy glacial, Alberto Ruiz-Tagle, enigma de talleres y seductor de poetisas a las que más tarde, en tiempos de Pinochet, se abocará a descuartizar ─bajo otra personalidad. Porque Ruiz-Tagle es el teniente Carlos Wieder, fascista de alto linaje, y Wieder tiene un proyecto poético total que incluye la elevación de la poesía al firmamento y la sangre, y la higienización de la vida mediante la guerra. Cae Allende. Presos de la represión militar ven al teniente Wieder, a bordo de un avión anacrónico, escribir en el cielo versículos del Génesis. Los asistentes a una exhibición aeronáutica lo miran desafiar una tormenta para ir dejando en las nubes de Santiago los fragmentos de una lírica psicopática: La muerte es amistad... La muerte es Chile... La muerte es responsabilidad... Mi corazón es muerte... A estas alturas los despojos de los talleres literarios se dispersan por un mundo cuyas rebeldías agonizan de diversas maneras; al exilio pálido del narrador corresponde la clausura de su mejor amigo en una zapatería de la patria. Entre los dos registran las incursiones poéticas de Wieder a la suprepticia internacional de las publicaciones nazis, siempre sin dejar rastros, y a alguna muestra de plástica macabra. Wieder es cada vez peor. Naturalmente, Bolaño consigue que se desee la aparición de un personaje apto para acabar la historia en venganza. Roberto Bolaño por Juan Carlos Comperatore Por mucho que uno admire a las vanguardias, algunos de sus gestos más desencajados le causan vergüenza ajena; Pasolini pensaba que muchos vanguardistas colaboraron con el mal, y se sabe en qué fiasco terminó especialmente el futurismo. En 1912, en su segundo manifiesto, Marinetti, devoto del peligro y la temeridad, explicó que la hélice de su avión le había dictado un nuevo credo: “Hay que destruir la sintaxis disponiendo los sustantivos al azar... Hay que formar estrechas redes de imágenes... que serán lanzadas al mar misterioso de los fenómenos...” Máquinas y misterio: si Estrella distante cuenta el desarrollo de un posible vanguardista ideal, el que realiza el asesinato de la lengua en el despedazamiento de cuerpos, lo cuenta en el marco perfecto ─una máquina política de limpieza social─ para sus fines de sobria pero desolada ironía. Es una ironía turbadora, si se tiene en cuenta que en la época en que transcurre esta ficción, en la realidad Raúl Zurita, la voz desatada de la poesía chilena y el más valiente artista conceptual de América, se laceraba la cara, quizás para defender la independencia del sufrimiento, quizás para encarnar la laceración del país, y escribía consignas contra la dictadura en el cielo de Nueva York. Es como si Bolaño estuviera diciendo que el valor del arte no depende de los movimientos sino de los artistas.
Corren rumores de que la industria editorial europea necesita un nuevo auge latinoamericano, y muchos novelistas empiezan a prepararse para las pruebas. Bolaño, que parece un buen candidato a beneficiario, terminaría siendo víctima de una operación así, porque en esta novela hay algo novedoso y sentido que un clima de lectura sudaquista (incluso en su nueva rama anti-Macondo) haría papilla. Pero basta leer este libro o La literatura nazi… para entender que hay algo indómito en su escritura y probablemente indomable. Lo nuevo en Estrella distante no es el recuento en migajas del fangoso, barato destino de una Latinoamérica que un día quiso constelarse, sino algo mejor: la reivindicación de la entraña poética del continente, el elogio melancólico de una pasión pobre (talleres tumultuosos, raros libros simbolistas de cuarta mano, una adorada foto de W.C. Williams en una pared deslucida) hecha desde el malestar del acogido en la metrópoli.
Bolaño es seguro y rápido. A veces demasiado rápido, tanto que despacha situaciones complejas con frases tópicas (“El tiempo se había detenido”), como para encubrir expeditivamente una contradicción que le pesa. Y es que en esta novela hay una carga. Borges tira en un sentido (el clacisismo económico, los libros reales y apócrifos) y en otro sentido (el localismo sublime, la narratividad hogareña) tira con igual fuerza García Márquez. Una de las pocas salidas dignas a esta tensión nada envidiable la dio Monterroso, que por otra parte es un maestro en historias de escritores y un apologeta de las letras provincianas. Podría haber sido; pero Bolaño optó por una solución norteamericana de los últimos tiempos, el policial de aire existencialista, que posiblemente explique ese final de un escepticismo chandleriano, quizás austeriano, pero histriónico, más vago que incierto. Para eso, Estrella distante ya había glosado su moraleja en los versos de Nicanor Parra que cita un personaje: “Así pasa la gloria del mundo:/ sin gloria, sin mundo,/ sin un miserable sandwich de mortadela.”
Sin embargo en una escena apenas previa al final, una escena que no se olvida, Bolaño reúne al avejentado demonio Wieder, a un sufrido comisario que fuera astro de casos difíciles y al poeta vencido que es el narrador (todos chilenos) en un pueblo de la Costa Brava catalana. Es una tarde de sol; la temporada de verano no ha empezado. En un bar somnoliento divagan dos parroquianos, y por la ventana se ven casas calladas, playa vacía, alguna vela y unos pesqueros en el cabrilleo del Mediterráneo: un paisaje calmo, como amortajado ya por Dalí para que lo pise la tromba del turismo. Sólo los sudacas saben que ése es el mejor escenario para demorar lo peor, y sólo un tremendo escritor podía descubrir que así, por allí precisamente, pasan sin apuro la gloria y el frío del mundo.
15 de Julio, 2020