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El agua

Enrique Wernicke


David Dicaro


Los ropajes variopintos con que el curso de una vida se afana en adecuarse al pulso esquivo del presente no siempre hablan de decisiones tomadas, meras excentricidades o intereses múltiples, sino también del carácter fronterizo del que los ocupa, como quien excusa mostrar una máscara nueva no tanto por hastío o para exhibirse al mundo, sino tan solo para atisbarlo, aún, a través de ella.

Enrique Wernicke fue publicista, titiritero, fabricante de soldaditos de plomo y militante del partido comunista y a pesar, sobre todo, del compromiso explícito con su época, la mueca corrosiva del escepticismo parece haber sido capaz de colarse en buena parte de sus prácticas, como si la sombra del descontento lo instigara a una deriva alentada por la negación férrea, instintiva, de todo lo que se ofreciera como conciliación. 

Ubicado por la temática de su obra en las filas del realismo social pero también leído como una suerte de precursor del minimalismo carveriano, ni siquiera su alejamiento de la ciudad para instalarse definitivamente en la ribera del Río de La Plata deja de señalar su inagotable incomodidad y su predilección por los bordes, por esa zona porosa donde la naturaleza y la cultura no terminan de decidirse. Y tal vez debamos a ese nudo tormentoso con la vida social pero, quién sabe, auspicioso para su literatura, la reedición de El agua, publicada por primera vez en 1968.

 Wernicke instala a la vera del río la indagación de los pormenores de una vida a través de su batalla íntima y desigual con el paisaje. Trasunto de comentador irónico de las peripecias de su protagonista, implantado del modelo teatral del sainete, el narrador nos introduce, como si lo espiara, en la vida doméstica de Julio Blake, un ex ferroviario hijo de ingleses jubilado en medio del proceso de nacionalización de los trenes durante el peronismo. El procedimiento de adelantar desde las primeras páginas que la crecida del río inundará su casa, como el alarde de cierto conocimiento del desenlace, nos franquea la entrada y hace del intervalo el resquicio a través del cual espiamos su intimidad, al tiempo que suspende sobre los hechos, contrastándolos mediante la apelación al lector, un tono ligeramente burlón.

Es llamativo cómo la frase parca pero insidiosa, o el uso punzante de la elipsis, que deviene sarcasmo, no desdeña la exploración del personaje y subraya un núcleo, un enigma vital en la personalidad de Blake al que nadie tiene acceso. Hay algo que la aparición del agua ha hecho emerger y no se puede contar, pero a cuya autoridad no es posible sublevarse y que el manejo inusual, casi focalizado de la ironía, hace relucir tornando indiscernible, por momentos, la mirada del narrador de la percepción del personaje.

Ni criollo ni inglés, Blake se ha deslizado por la vida como una isla que sigue a flote a fuerza de pura rutina y de la cincelada superstición, repetida como un mantra, de saber que "ha hecho las cosas bien", pero al precio de situarse en una zona limítrofe tanto de los vínculos como de la geografía. Cuando el agua llega, inevitablemente, arrasando con la interioridad de una casa rezumante de ambivalencia entre la seguridad y el encierro, sospechamos que el affaire con la catástrofe ha sido el vórtice ante el que han gravitado, pero sin jamás alejarse, los avances y retrocesos de una vida controlada.                                                  

 En un rapto, según el narrador, casi místico, el protagonista arroja las fotos del álbum familiar a una bañera con el objeto de salvarlas. En el motivo a escala de la tragedia las imágenes flotan desconectadas, suben y bajan como "barcos rotos" mientras se asoma a ese misterio, sin embargo unificado por la propia mirada, como un testigo. Más que recordar, Blake intenta imaginar su pasado. Ese esfuerzo por construir otro relato, exhibe en el testimonio inusitado el último recurso de la propia vida para producir ya no verdad o memoria, sino solo un magro pero tal vez liberador futuro. Si el devenir sustenta cada trayecto y de él no hay resguardo, incluso la inmovilidad sin desplazamiento se convierte en un viaje.

La lograda naturalidad con que al anularse el ciclo doméstico el protagonista retoma el diálogo con los fantasmas del pasado, estira las costuras del realismo y desmonta los presupuestos de una existencia "práctica", exiliada en el anhelo de lo que nunca fue, para incitar una sugestiva dirección de lectura a la vez que deslizar, no sin malicia, que acaso lo imaginario no sea lo contrario de la razón, sino su fundamento.

19 de junio, 2024

El agua. Mil botellas.jpg El agua
Enrique Wernicke
Mil botellas, 2024
114 págs.


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