Ciertos autores ofrecen su obra al mundo del mismo modo que los Testigos de Jehovah cuando reparten su literatura en las veredas. No se trata de narrar una historia solamente: pretenden instalar una filosofía de vida, hacer que sus lectores entren en un mundo particular. El escritor argentino Leopoldo Marechal es de aquella estirpe. Su novela El banquete de Severo Arcángelo satiriza precisamente ese tipo de mesianismo –el personaje epónimo es un industrialista con pretensiones místicas que aprovecha su riqueza para crear una secta con los recursos de una multinacional– pero a la vez emprende una búsqueda idealista de la verdad. Si las ficciones de su contemporáneo Borges presentan sus paradojas al lector con la compostura de la Esfinge, Marechal las convierte en sainetes. Borges nos deja con la duda; se entretiene con la falta de soluciones. En cambio, aunque parezca reírse de todo, Marechal no para de buscar respuestas.
En El banquete de Severo Arcángelo, esa búsqueda toma la forma de una investigación periodística. Lisandro Farías es un reportero fallido que se encuentra al borde del suicidio después de perder a su esposa debido a un cáncer y su puesto en el diario donde trabaja. Es en ese momento que el magnate epónimo –con su olfato infalible para la gente que no tiene nada que perder– lo recluta para colaborar en su misterioso banquete. Farías es llevado a la casona de Arcángelo y, en la ausencia de instrucciones claras, entrevista a sus compañeros en la empresa para averiguar de qué se trata. “¡Detesto los enigmas!”, exclama en un momento. “Soy un periodista, usted lo sabe, y todo lo que se disfraza o esconde me produce una furia de sabueso”.
Sin embargo, sus indagaciones no lo acercan a la verdad, sino a versiones contradictorias de la misma. El testimonio de cada integrante del equipo parece desmentir los de sus compañeros o anticipar las críticas que le pueden hacer. Peor aún, todo se presenta como si fuera entre comillas, con una teatralidad que parece burlarse del espectador. Arcángelo es, como afirma uno de sus empleados, “un farsante nato”. Los participantes en el Banquete dan sus discursos como si fueran los números en una revista. “En los preparativos del Banquete”, se queja Farias, “observo un alarmante abuso de la puerilidad: agentes pueriles, recursos pueriles y situaciones pueriles como esta en que ahora me hallo”.
Entre ellos se encuentran dos payasos, Gog y Magog, que se vuelven aliados de Farias en su investigación. Por momentos parecen cumplir con el rol tradicional de bufón, expresando verdades incómodas a través del humor; en otros se convierten en opositores declarados de la empresa, buscando formas de sabotear el Banquete. Sin embargo, incluso cuando los clowns se valen de la violencia no está del todo claro si se debe tomarlo en serio. La organización de Arcángelo anticipa cada una de sus iniciativas: al parecer incluso su oposición está programada. Gog y Magog tienen el patetismo de marionetas. Aunque la novela está narrada a tono de broma, es de un humor amargado, el de un mundo sin salida: es un humor bien argentino por cierto, el de Saverio, el cruel de Roberto Arlt o la obra de Alejandro Urdapilleta.
El banquete de Severo Arcángelo se publicó en 1965; al año siguiente Marechal editó su poemario Heptameron. Las dos lecturas se complementan. Los poemas de Heptameron –una serie de reflexiones sobre grandes temas como la patria, la muerte y la poesía misma– están divididos en siete “días”, como la creación en el Génesis. Sus versos fácilmente podrían ser los discursos de personajes en la novela, pero sin la distancia escéptica que Marechal mantiene en su prosa a través de la ironía y el humor pueril, muchas veces los poemas caen en la pomposidad. A la vez ponen en evidencia la seriedad de la búsqueda metafísica en ambos libros: el humor ofrece la posibilidad de “una liberación por lo absurdo”, pero también la de disimular un poco su sinceridad. En El banquete Marechal encuentra la mezcla justa de la filosofía y la farsa.
Si en algo la novela no se defiende, es su forma de pensar a las mujeres. Aunque Marechal dedica El banquete a su segunda esposa Elvia Rosbaco –le da el apodo Elbiamor– la participación de mujeres en su argumento es casi nula. El problema no toma la forma, como hace en Heptameron, del paternalismo: en su poema “Didáctica de la alegría”, también dedicado a “Elbiamante”, Marechal llega al extremo de instruir a su esposa en cómo debería bañarse. La metafísica que el autor ensaya en Severo Arcángelo ni contempla a las mujeres como seres con criterio propio. Son autómatas que cumplen con las fantasías de los varones. Una de las grandes revelaciones de la novela es de una estatua viviente: la organización convierte a Thelma Foussat –una viuda ensimismada por el luto– en una “envoltura o disimulo en cuyo interior nada latía, como no fuera el vacío de una indeterminación total, sin gestos ni emociones ni pasión alguna”. Ese vaciamiento permite que cada uno de los socios de la empresa proyecte su vida sentimental en su figura. Todas las mujeres son una sola. Esa perspectiva machirula es una seria limitación en Marechal y en su literatura.
Sin embargo, la figura del empresario con un complejo de Mesías sigue más vigente que nunca en la época de Elon Musk. Como parte de los preparativos para el Banquete, Arcángelo le pide a Farías una obra de teatro para entretener a los comensales: una denuncia de la “Vida Ordinaria” que pretende dejar atrás. Marechal procede así, metiendo obra dentro de obra, como muñecas rusas o los reflejos en dos espejos enfrentados. La “gran obra en laberinto” del industrialista –y el laberinto textual que elabora Marechal para describirlo– son lugares fascinantes, que aún invitan al lector a perderse.
El banquete de Severo Arcángelo
Leopoldo Marechal
Seix Barral, 2024
288 págs.