Publicada en el 2000, a dos años de obtener el Nobel de literatura, a un año del atentado a la Torres Gemelas, y en una época en la que el término Globalización circulaba, infatigable, en el discurso público y en el de los medios de comunicación, La caverna –onceava novela del escritor portugués José Saramago– narra la historia de los Algor, una familia de alfareros cuya forma de trabajo y cuyo modo –artesanal– de producción están siendo devorados por el capitalismo industrial.
Saramago bucea en esa correntada fluctuante que es la vida (o la escritura) de la familia Algor y argumenta –si pensamos en su novela como una forma de ensayo sobre la condición humana– que la desaparición de un trabajo (del mismo modo en que Sábato sostenía que para muchas culturas no letradas la muerte de un anciano era equivalente al incendio de una biblioteca consagrada) es la muerte de una forma humana, de una práctica cultural y de un modo, a fin de cuentas, de decir el mundo.
Mientras que las bibliotecas solían encerrar y conservar el conocimiento (escriturario o no) de una comunidad, Saramago –con un incansable fanatismo por la narración y sus digresiones, esas que recuerdan a hipotéticas e interminables parrafadas orales proferidas alrededor del calor de un fuego primigenio–; Saramago, decía, relata (preserva) con ancestral y omnisciente erudición la desaparición del alfarero Cipriano Algor y la consecuente “inutilidad” de una manera de percibir, concebir y moldear la realidad, esa que supone la alfarería artesanal. La caverna sería, desde esta perspectiva, el lugar simbólico en el que se conserva, como un tesoro antropológico, esta obsoleta forma de trabajo, esta arcaica narración humana.
Y así como Algor moldea sus muñecos, el fraseo del narrador –con su desbordada y subordinada sintaxis, con sus kilométricas y pacientes enumeraciones, con esa (tan característica) obsesión por nombrar de Saramago– delinea y esboza, como un alfarero más, los trazos de sus personajes. Un asunto paradójico, intuyo, ya que en el interminable discurrir del lenguaje los caracteres parecieran ser un trazado más del mundo narrativo, figuras contorneadas por la zigzagueante narración. Paradójico puesto que la lengua los delimita y los con-forma al tiempo que les da contenido, sustancia. Porque más allá de los sentimientos y la psicología de los personajes, más allá de los hechos de la trama, de la fatalidad –o no– de la historia, el corazón del hombre es ambiguo porque ambiguo es el lenguaje, multívoca su significación y arbitraria la designación de sus palabras. Y el mundo de Saramago, quiero creer, es un mundo hecho de lenguaje.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Cuando Algor y su hija Marta erigen a la enfermera y al payaso (dos de los seis muñecos que deberán entregar, como último intento por mantenerse activos en su campo, al Centro comercial), el narrador enhebra los atributos de la alfarería con los de la metafísica, la filosofía del lenguaje y la pragmalingüística para mostrar que la realidad (la del trabajo, la del individuo, la de los vínculos) no deja de ser, en un sentido, un efecto, una artesanía, una modelación del lenguaje –de sus palabras–:
“A Marta y a Cipriano Algor no se les acabará tan pronto este esfuerzo, parte del barro con que modelan ahora una figura proviene de otras que tuvieron que despreciar y amasar, así ocurre con todas las cosas de este mundo, las propias palabras, que no son cosas, que sólo las designan lo mejor que pueden, y designándolas las moldean, incluso las que sirvieron de manera ejemplar, suponiendo que tal pudiera suceder en alguna ocasión, son millones de veces usadas y otras tantas desechadas, y después nosotros, humildes, con el rabo entre las piernas, como el perro Encontrado cuando la vergüenza lo encoge, tenemos que ir a buscarlas nuevamente, barro pisado que también ellas son, amasado y masticado, deglutido y restituido, el eterno retorno existe, sí señor, pero no es ése, es éste” (el destacado es nuestro).
La muerte del anciano en cierta cultura precolombina, mencionaba al comienzo, supone en rigor el fin de su enunciación, esto es, la muerte de su palabra y del conocimiento que albergaba. No obstante, desaparecido el cuerpo, permanece la narración, su circulación; a veces, incluso, transmutada al sistema de la lengua escrita.
Esa transmisión –ya oral, ya escritural– es la que recoge el narrador de Saramago que, henchido de tradiciones y saberes de todo tipo, insufla a sus personajes y a sus cavilaciones de un lenguaje que Sábato llamaba vital, hecho de contradicciones e insinuaciones, y que deriva en la simpatía, el odio, la acción –del hablante, claro, pero también del otro. Porque estos personajes provienen del barro del lenguaje, y a él volverán.
En La caverna quedarían resguardos de la racionalidad y la reproductibilidad técnica los saberes y conocimientos, los valores y los sentimientos de la forma de vida que la alfarería artesanal supo concebir. Si bien un tipo de trabajador, de trabajo y su modo de producción pueden desaparecer (junto con la irrenunciable dignidad que le inferían al hombre, retomando aquella idea de Marx), la literatura podría conjurar ese desvanecimiento –o esa destrucción– para nombrarlos, es decir, para darles –o devolverles– vida, y otorgarles el reconocimiento narrativo de lo que alguna vez fueron: una digna forma de la humanidad.
16 de enero, 2019