El cielo de la selva, novela de Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989) que llega a la Argentina a través del sello Elefanta Editorial, parte de la premisa de una “selva hambrienta” que exige sacrificios humanos para que la comunidad alojada en una hacienda pueda seguir recibiendo todo lo necesario para existir.
En el capítulo inaugural, bajo el título “Los Niños”, una primera persona del plural nos mete de lleno en el horror desde la perspectiva de los pequeños y las pequeñas que van intuyendo su destino. En un paneo se habla de grillos, chinches, corrales, gallinas tristes, una vieja desnuda (y posiblemente loca), y del temor al momento en que la selva se pone roja y reclama alimento. Esa voz adelanta los nombres de algunos personajes y delimita un mundo de oscuridad, miedo, noche, pesadillas y dolor, términos que se emplean en estas páginas iniciales.
En los episodios siguientes la historia irá desplegándose y plegándose, con pasajes donde el relato se ciñe a una narradora omnisciente y otros que recurren a la primera o a la segunda persona. El título de cada uno marca quién lleva el protagonismo durante dicha instancia, sea como testigos o personajes principales. Se suceden así Santa, la Perra, la Vieja, Romina, Los Niños, Lázaro e Ifigenia (nombre de la mitología griega que remite a una hija entregada en sacrificio). El segundo capítulo y los consecutivos empiezan con las últimas palabras del anterior, como una pista de la circularidad que propone la obra. La autora contó que, a la hora de la escritura, tuvo presente el mito de Medea y sus múltiples resonancias.
“Para mis bisabuelas, que parieron demasiado. Y para mis tías, que decidieron no parir”, dice la dedicatoria, en una declaración donde Elaine Vilar Madruga parece cifrar el núcleo de esta novela construida como una alegoría sobre el dolor de existir y de ser, de alumbrar sin motivo alguno, de aceptar ser parte de la cadena de reproducción, o, simplemente, negarse. Como una contracara de la Madre Tierra que nos cuida en el imaginario de los pueblos originarios, aquí se presenta a una selva que sólo deja vivir a condición de que se acepte pagar un tributo. Estamos ante una Pachamama sangrienta que siempre tiene hambre. “Carajo, toda la vida me he preguntado por qué se nace, por qué se escoge nacer cuando es tan bueno no existir, no ser nada, no sentir el peso de esta vida de mierda sobre los hombros ni tener que arrastrar el cuerpo selva adentro”, piensa la Vieja, y en la misma dirección señala: “La vida es un asco, pero todas las mañanas sale el sol. Sale aunque yo no quiera. Sale porque el sol no se manda, coño, porque la vida es un asco y hay que aguantarla. Después de esta vida no se sabe qué habrá, si mandíbulas, si vacío, si más asco, si más grillos, si insomnio y pesadillas, si más y más selva, si dios a las puertas del padrenuestro en mi boca. A lo mejor eso es todo, a lo mejor la muerte es todo este asco unido en un mismo montoncito”. Ni consuelo en una posible trascendencia encuentra la Vieja en sus disquisiciones.
El andamiaje le permite a la autora filtrar, a través de sus criaturas, una sensibilidad que se conecta con las expresiones feministas de esta época. Manifiesta uno de los capítulos de Santa: “Los hombres envejecen más lento que las mujeres, porque los hombres no menstrúan, no paren ni crían, sino que la naturaleza es bondadosa con ellos”.
Romina, una de las protagonistas que va ganando relevancia a medida que avanza la trama, abre nuevas capas de sentido. Así se la presenta: “Te sumergiste en la selva sin miedo, con los ojos cerrados. Cuando los abriste un instante después, ya no quedaba asfalto a tus espaldas y te pareció ver, allá a lo lejos, las siluetas de las putas muertas que conocías y aquellas que no. Copita. La Galluna. La Jota, la Punyuy, Marisela, la Malinche, Jalita, Nica. Estaban manchadas de sangre pegoteada, algunas eran solo mandíbula, puro huesito blanco, pero no sentiste miedo, ni aunque estuvieras pasando un viaje malo, de los peores de tu vida, no sentiste miedo alguno, porque todas las putas son hermanas, estén rotas o enteras, estén muertas o vivas”. La narradora señala una fraternidad de mujeres destrozadas: “Nadie que no sea puta puede entender la hermandad de las mujeres que viven del sudor de sus coños y es mejor así. Si existiera un mundo de putas, pues entonces tal vez sería un mundo mejor, y eso a nadie le conviene. Ni a los narcos, ni a los militares, ni a las viejas roñosas que se persignan, ni a los morbosos que se levantan cada mañana a contemplar cadáveres, ni a los policías sin respuestas”.
Nadie parece poder salvar a nadie en esta novela. No alcanzan el amor, la razón ni las oraciones para conjurar la primacía de la materia. Sólo existe la carne, como piensa Santa. Impiadosa, nihilista, macabra, El cielo de la selva.
7 de diciembre, 2024
El cielo de la selva
Elaine Vilar Madruga
Elefanta Editorial, 2024
272 págs.