Walter Benjamin y su obra sufren en nuestra lengua, como en tantas otras, desde hace tiempo, incluso antes de su entrada en dominio público, del llamado síndrome “Creedence Clearwater Revival”, esto es, el mal del compilado, llamado más contemporáneamente el “desgaste Spotify”, el inconexo agrupamiento de una playlist. Por suerte, con la empresa que Abada emprendió hace unos años, con una cuidada edición de las obras completas, este mal ha quedado un poco atrás. Atrás quedan, por ejemplo, las ediciones de Taurus, pioneras en ofrecer una lectura de Benjamin en castellano con la estrategia, ya repudiable, de la antología. La propia Beatriz Sarlo, quien firma la “Introducción” a la más reciente antología de Walter Benjamin editada en estas costas por Godot, El coleccionismo, tarde se dio cuenta de un error que siempre intuyó: confiarse a las traducciones que Jesús Aguirre hizo para Taurus y no haber adoptado como base las realizadas por el gran H.A. Murena para Sur. Ese dato nos lo confía Martín Diego Kohan –y destaco el segundo nombre como cábala mundialista, dando por sentado que será del agrado de la pluma trotskista y riquelmista, quizás sinónimos en él y en todos, del autor de, entre otros, ¿Hola? Réquiem para el teléfono, también editado por las ediciones Godot–, en su artículo “Benjamin por Sarlo”.
En ese texto, Kohan nos presenta a una Sarlo lectora de Benjamin y, al mismo tiempo, cuidadosa en sus repeticiones, modas y vulgata. En él, encontró, cito, “una plena sintonía con un campo de intereses de genuina afinidad: la ciudad, la modernidad, la experiencia, la tecnología, las vanguardias”. En la lectura de Sarlo, Benjamin se tropezaría por aquí con un traductor vital en Roberto Arlt, quien se interesó en Buenos Aires por la misma clase de escenarios parisinos que cautivaron a nuestro querido alemán: las galerías comerciales, las grandes tiendas. Kohan destaca en el conjunto de los diversos textos que Beatriz Sarlo le dedicó a Walter Benjamin una serie de cosas: por un lado, leer su precariedad y asociarla con esa resistencia tan suya de amoldar la escritura a las rigurosas normas académicas y ensayísticas y, por el otro, insistir en traerlo al presente, de un modo lúcido, y no como mero recetario para “hacer funcionar” una interpretación endeble en el seno de la “Internacional Académica”. Sintomáticamente, quien firma en 2022 un texto introductorio sumamente ameno y brillante sobre Benjamin, en el año 1995, llamaba a olvidarlo, a dejarlo descansar, a no fatigar más esas citas remanidas.
“La persistencia en lo incompleto” es el texto que funciona a modo de introducción y justificación de la antología que nos ocupa. El texto es, en realidad, una desgrabación de la intervención de la propia Beatriz Sarlo en el Seminario Internacional Biblioteca Walter Benjamin, ocurrido en julio de 2016 en el Museu de Arte de Rio de Janeiro. En el texto perviven las marcas de la oralidad y, dado que su auditorio es extranjero, se explican varios sobreentendidos, haciendo su lectura sumamente grata. Allí Sarlo menciona algunos de los textos que leeremos a continuación. Podríamos pensar que, ante la falta de notas del editor del volumen que justifiquen o expliquen la elección de los cuatro textos antologados, su origen y publicación en libros o revistas, ya sea en vida de Benjamin o póstumos, la intervención de Sarlo es, de algún modo, el empuje por reunir esos textos. Dicho de otro modo, los textos de Benjamin fueron coleccionados para ejemplificar con detalles la intervención de Beatriz Sarlo en 2016 y no al revés.
Sarlo nos avisa que se va a dedicar a dos tipos de reunión de objetos llevadas adelante, de modo más o menos constante y accidentado, durante la vida de nuestro materialista dialéctico: la colección y la biblioteca. Sabemos que el Angelus Novus le perteneció, que cogitó venderlo como último recurso para un último recurso, su viaje al exilio norteamericano, tan postergado y tan final, sabemos que recorrió bibliotecas, que sus libros transitaron por toda Europa, sabemos que a un oscuro bibliotecario francés, Georges Bataille, le dejó una de las dos copias del resultado de esos trajines y peripecias, el Libro de los Pasajes, como lo conocemos en castellano (y dicho sea de paso, edición española de Akal que Sarlo afirma no consultar tanto como la brasileña de la UFMG). Una colección, en las palabras de Sarlo, es “un conjunto disgregado de discursos, de comunicaciones, que solo puede tomar sentido si alguien comienza a organizarlos”. Por definición, la colección está siempre incompleta. Ese vacío original, ese fantasma, alimenta su utopía. Una vez completada y saciado el deseo que la mueve, muere. Y ese rasgo, para Sarlo, puede trasladarse a la caracterización de Walter Benjamin en tanto “su vida de ensayista fue por definición la persistencia en lo incompleto”.
Tanto la colección como la biblioteca son dotados de adjetivos profundamente benjaminianos: caracterizadas por el valor, son, al mismo tiempo, propias de la cultura y de la barbarie, y esconden o develan una dimensión infantil. Es en esa belleza infantil, la misma que exploró Benjamin en Calle de sentido único, que puede comenzar a operarse la redención del objeto. El coleccionista, según Sarlo que era según Benjamin, distingue lo viejo de lo anticuado y sabe encontrar allí una marca de historicidad. El coleccionista es capaz de pensar el objeto, de sopesarlo, de reflexionar sobre él en el marco de una colección, es decir: de forma paradigmática. En este momento, resulta increíble –y hasta produce cierta pena– la distancia apenas geográfica entre dos notables contemporáneos: Walter Benjamin y Aby Warburg. Consta que Benjamin lo citó en los aparatados sobre la melancolía en el Origen del drama trágico alemán, pero no hubo un vínculo entre esos dos judíos errantes, grandes coleccionistas constelacionales, nocturnos y melancólicos.
Uniendo ambos tipos de herramientas o modos de aproximarse al mundo, Sarlo dirá que Benjamin era un coleccionista de citas. Esa colección propia de alguien que siente pasión por el trabajo en el archivo –y una de las fotografías que más se repite es, precisamente, de su trabajo de copia en fichas, sentado en una mesa de la Biblioteca Nacional de Francia, debruzado sobre el papel– se verifica en sus textos. Para Benjamin, recordemos, “las citas son como salteadores de caminos que irrumpen armados y despojan de su convicción al ocioso paseante”. Hay una potencia en la cita. El trabajo de los Pasajes, entonces, es como aquella vieja tarea del kintsugi: las citas son los fragmentos de una totalidad perdida apenas unidos por el hilo invisible del azar, del discurso o, mejor, del montaje. En una escala menor, y si tenemos el oído afinado, podemos encontrar ese modus operandi en esta antología. Lo que Sarlo denominó, en otro trabajo, el “método Benjamin”, esto es: un conjunto de procedimientos diverso e inestable: el collage, la colección de citas, la presentación poética inmediata antes que la retórica de la argumentación, la mirada microscópica, las calcomanías, la atención a lo concreto que hace posible una historia materialista de la cultura, lo podremos leer en el pasaje de un ensayo a otro de la colección que aborda la colección, El coleccionismo. Entre los cuatro textos, así, se establecerá un diálogo a partir de frases levemente similares o incluso repetidas, frases que aparecen y reaparecen, frases que conocemos de otros textos, frases, en fin, que nos presentan a Benjamin como un pionero de una de nuestras actividades cotidianas: copiar y pegar.
La materialmente bella edición de Godot reúne cuatro textos traducidos al castellano rioplatense por María G. Tellechea y Martina Fernández Polcuch. Tres son de 1931 (“Desembalo mi biblioteca”, “El coleccionista” y “Para coleccionistas pobres”) y uno es de 1937 (“Eduard Fuchs, coleccionista e historiador”). La única indicación del origen de los textos es una nota al pie en el título de “El coleccionista”, que indica que se encuentra en la entrada H del Libro de los Pasajes. Nada más. Ninguna noticia sobre los demás textos. ¿De dónde fueron retirados estos textos? ¿Quién se adjudicó la tarea del editor? Nada sabemos. Es un descuido innecesario que empaña el empeño gráfico y editorial.
Del conjunto, el texto de 1937, apenas posterior al ascenso de Hitler al poder, como se descubre en la frase que cierra sorpresivamente el texto, es el más conocido o, acaso, el más citado, aunque eso no quiera ser un sinónimo de su lectura. Presenta la vida y obra de Eduard Fuchs, un pionero, un curioso coleccionista de cosas que hasta él no se resguardaban: la prensa gráfica humorística y sus caricaturas, el arte erótico y el cuadro de costumbres, entrelazadas con una profunda reflexión materialista sobre la historia, la memoria, la prensa, el vestigio. A todas luces, su figura es profundamente benjaminiana. Su lucidez estuvo en entender el arte, dirá Benjamin, de forma materialista en pleno siglo XIX. Eso le permitió enfrentarse a su época como una experiencia de carácter único, deteniendo el flujo de la historia en el presente, dinamitando su continuum. Y en el estudio de los residuos de la cultura radicó su fuerza, que Benjamin rescata de un modo centellante: “No existe documento de la civilización que no sea a la vez documento de la barbarie”.
Fuchs rompió con toda una idea clásica del arte, presente incluso en Marx, rompió con los parámetros de lo bueno, de lo bello, de la armonía, de la unidad. La del coleccionista, a diferencia de las del viajante, el flâneur, el jugador o el virtuoso, no es una figura romántica: es una figura moderna, que se asemeja más a la del fisionomista. Fuchs estudió el arte contemporáneo de su tiempo y, dentro de él, aquellos rincones despreciados, desvalorizados. Fue, al mismo tiempo, un coleccionista y un historiador. Le dio su justa importancia a la técnica de la reproducción y a la recepción masiva –analizadas por Benjamin en un famoso ensayo de esos años precisamente, cuyo aire aquí se reproduce o recuerda–, indagó con eso en el concepto de genio y de originalidad, destacando el carácter de hechura del arte, su materialidad. Fuchs, y esto es importantísimo, extendió los límites de la noción de valor más allá de la firma del maestro, devolviéndole a la obra su lugar en lo social. La colección de Fuchs hizo entrar otras cosas en el espacio del arte, porque la operación-Fuchs consistió en forzar esos límites con el montaje de colecciones fuera del restringido mundo mercantilizado del arte: “en términos históricos, tal vez parezca el mayor mérito de Fuchs haber encauzado la liberación de la historia del arte del fetiche del nombre del maestro”. Todo está en el montaje, la mirada.
El segundo texto antologado es bellísimo, “Desembalo mi biblioteca. Un discurso sobre coleccionismo”. Es el más gráfico de todos y nos invita a imaginar una situación: mientras desembala, una vez más, después de tantas mudanzas y tanto, su biblioteca, Benjamin recuerda y reflexiona. Es la dichosa melancolía que pone en funcionamiento la máquina de la memoria. Aquí será un coleccionista quien hable, reflexione y recuerde, es un texto sobre la relación del coleccionista y sus objetivos, sobre la actividad de coleccionar más que sobre una colección particular (como es el nombre, por cierto, de uno de los últimos textos de Perec). El orden, la disposición, dirá Benjamin, “es tan solo un dique de contención para la marea viva de recuerdos que arremete contra cualquier coleccionista que se ocupe de lo suyo”. La colección, continuará, es una pasión que linda “con el caos de los recuerdos”. Y es aquí donde, nuevamente, reaparece el fantasma de Warburg, su biblioteca y su idea del buen vecino: “cualquier tipo de orden no es más que un estado provisorio flotando sobre el abismo”.
Benjamin define la existencia del coleccionista en la tensión dialéctica entre el orden y el desorden, en un vínculo muy misterioso con la propiedad, arcaico, vinculado con el tabú, en un cierto anacronismo, en una relación con las cosas en tanto cosas, que se adoran y estudian, más allá de su función, provecho o utilidad. La colección es el círculo mágico donde el coleccionista encierra un objeto para perpetuar aquel escalofrío del momento primero de la adquisición. De ahora en adelante, en ese contexto, el objeto será parte de una enciclopedia mágica, su verdadero destino, dado que, como si de una esencia se tratase, de allí podrá leer –él y sólo él, dado que una colección, con su orden y criterios, tiene siempre algo de impenetrable e incomprensible para los ajenos– sus aspectos fundamentales: época, región, oficio, antiguos propietarios. Entre ellos se creará un compromiso y, también, un vínculo amoroso: el destino de cada objeto, de cada ejemplar, si de una biblioteca se trata, es toparse con el coleccionista y su colección. Es el destino. Amor fati. Para el objeto, es un renacimiento, el comienzo de una nueva vida. Para el coleccionista, es una fragmentación y perpetuación de la vida, dado que es él mismo quien vive en cada uno de esos objetos. Es la renovación del viejo mundo la pulsión que mueve al coleccionista. Y para ello, el coleccionista se sirve de su instinto táctico, entre lo infantil y lo anciano, un instinto primigenio, de caza.
El tercer texto de esta colección es “El coleccionista”, también fechado en 1931 y perteneciente, según se nos aclara en una solitaria nota al pie, al Libro de los pasajes. La estructura, por ello, es distinta a los demás textos. Aquí tenemos una colección de citas levemente hilvanadas. Una colección de citas alrededor de un círculo mágico. Y, del mismo modo que un objeto cuando entra a su colección y adquiere otro significado en la convivencia con los demás objetos, las citas dispares ganan nuevos sentidos, ocultos, amenazantes, latentes, en ese roce entre los fragmentos. “Coleccionar –y podemos agregar, entonces, ahora, en una adenda a la cita benjaminiana, y leer– es una forma de ejercer la memoria práctica”. Al gran coleccionista, dice Benjamin, las cosas lo toman por asalto. Esa es su experiencia. La del lector, también, si recordamos la imagen del salteador de caminos. La colección, como la lectura, es algo vivo. Por eso, los fragmentos que leemos aquí y que nos suenan familiares, porque los hemos leído en otros textos del propio Walter Benjamin, también se resignifican, ya sea porque, aunque sean similares o idénticos, el contexto los dota de otras aristas o porque, situados entre paréntesis, descubrimos allí el embrión de futuros textos, apenas esbozados, anotados para ulteriores desarrollos. El Libro de los Pasajes, así, descubre, en la incompletud característica de toda colección– y el proyecto de los Pasajes es una de las grandes obras incompletas de todos los tiempos y por antonomasia–, su estado de pura potencia.
“Apropiarse de un objeto es convertirlo en sagrado”, anota Benjamin de La conscience mystifiée. Y coleccionar tiene que ver con estudiar. De allí que toda colección suponga un culto, una dedicación, un lenguaje privado. Y Benjamin, no perdamos de vista esto, porque –como bien sabemos los paranoicos– todo tiene que ver con todo, escribe esto cuando las cosas empiezan a ser fabricadas en masa, cuando lo estandarizado de la producción masiva le sustrae el aura al objeto, cuando la relación del coleccionista con sus objetos se vuelve arcaica, cuando pierde la lucha con la dispersión, cuando las correspondencias –como en aquel poema de Baudelaire– y las afinidades son difíciles de establecer.
El último texto antologado es también de 1931, “Para coleccionistas pobres”. Un elemento que fue considerado, con mayor o menor atención, en los textos anteriores fue el de la riqueza necesaria para comenzar o mantener una colección. En esta última ocasión, Benjamin analizará el precio de los libros de colección, sus oportunidades y técnicas de apropiación. Primero, procede a dividir los libros en tres tipos: libros antiguos, libros nuevos y, una clase intermedia, libros envejecidos, aquellas primeras obras en sellos pequeños de autores que luego llegarían a consagrase o de olvidados del pasado reciente. Es claro, sobre este último grupo va a posar Benjamin su mirada: hará gala de algunos ejemplos y hasta dirá ubicaciones donde poder adquirirlos, como aquella temprana columna de la revista Ñ, que recomendaba algunos libros que se podían encontrar en las librerías de viejo o saldados.
Hubo un boom del coleccionismo privado después de la revolución francesa, en el siglo XIX. En principio, se intentó hallar todo aquello que había sido destruido, robado o desplazado de las bibliotecas, museos o catedrales. La colección, en ese contexto, es la búsqueda de una huella, una reparación. El interior del hogar, nueva escena de la intimidad burguesa, sirvió de escenario para esta nueva materialización de la exposición, ajena al valor utilitario. El siglo XIX fue un siglo clave para Walter Benjamin, sobre él extendió su gran colección de citas. El coleccionista se place del proceso sin un objetivo. Por eso, al partir hacia el demorado exilio, da por acabado o abortado el proyecto y se lo deja a aquel colega francés para que lo oculte en la gran biblioteca parisina. Enfrentados a ese bodoque, sus lectores entendemos que privada de su coleccionista la colección pierde su sentido. No extraña entonces que la cercanía del coleccionista con su colección sea, hasta cierto punto, corporal. Suicidado por el fascismo, de Benjamin apenas nos quedan estos luminosos fragmentos, aún luminiscentes en los momentos de peligro.
7 de diciembre, 2022
El coleccionismo
Walter Benjamin
Traducción de María Tellechea y Martina Fernández Polcuch; prólogo de Beatriz Sarlo
Godot, 2022
160 págs.