En estos momentos ─y por extensos momentos venideros, auguran algunos especialistas en la fe científica─ el coronavirus acecha, en un silencio estruendoso, vastos territorios del planeta. Como un ladrón imbécil, merodea casas afanado en un único objetivo ─subsistir─ y espera, invisible, nuestros olvidos, negligencias o, sin más, nuestro desinterés, para hospedarse en nuestros cuerpos y mentes, en nuestro hogar.
Alentada sin embargo por un inesperado hecho noticioso –el consenso de los diarios nacionales a la hora de publicar la misma tapa: Al virus lo frenamos entre todos–, mi cabeza, arbitraria como de costumbre, asocia este hecho comunicacional con otro virus, el literario, y en particular con un género que ha tenido a los medios de masas, en concreto el diario, inscripto en su médula: el policial. Como sabemos, Auguste Dupin, el cerebral y libre pesador que E. A. Poe creó a mitad del siglo XIX, fue capaz, con un diario como herramienta investigativa, de comenzar a resolver el terrible caso no de un virus, claro, sino el de un salvaje asesinato que tuvo lugar en una pensión de la calle Morgue, en París
Pero más allá de la incidencia de los medios de masas en las letras, es la esperanza y la productividad de la que es capaz la literatura (atributo que, quisiera creer, comparten también la crítica y el ensayo) la que ha hecho de circunstancias de confinamiento y de espacios fuertemente restringidos ─como las que debemos experimentar por razones de seguridad sanitaria en esta época─ un lugar para el arte, el entretenimiento, el pensamiento, el lenguaje.
Walter Benjamin, paradójicamente, sostiene que es la sociedad de masas, la ciudad superpoblada y tecnológica con sus nuevas prácticas, la que genera las condiciones del policial: la masa anónima es la cabal representación del otro, amenaza que se individualiza en el criminal que lleva a cabo los asesinatos y se camufla en la multitud citadina. En otros términos, los espacios abiertos y atiborrados de gente desconocida propician la amenaza requerida para el tipo de delincuente que el género necesita y la aparición de su personaje específico, el detective.
No pretendo aquí, sin embargo, postular analogías entre aquel afuera hostil y el nuestro, apestado de coronavirus, sino enfocarme, como dije antes, en lo enriquecedor de un espacio que parece exiguo por definición, donde todo es falta. En este caso, prefiero pensar la potencialidad que subyace a cualquier recinto mínimo, a una clausura que, vista desde otra perspectiva, podría experimentarse agotadora y asfixiante. Mejor dicho, la potencialidad que la literatura y los grandes escritores y escritoras han sido capaces de percibir en ellos, a partir de ellos; de convertir su superficie y sus recodos –tan peligrosos para nosotros hoy– en un símbolo que condensa significaciones inimaginables, susceptible, incluso, de propagar reivindicaciones políticas (se me ocurre en este instante el cuarto propio de Virgina Woolf).
La pequeña habitación en la que me veo confinado a escribir estas líneas, el color crema que un pincel desganado dejó sobre la pared con la que choca mi vista y que de cuando en cuando produce alguna que otra ráfaga de malestar que me atraviesa la espalda y llega a mi cabeza, se transforma, gracias al intelecto creativo de un escritor como Poe, en el espacio vital, fundamental y suficiente para hacer de él un lugar emblemático, casi tan necesario como el detective: el cuarto cerrado. Como se recordará, el relato de Poe gira en torno al siguiente enigma: una mujer y su hija han sido salvajemente asesinadas en su pequeña habitación de pensión, aunque el drama o desafío intelectual se le presenta a Dupin (y al lector, claro) al momento de hallar una resolución lógica al problema de la forma: ¿cómo ha sido posible que el criminal cometiera sus asesinatos si el cuarto permanece cerrado por dentro? ¿Cómo ha escapado? En caso de que desconozcan o hayan olvidado la trama, dejo en manos de los valientes lectores de este texto la decisión de acudir al cuento por la respuesta.
Me gustaría creer que lo que fascina de "Los crímenes de la calle Morgue" es, justamente, que semejante misterio pueda desplegarse desde un lugar tan ínfimo.
La lectura, por cierto, obliga a una relación de máxima proximidad física con el libro ─sea de papel o digital─, en la que la apertura y la distancia espacial queda obligatoriamente clausurada. En el íntimo y vasto diálogo que he tenido hace unas horas con Mandíbula, la novela de la ecuatoriana Mónica Ojeda, una escena de lectura semejante se extiende ante mí. La terrorífica trama del texto se abre con una estudiante secundaria de una elitista escuela católica que, maniatada, comprende que ha sido secuestrada por su profesora de Lengua y Literatura. Mandíbula tiene esa fascinación por la adolescencia femenina ─aspecto que comparte muy de cerca con Mariana Enríquez─ y por un nuevo tipo de narraciones de horror, las creepypastas, historias terroríficas que circulan por la web, creadas por uno o una red invisible de usuarios. Ojeda se detiene con particular interés en una de esas historias. Encerrada de noche en su habitación (encierro por el que opta, preferible a compartir tiempo y espacio con familiares), una joven escucha por la web una canción perturbadora, Mothers eats Daughter, cuando el picaporte de su puerta comienza a girar. Alguien, sin llamar previamente, quiere entrar. De repente unos golpes violentos en la puerta terminan por paralizarla. Del otro lado de la habitación, desde la oscuridad del pasillo, la voz de su madre, que suena peculiarmente dulce y ronca, le pide entrar en busca de los aros que le ha regalado para su último cumpleaños. Atemorizada, la joven pausa la canción de la madre devoradora (en rigor, se trata de sonidos que reproducen los ruidos de una boca comiendo carne) y junto con el silencio salvador llegan las luces del auto de la madre, que iluminan la habitación desde la calle y desciende del coche con las bolsas de los mandados. Del otro lado de la puerta ya no llegan preguntas ni pedidos ni golpes.
Esta canción terrorífica invoca a la Madre ominosa ─monstruo por antonomasia de la novela─ pero es la cerrazón del cuarto lo que habilita, en última instancia, la historia misma y el efecto terrorífico. "Todos [los que habían reproducido la canción] tenían eso en común: habían estado en algún sitio de sus casas con las puertas cerradas. Nadie podía decir qué hubiese ocurrido de otra manera, si no hubieran estado encerrados, ni por qué algo tan sencillo como una puerta detuvo a quien sea que estuviera allí, tras los cerrojos".
Me gustaría creer que el cuarto cerrado, entonces, brinda una condición ─si no necesaria─ ideal, perfecta, para fortalecer uno de los momentos más significativos del género de terror (y de sus aledaños).
Esta candorosa y esperanzada lectura se aferra, con la fuerza que da la arbitrariedad, a la idea, nada original por cierto, que ya he esbozado: en lo que respecta al policial y al terror, la libertad y la expansión creativas se nutrirían de un lugar cerrado y exiguo, puesto que allí se juegan, gracias a la escritura de un verdadero artista, nuestras pulsiones atávicas, nuestros desafíos psicológicos e intelectuales más extremos, nuestros terrores indecibles, y nuestra esperanza más brillante. Está en nosotros, en nosotras, resolver los enigmas cotidianos y lidiar con el pánico que sentimos del otro lado de nuestras puertas y ventanas; está en nosotros, en nosotras, hacer de estos espacios muertos un espacio artístico, siendo el arte lo que es para toda una tradición humanística: una forma de conocerse a uno mismo, y a la sociedad a la que se pertenece.
25 de marzo, 2020