No es usual pero tampoco sería descabellada una leyenda que indicara debajo del título de El demonio en la colina de los lobos, de Dimitri Rouchon-Borie (1977, Nantes), una “advertencia al lector, situaciones de alto impacto pueden herir su sensibilidad”. Ciertamente esta novela entra en la biblioteca de la que hablara Kafka, entre otros, poblada de libros que son o deberían ser “un hachazo que quiebra el mar helado que llevamos dentro”.
La fortaleza de El demonio en la colina de los lobos no está solo en el horror que cuenta sino especialmente en la inocencia con que es narrado. “Voy a escribir cosas sucias y me gustaría que me perdonen aunque leer es menos malo que soportarlas eso lo querríamos evitar todos. Le di vueltas en la cabeza a mi mejor diccionario pero ahora yo sé que esto lindamente no se cuenta. Entonces lo voy a decir así y ustedes van a entender”. La etiqueta “cosas sucias” encierra y despliega violación, incesto, destrato inhumano de los padres a un grupo de niños, entre ellos Duke, el protagonista narrador, que viven encerrados en una habitación donde comen miserias y duermen en el piso, formando un nido como un único cuerpo, apretujados para darse calor y protegerse de las constantes agresiones. “Un árbol podrido con sus raíces en el pantano de la infancia para siempre”, sintetiza el muchacho ya en la celda donde escribe en una vieja máquina que le prestó el director de la institución. Como un pequeño salvaje nacido en la selva, vive en la colina de los lobos en una habitación sórdida, nadie le enseña a hablar, desconoce las normas elementales de intercambio social, incluido su nombre y el de quienes lo rodean. Padece el miedo al demonio que es legado por su padre y habita su interior. “Los hombres son cosas vacías y a veces su vida se llena de bien y a veces de mal y a veces está dividido y se hace una lucha”. Es castigado, sin saber por qué, y enviado al sótano de la casa, tal como luego conocerá el pozo, su equivalente carcelario. La causa de su encarcelamiento es develada poco a poco.
Los cuarenta y cuatro capítulos breves entrecruzan el relato de su pasado de pesadilla con la vida en la prisión y los otros detenidos, las visitas de un cura que le deja primero la Biblia y luego Las Confesiones de San Agustín que lee con interés, y sobre todo datos y reflexiones sobre su propia obra y destinatarios posibles de sus escritos. No hay bajada de línea ni consejos morales sino una conciencia tardía de haber empezado la vida castigado “por cosas que yo todavía no había hecho”. Está en las antípodas de las grandes teorías sobre el perdón y la resiliencia, el texto simple y profundamente interroga. Así es que despierta a la vez ternura y piedad por sus sufrimientos, y rechazo por sus arrebatos de violencia desmesurada. Una víctima que no deja de serlo y deviene verdugo. “Yo sé que es incomprensible pero ustedes caminan sobre un puente y yo sobre un hilo así que por piedad déjenme tener mis razones”. Su carga es demasiado para una sola persona. No hay esperanza. “Uno cree que se topó con el límite y después hay un poco más”.
El lenguaje acompaña las desgarradoras circunstancias de los personajes, con un ritmo liberado de las reglas de puntuación y ruptura en la sintaxis, una escritura bruta, pura, como navegación en tormenta, saturada de imágenes y sensaciones, eruptivo, tan violento como poético. La novela le pone una voz a las miles de tragedias anónimas que no tienen palabra. Y el traductor Ariel Dilon hace un trabajo notable.
23 abril, 2025
El demonio en la colina de los lobos
Dimitri Rouchon-Borie
EME, 2025
164 págs.