“Todas las palabras son inventadas”.
Esta premisa, aunque leve –o de formulación simple–, podría alumbrar ideas radicales, consecuencias o derivaciones drásticas. Si todas las palabras son inventadas –y en efecto lo son–, el mundo, las formas de representarlo, su interpretación, quedan automáticamente teñidos de una inestabilidad, de una vibración engañosa; sus frecuencias constitutivas se nos antojan de repente arbitrarias y todo puede ponerse en cuestión. El ser queda preso, entonces, de la incertidumbre del lenguaje y no le resta más que bregar a ciegas por la construcción de un mundo nuevo pero tentativo, provisorio, una ilusión. Con suerte, una ilusión compartida.
Tal vez, este abismarse, este asomarse al vértigo del lenguaje, sea lo único que un lector quisquilloso podría añorar cuando lee El diccionario del mentiroso, la primera novela de la británica Eley Williams, que llega a la Argentina de la mano de Sexto piso con traducción –épica, heroica– de Mariano Peyrou. Una novela a la que, por lo demás, le caben calificativos como sagaz, encantadora, entretenida, inteligente y quién sabe qué más. Pero ya volveremos sobre este abuso de la sinonimia. Ahora vayamos, pronto, a la premisa argumental.
En el último año del siglo XIX, decenas de lexicógrafos trabajan en la confección de un diccionario enciclopédico para la pujante editorial Swansby. Parecen tomarse el asunto en serio: la obra resultante tendrá competidores de fuste como la célebre Enciclopedia Británica o el riguroso Oxford English Dictionary. Entre este grupo de expertos hay uno –algo gris, tenue– llamado Peter Winceworth, cuya única extravagancia es fingir que cecea y cuya vida está a punto de abandonar la senda de la previsibilidad. Dejémoslo por ahora ahí, en el Londres decimonónico, abocado a definir vocablos que empiezan con la letra S, y demos un salto sobre la línea del tiempo.
Ya en el siglo XXI, la editorial Swansby se ha transformado en una compañía en ruinas, con sus finanzas deshilachadas, cuyo majestuoso y ahora lóbrego edificio tiene sólo dos oficinas ocupadas: la de su director y la de su única empleada, la becaria Mallory, nuestra segunda protagonista. ¿Por qué ha quebrado esta editorial que cien años atrás parecía tan vigorosa? Hay varias razones, pero una que sobresale: las guerras, el apremio económico causaron que aquel diccionario en el que se afanaban los lexicógrafos victorianos debiera circular en una versión palmariamente incompleta. El diccionario Swansby sólo es famoso por estar inacabado.
Sin embargo, no es sólo eso. Hay algo más: el diccionario contiene entradas ficticias, o falsas, o fraudulentas. Pero esto no ha salido completamente a la luz, es un hecho grave pero que fue eclipsado por las otras fallas, más evidentes, de la enciclopedia. Es algo que, entonces, aún puede enmendarse. Así se lo dice el director de la editorial a Mallory: la única salida para Swansby es digitalizar el diccionario, pero antes es mandatorio rastrillar, encontrar y exterminar todas esas palabras inventadas que contaminan sus páginas. Y es entonces que ella responde:
“Todas las palabras son inventadas”.
Sin embargo, Mallory no piensa, ni dice, qué implicaciones tiene esto de que todas las palabras sean inventadas. Y eso que la novela es profusa en reflexiones sobre el lenguaje. Abunda en acepciones, en etimologías, en epónimos, en onomatopeyas, en órdenes alfabéticos, en fantasías sobre palabras necesarias e inexistentes. Por ejemplo: “peculequia (f.). Fantasía de que con dinero se puede conseguir cualquier cosa”.
Pero El diccionario del mentiroso no es un libro sobre semiólogos, no es un libro sobre poetas, no es un libro sobre estructuralismo, ni psicoanálisis, ni lógica: es una historia sobre lexicógrafos. Sobre las palabras entendidas como piezas de museo en un estado previo a la exhibición: taxonomía y cosmética. Incluso Mallory y Winceworth reflexionan, cada quien en su siglo, sobre este asunto: se cuestionan sus roles, sus posiciones en la rueda incesante de la semántica. Hacen diccionarios y se preguntan si no son los taxidermistas del lenguaje.
Estas preocupaciones de los protagonistas se refleja en la organización de los capítulos de la novela, presentados según una analogía mecánica con los diccionarios. Un prefacio y luego una entrada por cada letra: “A de astuto (adj.)”, “B de bluf (m.)”, “C de crypsis (f.)”, etc. Es este tipo de juegos lo que provoca que la novela sea –ya lo dijimos– amena, astuta, ingeniosa, en un punto tierna, seguramente atractiva, pero también algo superficial. O tal vez decir superficial sea demasiado: diríamos, más bien, que adolece de un exceso de profesionalismo. En el sentido de que se deja ceñir por protocolos –tal vez académicos– sobre cómo debe escribirse una novela, un celo pericial en el armado, en la cohesión de la arquitectura narrativa que nos despierta una –¿injusta?– nostalgia por textos más salvajes, más impredecibles, relatos donde irrumpa lo imprevisto, que se rompan.
¿Dijimos historia un par de párrafos arriba? Sí, veníamos hilando una historia que nunca conviene anticipar demasiado. Mallory tiene una novia que la presiona para que asuma públicamente su lesbianismo; Winceworth conoce a una mujer enigmática y prohibida que controvierte todo su universo; Mallory recibe amenazas telefónicas; Winceworth mete una pluma estilográfica en la garganta de un pelícano; hay fiestas, borracheras, orgías, hay un fonoaudiólogo que quiere quitarle a Winceworth el ceceo simulado... Y también hay una explosión que da pie a las mejores páginas de la novela. Pero no digamos más. Ya nos lo advierte una de las entradas fraudulentas del diccionario Swansby: “agrupción (f.). Irritación causada por el hecho de que a uno le estropeen el desenlace de una historia”. Porque, tal como bien dice Mallory:
“Todas las palabras son inventadas”.
Tiene razón, claro. Aunque, desde ya, no es lo único que son. Las palabras no son sólo inventadas. Son también, y sobre todo, partes de una red lanzada al mundo, que algunos llaman el espacio de la otredad. Aparejos de pesca existenciales. Las palabras son, quizá, un poco como los neutrinos, esas partículas subatómicas que atraviesan nuestros cuerpos, nuestro planeta con algún mensaje cósmico que, por el momento, nos resulta indescifrable. Mallory lo sabe, Winceworth también. No terminan de decirlo pero lo saben. Podemos expresarles a ellos y a Eley Williams nuestro agradecimiento. De algún modo nos han recordado hasta qué punto nos debemos a las palabras, estas mínimas unidades retóricas que balbuceamos porque casi no tenemos otro modo de cernir lo real, o de acorralar el sentido. Siempre inasibles, siempre inaprensibles los dos: lo real y el sentido.
4 de mayo, 2022
El diccionario del mentiroso
Eley Williams
Traducción de Mariano Peyrou
Sexto piso, 2021
274 págs.