Este año se cumple el centenario de la publicación de La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, una de las obras capitales de la literatura mundial.
El primer cuarto del siglo XX ha sido pródigo en obras maestras que se erigieron en pilares, en monumentos literarios que perviven y continúan siendo referencias inevitables, tanto desde una revisión histórica como en la escritura contemporánea, ya sea para impugnarlas, transformarlas o continuar el camino estético que estas han inaugurado. En un rápido recorte, el Ulises de James Joyce, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, las novelas inconclusas de Franz Kafka y Mrs. Dalloway de Virginia Woolf son indiscutibles muestras de la calidad y la productividad de este periodo, signado por la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la caída de los grandes imperios.
Sin embargo, la lista no concluye allí y hay otras obras que, aun sin gozar de la difusión y el unánime prestigio de las citadas, forman parte de ese selecto grupo de novelas imperdibles, necesarias para comprender el devenir (y disfrutar) de la literatura occidental del siglo pasado. Una de ellas, la que me interesa presentar en estas líneas, es La conciencia de Zeno, firmada por Italo Svevo y publicada por primera vez, en italiano, en 1923.
Italo Svevo, pseudónimo definitivo de Aaron Ettore Schmidt, nació en 1861, en Trieste, cuando la ciudad y su puerto, aunque reclamados por los italianos, formaban parte del Imperio Austrohúngaro. Jan Morris, en su libro dedicado a la ciudad: Trieste o el sentido de ninguna parte, la define como un territorio difuso capaz de provocar lo que denomina “el efecto Trieste”, la sensación de escarparse del tiempo y de encontrarse en ninguna parte. Lo cierto es que de ser un poblado menor, la creación imperial de un puerto franco, en 1719, la convierte en un emporio comercial que le disputa a Venecia la supremacía del Mar Adriático. Doscientos años después, finalizada la Primera Guerra Mundial, Trieste se integra al Reino de Italia, cumpliendo el sueño de los irredentistas, y desde allí parte Gabrielle D'Annunzio rumbo a su delirante aventura por el Fiume. Seducida y cooptada por el fascismo, ocupada luego por los nazis y liberada por las tropas yugoslavas y las neozelandesas, pasa a ser un Territorio Libre hasta que, recién en 1954, vuelve a integrarse a la República italiana.
Ettore pertenecía a una familia judía (asimilada) de la burguesía dedicada al comercio; era el sexto de los ocho hijos que alumbraron Allegra y Francesco y, antes de la ruina familiar, a causa de la especulación financiera y las pérdidas en el juego, se educa en el colegio alemán de Segnitz. Tras realizar el servicio militar, obligado por las penurias económicas, comienza a trabajar en la sucursal triestina del Union Bank de Viena. Luego de casarse convenientemente con su prima segunda, Livia Veneziani, quien sería la heredera y curadora de su obra, ingresa en la próspera empresa de barnices marítimos que era propiedad de su suegro, en la cual logra mantenerse en una holgada situación económica.
Por aquellos años, en las postrimerías del siglo XIX, en el amanecer del XX, Trieste era una ciudad de frontera, alejada de las capitales, del poder y de los enclaves en los que se congregaban los hombres y las mujeres dispuestos a reformar o revolucionar las artes. Svevo vivía en los suburbios de Europa, sin relaciones influyentes en el campo intelectual, ni grandes oportunidades de establecer amistades que estuvieran vinculadas con sus intereses. Sin embargo, desde su juventud, escribía. Fumando el resto de sus sesenta cigarrillos diarios, vicio contra el que se proponía, fallidamente, vencer, escribía. Luego de cumplir su trabajo en el banco, y tiempo después, durante sus viajes comerciales por Francia e Inglaterra, en los trenes y hoteles, finalizada una cena que cerraba un negocio o de vuelta en su casa, robándole horas al sueño, Ettore Schmitz se convertía en Italo Svevo y escribía. Al igual que Fernando Pessoa, que Konstantinos Kavafis, que tantos hombres y mujeres que combinan una doble vida, en Schmitz / Svevo convivían Jekyll y Hyde, la faceta diurna del correcto marido, padre y hombre burgués y la nocturna, dominada por la improductiva y antieconómica, pero incontenible pasión por la escritura literaria. Como concluye Maurizio Serra, autor de la extraordinaria biografía La antivida de Italo Svevo, “El desdoblamiento entre arte y vida es un fenómeno común en una Mitteleuropa en la que soplan los vientos de la modernidad”.
Durante su juventud, entre los 20 y los 30 años, publicó bajo diferentes seudónimos artículos, críticas teatrales y algunos cuentos en periódicos locales, Il Piccolo y L'Independente, y Ettore Vram, un editor local, publicará sus dos primeras novelas: Una vida (1893) y Senilidad o Senectud, según la traducción (1898), que no obtuvieron más que algunas escasas reseñas positivas, pero que se revalorizarían recién con el éxito de La conciencia de Zeno. Especialmente Senilidad, que narra la atormentada relación amorosa entre Emilio Brentani, un frustrado intelectual de provincias, y la vital y desbordante Angiolina, la muchacha “del pueblo”, que vuelve a editarse y comienza a traducirse a partir de 1930.
Acuciado por las obligaciones familiares y laborales y las preocupaciones generadas por las tormentas políticas y la Gran Guerra, Svevo pasa veinte años escribiendo ocasionalmente relatos y crónicas, hasta que, en 1919, comienza a edificar su gran novela: los episodios centrales de la vida de Zeno Cosini.
El narrador protagonista escribe su vida por indicación de su psicoanalista, el Doctor S. –una incertidumbre que todavía se mantiene es a quién hace referencia esa inicial: ¿a Sigmund Freud?, ¿a su amigo el doctor Edoardo Weiss?–, con la presunción de que así, escribiendo sus recuerdos, llegará a “conocerse entero”. De esta manera, el pacto de lectura que se propone es que estamos frente a las cuartillas que Zeno le envía a su analista como parte de su terapia. Es decir, que nos encontramos ante una suerte de autobiografía, una profana confesión en la que se configuran las obsesiones, los traumas y las frustraciones de un hombre como Schmitz, como Svevo. Pero esa “sinceridad” discursiva se encuentra condicionada por una cuestión idiomática porque Zeno, como Schmitz / Svevo, pensaba en dialecto triestino –la lengua del oikos, de su paese– y escribía en italiano. Por las referencias a Freud y a la teoría del psicoanálisis, se ha propagado, aunque con resistencias, la convincente afirmación de que se trata de la primera novela que tematiza a esta “forma” de la Psicología. Reducir su mérito a dicha cuestión es sin dudas una injusticia, una valoración sesgada.
En La conciencia de Zeno, los capítulos se ordenan por tópicos: “El tabaco”, “La muerte de mi padre”, “La historia de mi casamiento”, “La esposa y la amante”, “Historia de una asociación comercial” y “Psicoanálisis”, sin respetar el carril de la cronología, aunque cualquier lector atento reconoce la sucesión o superposición temporal de los episodios narrados. Cada uno de ellos desarrolla una narración completa que nos permite ir componiendo la personalidad, o las diversas máscaras, de Zeno Cosini. Su enfermiza adicción al cigarrillo, sus celos rabiosos, su arrebatada voluptuosidad, su carácter “enamoradizo”, su hipocondría, el temor frente a la muerte y la constante indecisión que lo lleva a oscilar entre su mujer y su amante, la salud y la enfermedad, el humo o la desintoxicación, el instinto o la moral burguesa. En esa indefinición, señalada por Claudio Magris y Angelo Ara en Trieste. Una identidad de frontera, en esa tensión que posterga las elecciones, el “yo” de Zeno encuentra su identidad genuina: la del hombre que no elige para no perder, la del hombre que, frente a la precariedad de la existencia, encuentra en la ilusión y las fantasías una seguridad que solamente la llegada de la guerra a su ciudad podrá poner en crisis. Sin embargo, la angustia o el malestar no son los efectos que nos acompañan en la lectura. Al contrario, el desbordante humorismo pirandelliano que profesa ese narrador jovial y dispuesto a reírse de sí mismo (“Yo era bastante culto, pues había pasado por dos facultades universitarias y también por mi larga indolencia de años, que considero muy instructiva”) deviene en hilarantes pasajes, como cuando busca casarse y se declara a tres de las cuatro hijas de Malfenti, un intuitivo y brutal empresario; o las idas y venidas, los engaños y absurdos que rodean su patética relación con Carla Gerco, su “ingenua” amante, en la que se entremezcla el deseo, la gratitud, la culpa y el temor a ser descubierto por su esposa. Las alrededor de cuatrocientas cincuenta páginas que forman la novela desencadenan múltiples e incompatibles sentimientos hacia este singular personaje. La pena desgarradora, cuando confiesa el último gesto de su padre, o la compasión; como el desprecio o el rechazo, por ejemplo, en el acoso que acomete contra Ada, su cuñada, y la envidia que siente por Guido, el marido de esta, además de amigo y socio comercial de Zeno. Como sea, la figura de ese hombre inadaptado, inepto, que escribe su vida para conocerse puede resultarnos un horrendo espejo o una invención descabellada, pero es imposible no experimentar un temblor de admiración y una sonrisa trágica frente a ese montón de palabras que proyectan, sin fisuras, las miserias del alma humana.
Posiblemente, es una especulación contrafáctica, la fortuna de La conciencia de Zeno hubiese sido similar a la de las primeras dos novelas de Svevo, si no hubiera tenido entonces la suerte de contar con un lector prestigioso –y un amigo o benefactor– que se enamorara de ella. Porque, por esas curiosidades de la vida, Ettore Schmitz había tomado clases de inglés y mantenía correspondencia con un irlandés que había vivido, entre 1905 y 1915, exiliado en Trieste: James Joyce. Fue justamente él quien, tras recibir el libro, y mientras tímidamente lo elogiaban en Italia Silvio Benco y Fernando Pasini, envió copias a Paris para que lo leyeran Valéry Larbaud y Benjamin Crémieux, quienes reconocieron su originalidad y comenzaron a promocionarlo, en las revistas y en los medios intelectuales franceses. Al mismo tiempo que se preparaba, no sin dificultades y desentendimientos, la traducción al francés de La conciencia..., la novela y algunos de sus cuentos se traducían al inglés y al alemán, mientras que los jóvenes literatos italianos, entre ellos Eugenio Montale, celebraban la obra de Italo Svevo.
Tardío, demorado, pero justo, para un escritor de casi sesenta y cinco años, acostumbrado al rechazo y a la indiferencia, llegaba al fin el reconocimiento a una labor practicada silenciosa e incansablemente. Sin embargo, poco pudo disfrutar Schmitz / Svevo del lugar que empezaba a construirse en la literatura italiana y europea. El 12 de septiembre de 1928, un accidente automovilístico en la carretera, a la altura de Motta di Livenza, lo conducirá al hospital donde morirá 24 horas después. Es un lugar común mencionar que, antes de morir, como hubiera hecho su inmortal personaje, Ettore pidió que le dejaran fumar la ultima sigaretta.
La primera traducción castellana de La conciencia... se realizó en Argentina –subsanando las postergaciones que en España imponía la censura franquista, que consideraba a La conciencia... una novela “pornográfica”– y estuvo a cargo de Atilio Dabini, quien logró su publicación, con el título La conciencia del señor Zeno, en Buenos Aires, en 1953, por el sello Santiago Rueda editor. Recién en los ochenta, Carlos Manzano compuso la traducción para Bruguera, en España, y, a comienzos del dos mil, siguieron las versiones en español de Mercedes Rodríguez Fierro (Gredos y RBA) y de Heber Cardoso (Longseller). Hoy, además de en las buenas bibliotecas públicas, los ejemplares de La conciencia de Zeno se pueden encontrar en librerías de segunda mano, esperando un nuevo lector o lectora que los descubra; en las librerías virtuales y, quizás, excepcionalmente, confundido entre otros títulos con mayor prensa, en los estantes de abajo, en la letra “S” de los módulos dedicados a la Literatura Universal.
3 de mayo, 2023