El director y guionista Robert Eggers nos había sorprendido con su ópera prima, La bruja (2015), un macabro relato de excomunión de una familia de colonos ingleses en la Norteamérica del siglo XVII. Cruzando el horror y los relatos folclóricos, Eggers consiguió tensar con maestría las cuerdas dramáticas de la relaciones intrafamiliares (que estaban de por sí exacerbadas por la expulsión de la comunidad en la que residían). La hija mayor de la familia cobraba de a poco un talante siniestro y esotérico; Eggers supo ir insinuando sus poderes sobrenaturales, que la extrañaban ante la mirada de los suyos y la de los espectadores, para terminar con un fantástico desenlace.
En La bruja podía olfatearse una posición política y fascinante: la mujer entendida como bruja era el resultado de un compendio de voces, miradas, expectativas y prejuicios, del saber popular, de la tradición cristiana, legitimados por decretos reales, que cobraban sentido (y efectos materiales) en el cuerpo de la mujer, y en concreto, en el de la hija mayor de esta familia.
Esa interpretación feminista ─esa posición política del director─ si bien era ambigua, coqueteaba con una problemática de ardiente actualidad como por ejemplo la lucha por las significaciones que se libran en (y sobre) el cuerpo de una mujer.
Con El faro (2019) Eggers lleva su apuesta a un plano de mayor universalidad, como si quisiera borrar cualquier huella espacio-temporal de su narración. Una historia libre de contextos, distante a toda discusión política actual o reciente. De lo que se trata es de los vínculos humanos, del corazón humano, de las amarras que nos atan a la realidad y de cómo la soledad y un pasado culposo pueden convertir nuestra racionalidad en un barco a la deriva, encallado, perdido en las irregulares olas de la locura.
Ilustración de Julia Inclán
Se trata de dos hombres que deben cuidar de un faro en una islita alejada de toda civilización, en un clima gris y hostil. Se trata del jefe, Thomas Wake (un magnífico Willem Dafoe) de rostro mefistofélico, de trayectoria longeva y mezquina, farero embelezado con la devoradora luz giratoria, encargado del seguimiento de su subordinado, dichoso de amenazar con el descuento en la paga ante cualquier error mínimo, en verdad por puro placer. Se trata del subordinado, Ephram Windslow (un correctisimo Robert Pattinson), un joven reticente que necesita un sueldo para subsistir y, por tal motivo, capaz de resistir, hasta cierto límite, el abuso de autoridad del jefe.
Y en efecto, de eso se trata, en varios niveles: de los límites, de cuál es límite al que puede llegar el ser humano antes de enloquecer. De cuáles son los límites o los bordes de la propia personalidad. Diríamos, del hombre, en tanto que la figura de la mujer no existe en el film, o en todo caso, se ofrece asociada únicamente a su tentación fantástica y monstruosa.
Las decisiones fotográficas de Eggers ─filmar en blanco y negro la primera de ellas─ construyen una atmósfera con reminiscencias del expresionismo alemán. El confinamiento enloquecedor se vuelve aún más asfixiante con la relación de aspecto 1:19:1, esto es, un encuadre cuadrado que incomoda la mirada del espectador. La banda de sonido como tal no existe (en la medida en que no hay prácticamente score); el trasfondo "musical" pertinente para semejante trama son los sonidos que metaforizan la insensatez: la llovizna, el viento, y la bocina crónica del faro, que suena circularmente: un indicio de la ruptura de la linealidad temporal. Y sin mesura cronológica, los límites de la estructura de la psiquis se disuelven.
Eggers se inserta en la longeva tradición marítima que Coleridge inmortalizó con La balada del viejo marino. Aunque, por un lado, sus personajes no están varados en el océano, sino rodeados (como lo estaba Víctor Frankenstein de glaciares) de un mar inaccesible y violento; a su vez, la maldición que sufren, convocada también por la matanza de un ave, no los arroja a la inclemencia del océano, sino que los recluye en una tierra firme hostil; y las criaturas fantásticas que habitan en las aguas oscuras e insondables de Coleridge, se vuelven en el film de Eggers criaturas psíquicas, que cifran los deseos indecibles, inconscientes de los personajes.
El faro resulta una pequeña joya, que mezcla el thriller psicológico con momentos de horror, en un escenario que combina lo mejor de la dramaturgia (la película no es tanto más que las discusiones entre dos hombres/actores) al servicio de un cineasta que tiene muy en claro lo que quiere.
20 de mayo, 2020
El faro
Robert Eggers
EE.UU./ Canadá, 2019
110 minutos.