De Louise de Vilmorin tuvimos noticias, en nuestra lengua, por lo menos desde los años '50 del siglo pasado: Santiago Rueda y también Luis Seoane, cuando se abre de Emecé para fundar Editorial Nova (avispados, sherpas, con dos nouvelles de 1951, el año Vilmorin. La de Nova quizá ganada de mano a Rueda: Madame de). En los sesenta la editó y reeditó (a Vilmorin, no a Madame de –La carta en un taxi–) Jacobo Muchnik, y en los setenta (La cama con baldaquinos) Sudamericana. El final de los Villavide, publicada originalmente en 1937, es su quinta novela “argentina”. O para dar crédito a nuestra pereza, no tanto a nuestro rigor: su quinto título todavía localizable, supérstite. Con esta versión confidencial de Eduardo Berti, además, el registro habitual de eclipses del siglo incorpora a la agrimensura de la noche el desempeño y la probabilidad del meteoro. Del residuo ardido.
En la vieja solapa de Santiago Rueda de Juliette (traducida en su tiempo como El desamor por Rosa Daneo, traductora, también, à l'époque, de Nathalie Sarraute) se le informa al lector que «la autora de esta deliciosa novela, es en la actualidad la escritora mimada por la fama y el éxito de crítica y de venta de las letras de Francia. Su genio versátil frecuenta todos los géneros: novela, cuento, teatro, traducciones, cine. De toda esta actividad febril da cuenta a diario la prensa del mundo y el reconocimiento de un premio tan codiciado como el que otorga, en el pequeño Estado de Mónaco, el príncipe Rainier, asistido por un estricto jurado compuesto por otros premiados de fama: Jean Cocteau, Jean Giono». Conviene observar que la solapa omitía (por autoridad de competencia) que esa fama es una gracia destinada a Vilmorin por Madame de y Max Ophüls. Que la llevará al cine en el '53, al inspeccionar en el succès de aquella Primavera (pensamos en Botticelli) “de Madames” (Flaubert, von Kleist, Verdurin, por qué no la Madame de La Pommeraye de Diderot) la presencia de aquello con que lo ha bendecido La Ronde de Schnitzler dos años antes: desplazamiento y circunvalación del dispositivo narrativo (que en Ophüls se traduce en estilema visual: el travelling celestial) para hacer de un par de pendientes que pasan de mano en mano lo que Schnitzler hace del objeto del deseo: caballito de batalla, sí, pero de carrousel.
Todo lo que el tono de la presentación en sociedad (rioplatense) de Santiago Rueda tenía de romance ruritano, de pista de artificios a la Anthony Hope (el pequeño Estado europeo del príncipe Rainier...) o de fábula furtiva (Giono) o de flirt e histeria edgy, vanguardista (Cocteau), se conjuga en El final de los Villavide conforme ciertas dotaciones del sueño (de las cuatro esfinges hermanas de las que se nutre la poesía, como le hubiera gustado oír a Cristina Campo: memoria, sueño, paisaje, tradición) que parecen haber sido retribuidas con el don de engendrar la mano (enguantada) que las prodiga. La café society, la nombradía, el affair (de Malraux a Cocteau; de Saint-Exupéry al conde Paul Pálffy; de Coco Chanel a la mesa de disección del Oulipo o el cosa dice del Nouveau Roman) hacen de la biografía de Vilmorin humedad ambiente –sólo esto, ningún sustrato– para los claveles del aire del demi-monde: la nostalgia de lo nuevo, la figuración del hastío, el apogeo de los tristes ingenios de los shady thirties.
En El final de los Villavide la premisa surrealista (un sillón concebido como un homúnculo, educado como un hijo por el duque de Villavide) es entretenida progresivamente por el desplazamiento circular de unos cuadrantes de delicia (no sólo argumental, sino, sobre todo, especulativa y de dulcísima histeria) que acaban por abandonarla en el centro del relato sólo porque «Tu hijo –como le dirá el caballero Düne a su amigo el duque–, si al fin logras que se case, no impedirá que se pueda bailar en círculos en torno a él». Acaso como todavía bailen en torno al hombre de humo de Aldo Palazzeschi las voces de la duquesa Zoé Bolo Sarta o de la marquesa Oliva di Bellonda en El código de Perelá (esta maniera, este señorío monstruoso del Who's who, parece haber calado hasta los inventarios romanos del Wilcock ultramarino, favolista). Clásica novela futurista (la de Palazzeschi) de la que Vilmorin bien podría haber condescendido –en compañía de los contemporáneos atinentes– lo mismo que César Aira, a título de traductor y a siglo devengado, exigirá de una novela como Hebdómeros: «todavía conserva la inquietante extrañeza que tuvo en un primer momento».
De Chirico, Palazzeschi, los italianos de París. Antes Campo. O a su manera filial, tramontana, Jean Giono. También Calvino. Este último, por cierto, en Vilmorin, se asoma sobre ascuas al empleo intrépido de las figuras de omisión desde los jardines demóticos de Raymond Queneau (demediado, rampante, inexistente). O Berti mismo, nuestro hombre en el Oulipo (quien ha dado a prensas, hace nada, también, una traducción de Alphonse Allais, beneficio de inventario de casi todo). Las pisadas italianas que recogemos en los aposentos de Villavide y Tonay, en suma, nos ponen tras la pista de la temporada que Louise de Vilmorin pasó en 1936 –un año antes de la publicación de El final de los Villavide y distanciada, ya, de su primer marido, el heredero norteamericano (de tres cuartos de Las Vegas) Henry Leigh-Hunt– en la finca de unos amigos aristócratas en Parma, en la campagna. Tanto como del par de meses que el verano de ese mismo año la albergó un Ca' del Cannaregio. Si consumó su touch and go (surrealista, feérico) en la Italia fascista, es parte de nuestra superstición de estilo. Cristina Campo, que lo más cerca que estuvo de las vanguardias fue su amistad sin derechos con el Marqués de Villanova, le sigue, le seguirá, por cierto, preguntando a la infancia de nuestros estigmas: «¿por qué ese terco retorno, hipnotizado, a ciertas imágenes que un día serán reconocidas: emblemas recurrentes, verdaderas empresas heráldicas de una vida?». Lector in fabula
30 de noviembre, 2022
El final de los Villavide
Louise de Vilmorin
Traducción Eduardo Berti
Adriana Hidalgo, 2022
124 págs.