A partir de la evocación de Héctor Bianciotti y su relación con el francés, lengua que adoptó, o por la que fue adoptado, Laura Alcoba incia un derrotero que la llevará a su propia condición de exiliada. Pero lo que en La casa de los conejos se presentaba como una suerte de desahogo o relectura de una infancia clandestina, en Las orillas del mar Dulce adopta otro cariz. Aquí, la memoria personal recupera dicotomías largamente trajinadas por la tradición literaria argentina, cuya condensación más eficaz y persistente es la de Civilización y Barbarie. El pasado se ahonda y llega hasta los años apenas posteriores a la Campaña del Desierto, para descubirir los orígenes indígenas de la familia. Así, la memoria individual se enlaza con la Historia Nacional y establece con ella un diálogo que convoca menos a la historia fáctica que a la literaria. El epígrafe, tomado de “El cautivo” de Borges, las referencias al Saer de El río sin orillas y de El entenado, el capítulo “El festín” que remite a La cautiva, nos proponen leer Las orillas del mar Dulce como un libro en el que la literatura, punto de apoyo de sus libros anteriores, es literatura argentina y se sitúa de este lado del océano, un allá que la narradora nombra desde Europa. Es entre esas dos orillas que el relato se mueve, eludiendo la imagen de la corriente fluvial como metáfora del tiempo y del relato, para adoptar la del reflujo. Como las aguas del mar de Solís, el avance y retroceso de las aguas mansas del Río de la Plata sobre sus costas lejanas permite compararlo con el ir y venir de la memoria, lento y acaso casual, como lo ilustra el capítulo “El corazón del Aven”, donde, en las rías de Finisterre, una roca crea sobre el agua una ilusión precisa, sólo en determinado momento del año. El Río de la Plata y el Aven tienen algo en común, nos dice la narradora: “Allá, como acá, el agua dulce y el océano se encuentran”.
Entre Borges, para quien las orillas son la entrada a la llanura, y Saer, para quien el río sin orillas es su continuación líquida, Alcoba se sitúa introduciendo la perspectiva autobiográfica. El relato escarba en la historia de los antepasados propios y enlaza los orígenes familiares con la historia de un país que, para la narradora está al otro lado del mar, como parece estar una memoria que pertenece a la lengua, tan íntimamente como los recuerdos de infancia que vienen y se van, cadenciosos, y portan, a veces, como los camalotes, peligros inesperados. Anécdotas, descubrimientos, fotografías se imbrican a lo largo del relato y componen un universo íntimo pero definitivamente herido por la Historia.
Toda escritura es, en última instancia, autobiográfica. La de Laura Alcoba, sutil, morosa y sugestiva, ha sabido valerse de esta premisa para cimentar una obra en la que cada libro funciona como una embarcación, especialmente construida para recoger, en su regreso a esa infancia argentina, nuevas muestras que enriquecerán el edificio de la memoria individual, de la memoria colectiva y de la literatura de estas tierras.
14 de mayo, 2024
Las orillas del mar Dulce
Laura Alcoba
Edhasa, 2024
140 págs.