Domingo 16 de noviembre de 1980. París. Nueve de la mañana. En su habitación de la prestigiosa Ecole normale supérieure, Louis Althusser –filósofo, exquisito divulgador marxista– ahorca, en pleno brote psicótico, a Hélène Rytmann, su pareja de más de treinta años. Acontecimiento fatal, absoluto. Su delimitación, por el contrario, bordea límites porosos. ¿Se trata de un hecho que debe juzgarse con el código penal o con el de la salud mental? ¿Es, acaso, El futuro dura demasiado –la autobiografía que se publicara en 1992, dos años después de la muerte del autor– el texto de un homicida o de un enfermo?
Sea como fuere, el volumen se propone como una singularísima variante de la libertad cara al género y, en definitiva, a la literatura toda. Considerado Althusser inimputable por la justicia, en un giro trágicamente kafkiano, el procedimiento legal lo defiende: no resulta condenable en la medida en que no es hallado responsable del acto. Pero, a su vez, se le dictamina la prohibición del uso de la palabra pública. Un “no ha lugar” a comparecer en la sala criminal; una negativa, en consecuencia, al derecho a decir su verdad. En estas circunstancias, afirma el filósofo, “ya no gozaba de libertad ni de derechos cívicos. Privado de toda elección, en realidad me encontraba envuelto en un procedimiento oficial que no podía eludir, al que solo podía someterme”.
El futuro dura demasiado se configura como el espacio de expresión personal por antonomasia. Se escribe para que los otros comprendan las razones privadas; para rearmar una novela familiar surcada de miedos, fobias y obsesiones; para anoticiar a los desprevenidos; para denunciar al dispositivo psiquiátrico; para criticar al periodismo amarillista; para enrostrarle al Partido Comunista sus errores; pero, ante todo, Althusser escribe, claro está, para comprenderse.
Suerte de borrador en el que se remarcan los acontecimientos traumáticos que hicieron de él, para bien y para mal, lo que fue y lo que terminó siendo; “autoanálisis” que escarba en la memoria y el estudio pormenorizado de escenas infantiles y adolescentes, de discursos, de relaciones y prácticas, y que intenta dar con lo imposible: el germen inaugural de una psiquis enfermizamente ambivalente.
La reconstrucción del vínculo con su madre es ejemplar al respecto. Lo cierto es que Juliette, su progenitora, se encuentra en principio comprometida con el homónimo tío del filósofo, Louis Althusser. Muerto en la Primera Guerra Mundial, será finalmente su padre biológico, Charles, quien tome el lugar del tío. Nombrado, entonces, como el verdadero amor de su madre, el niño Louis crece junto con su fantasma: no es a él a quien ama su madre sino al muerto del que porta el nombre. “¿Cómo conseguir que me quisiera una madre” –se pregunta Althusser– “que no me quería en persona y me condenaba así a no ser más que un pálido reflejo, el otro de un muerto, un muerto propiamente dicho?”.
En otro orden de cosas, un libro como El futuro dura demasiado arrebata cualquier ilusión próxima al grado cero de la escritura. Por más que Althusser se proponga “decirlo todo”, se apela aquí únicamente a la sinceridad de una voluntad y de una intención: no mucho más (ni mucho menos) puede hacerse (ni decirse). ¿Cómo ser llanamente justo en el retrato (de sí mismo y de otros)? ¿Cómo no reconocer, en un caso tan trágico y espectacular como este, que la escritura designa y rememora, pero que, al hacerlo, omite, inevitablemente, otros mundos y otras formas, otras aproximaciones a los hechos y a las subjetividades? ¿Cómo ser justo con Hélène, entonces, su amor incondicional y tóxico; su complemento intelectual y su variante superior? Esa mujer arrojada, iconoclasta, revolucionaria; esa mujer sufrida, atormentada desde niña; víctima de sus propios padres y de adultos abusadores. ¿Cómo nombrarla en su totalidad? ¿Y, del mismo modo, cómo puede Althusser, con sus contradicciones internas y su interno desconocimiento de sí, ser justo consigo mismo?
Mientras que la justicia le niega al filósofo la defensa pública, la literatura se ofrece, una vez más, como amparo para el oprimido, en este caso, para el “anormal” enfermo psiquiátrico al que se ha condenado a la “losa sepulcral del silencio”. Retomando las Confesiones de Rousseau, que suscribía “Diré en voz alta: he aquí lo que he hecho, lo que he pensado, lo que fui”, Althusser añade: “Lo que yo he comprendido o creído comprender, aquello de lo que yo ya no soy totalmente el dueño, sino en lo que me he convertido”.
Un libro de esta naturaleza sobrelleva con dignidad cualquier escrutinio (incluso, y más allá de la lograda traducción de Luciana Bata, el rechazo del bello título adoptado en la edición de Marta Pessarrodona: El porvenir es largo). Y del mismo modo en que un verdadero trauma permanece ajeno al mundo del símbolo, El futuro dura demasiado se erige sobre un horizonte distante de cualquier lectura productiva, de buena o mala fe, para instalarse, casi sin pedir permiso, en ese extraño y prácticamente vacío anaquel de la biblioteca: el de los libros que se leen con respeto.
15 de mayo, 2024
El futuro dura demasiado
Louis Althusser
Prólogo de Silvia Schwarzböck
Traducción de Luciana Bata
Mardulce, 2024
384 págs.