Parece que ha llegado el futuro. [...] Más que llegar,
parece que el futuro se ha desplomado sobre el país.
Marcelo Cohen, Impureza
Hay escritores que plantan bandera en la infancia y deciden no crecer (Carroll, Queneau, Perec, Felisberto). Los hay quienes nacen maduros como un planeta recién descubierto (Rimbaud, Kafka, Lispector, Guimarães). Pero hay una mayoría que necesita de etapas para encontrar su propia voz. Marcelo Cohen pertenece a este último grupo, aunque el prodigio de mantener intacta en cada obra la capacidad de sorpresa obligaría a no desmarcarlo livianamente del primero. El tiempo que le tomó encontrar su voz fue menos el del largo exilio que aquel con el que consolidó una de las poéticas más sorprendentes y sólidas de la literatura argentina. No por azar hace unos días recibió el premio Rosa de Cobre entregado por Juan Sasturain, quien reconoció que si le cuesta acompañar hasta el final a Girondo y a Leónidas Lamborghini, cuya experimentación con el lenguaje va demasiado lejos, no le cuesta –más bien le entusiasma, como a este que escribe– seguir de cerca las etapas con las que construyó su poética este imprescindible de nuestras letras.
Escritor de dos mundos
“¿Cómo conseguir un estilo modesto pero duradero?”, se pregunta el protagonista de “Variedades”, una de las nouvelles de Hombres amables (1998). Cohen se propuso algo que él cree superador: “No fijarme en el estilo, que es una marca de identidad, [sino tratar] de ser otro con la escritura”.
El modo de ser otro de un escritor se juega en la escritura, donde importa el valor de uso de las palabras, “monedas vencidas”, como se advierte en Impureza (2007), a menos que haya escritores/as, como Cohen, que hagan de ellas monedas de cambio (simbólico) que den cuenta, no de cualquier cosa, sino de lo que nos es arrebatado, se lo llame a eso plusvalía o lisa y llanamente vida.
Ni “del lado de allá” ni “de acá”, para decirlo con una expresión de Cortázar, uno de sus maestros, Cohen tuvo a bien acomodarse a la lengua castiza para emprender su camino. Basten como prueba que en El instrumento más caro de la Tierra (1981) y El país de la dama eléctrica (1984), entre otros libros publicados en España, se leían pasajes como “viene el bajón y me pongo cabrero” o “Zácate, de golpe se las engulle sin masticar”. Bien se ve, desde el comienzo Cohen se desentendió de lo que esperaban los españoles, ya exotismo, ya literatura de denuncia de un “sudaca”. Más aún, afincado en un país de Europa, decidió no sumarse a la lengua franca del escritor internacional, el modo que tienen algunos de venderse al mercado entregando su propia lengua.
Cohen aprendió a ponderar el valor de la palabra, primero, del oficio de traductor (de los/as mejores: Austen, Fitzgerald, Stevenson, Conrad, Ballard, H. James, etc.), que lo llevó también a ser responsable del proyecto “Shakespeare por escritores”, una iniciativa que dispuso la traducción de las obras completas de Shakespeare hecha por escritores iberoamericanos.
Su escritura, más y más desafiante a lo largo de los últimos 30 años, descansa en un singular orden prosódico: la sorpresa, muchas veces sintáctica, pero también plástica (ya que el blanco de la página no es espacio neutral sino de juego), se da frente a una oración que, cual equilibrista, pende de una palabra solita y sola ante la cual sobrevienen párrafos escritos por un maratonista afecto a las subordinadas, gustoso de los paréntesis (nunca de guiones) y de salpicar las páginas con itálicas.
Si bien “los garbanzos vienen de la traducción”, según aclaró cuando recibió el premio; “no solo los garbanzos [vienen]”, como atinadamente lo corrigió el director de la Biblioteca Nacional. De la traducción Cohen ha sacado un sustento, pero también la conciencia de que el verdadero logro de un escritor es hacer de esa letra improductiva (para el mercado) que es la de la verdadera literatura, un prisma que haga ver.
Su modo de ser otro se lleva a cabo, en buena medida, produciendo extrañamiento con la palabra. Con su impronta, Gustavo Ferreyra, Alejandro Agresti e incluso Alberto Laiseca, que inventaba palabras como Cohen, han tensionado lo viejo y lo nuevo en el lenguaje. En el caso de Cohen, conviven en su obra una lengua rioplatense (con expresiones como “turulato”, “bataclana”, “botarate”, “caray”, “es un plomazo”) con su idiolecto (“cronodión”, “fotovivis”, “noticiesco”, “pantallátores”, “teatron”, “ciborgue”, “flaymoto”, “robotios”). La primera lo desmarca de la lengua internacional y lo ata a este país periférico en el que escribe, esté donde esté; mientras que en esa pirotecnia léxica, que ya es una de sus marcas registradas, se juega otra apuesta política de su escritura, aquella que le permite dar indicios del tembladeral en el que vivimos.
Desde hace unas décadas, las mismas en las cuales escribe Cohen, la Argentina se transformó en un inmenso Conurbano. No ocurre algo distinto allende las fronteras. Su “Delta panorámico”, iniciado con Los acuáticos (2001), pero preanunciado en El fin de lo mismo (1992) y El oído absoluto (1997), es una topografía que bien retrata lo ido –la desaparición de los Estados Nación y del capitalismo industrial–, y lo sufrido, esto es, el advenimiento de este apocalíptico planeta-archipiélago donde conviven una Modernidad que aún no muere y un “futuro [que] se ha desplomado” sobre nosotros/as con la contundencia de imágenes como esta de Impureza: “Antes por estar agachada te daban protección; ahora ser sierva no te salva de nada”.
Si como traductor no le queda más que allanar el abismo entre dos lenguas, como escritor Cohen tiene el valor de subrayar, en un presente cada día más efímero, la tensión entre lo que fue y ese futuro que se nos vino encima.
Pepsi inyectable, dame más
Nosotros somos lo incierto [...]. Nosotros somos lo pasajero.
Lo siempre renovado. El despertar permanente.
Una reverberación. Somos la volubilidad de las apariencias.
Marcelo Cohen, Inolvidables veladas
Ni la Antigüedad ni la Edad Media, ni incluso la Modernidad, generaron el número de “impuros que se atrincheran alrededor de las zonas pudientes” de hoy día, según se describe en Impureza. Este paisaje posindustrial de la mayoría de los relatos de Cohen es al que nos hemos mal acostumbrado.
Vivimos bajo la “religión del entusiasmo” (El oído absoluto) que algunos llaman neoliberalismo, un “nuevo aprendizaje del afecto” que lleva a su liquidación, para lo cual basta vivir empastillado –tomando Apagámex, como en Balada–, aceptar “pulseras anticólera” –como sucede en El oído absoluto– y someterse pasivamente al insomnio programado, la forma más perfecta de desaparición de personas que se conozca, la más aséptica e invisible producida bajo el dominio de “consorcios culturales [que nutren de] Plasma para una identidad siempre flaqueante”, según se describe en Inolvidables veladas (1995).
La “ilusión monarca”, bosquejada cuando despuntaba la poética de Cohen en El fin de lo mismo, ha triunfado: nuestra vida hiperconectada propicia la mayor incomunicación que la humanidad haya conocido. La prédica neoliberal dio sus frutos: medio mundo cree que no hay alternativa ante la devastación de todo lazo, de todo sostén; el otro medio no cree en nada más que en las pantallas que lo ciegan.
Frente a ese escenario, la literatura de Cohen ofrece si no un sincero anhelo de espiritualidad, al menos un respeto por quienes, sobre todo en esta Era New Age que paradójicamente incentiva el odio, la profesan. No por nada en su obra subsiste el “Consejo de Mayores”, remedo del consejo de ancianos en el que confiaban culturas que nos enorgullecemos de despreciar. Este no es el único reparo ante la devastación. Un contrapeso posible es el arte que permite “hacernos una vida entre las ruinas del porvenir”, según se anhela en una de sus obras.
“Dudo mucho de que desde la médula del gusto del público se pueda hacer algo por cambiar la vida común”, afirma una de las protagonistas de Casa de Ottro (2009). Adorniano desde antes de ingresar a esa “Santa María distópica” que es nuestra escena cotidiana, Cohen descree del arte administrado o anestesiante, y por eso apuesta, entre otras, por la música, expresión artística sobre la que trabajó en forma y fondo a lo largo de toda su obra.
En tiempos esquizos en que la ubicua “Panconciencia” adormece con series y apuntala el odio en redes sociales, Cohen aún apuesta no solo por la literatura como vigía o acicate, sino también por el cine. Abocados a la “cinemafilia”, sus últimos libros (La calle de los cines, 2018; Llanto verde, 2022), editados bellamente por Sigilo y llenos de relatos basados en leyendas, y en películas como se decía antaño, “de miedo”, “de amor”, “de catástrofe”, pero también “de literatura y paranoia” o “sobre violencia social”; recuperan el gusto por conversar sobre un film visto, una de las tantas experiencias gregarias desaparecidas en este obligado onanismo al que hemos acomodado sin dar pelea.
La literatura de Marcelo Cohen descree de “la volubilidad de las apariencias”. Con nuevos recursos y una necesaria visión panorámica en cada obra, hace ver la pesadilla del presente como un sueño del que algún día deberíamos despertar.
Un imprescindible
Este cielo de lata vieja baja casi hasta el agua,
pero antes de tocarla se queda, ahí,
erizándola y le hace un vaporcito.
Marcelo Cohen, Gongue
En el Parnaso de las letras es poca cosa escribir ciencia ficción, género menor según se ve desde allá arriba. A Dick y a Bradbury, a Gorodischer y a Pinedo se les ha bajado el precio de ese modo, rastrero.
Escuchando a terapeutas que asesoran gratis a desamparados, a Maestros del Espíritu que hacen lo propio con empresarios, a cantantes de tangos (y a hologramas de cantantes de tango); leyendo a sociólogas obsesivas y hasta a un comerciante de lencería que bien podría pasar por filósofo; desde la beckettiana prisión costera de El fin de lo mismo, Cohen, escuchando, leyendo, pero sobretodo escribiendo, hizo de la ciencia ficción, realismo, “realismo fantástico” según lo llamó con gracia. Sea lo que sea, su obra es de las que mejor retrata ese futuro (distópico) que llegó hace rato.
Por lo dicho y por haber escrito una de las mejores novelas de las últimas décadas, Donde yo no estaba (2006), Cohen es un autor necesario.
Claro que no faltará quien diga que la literatura no es necesaria.
Tampoco quien la crea imprescindible, tanto como el cielo, el agua y el aire que se “hace un vaporcito”.
24 de agosto, 2022
Crédito de imagen: Alejandra López.