California. Los Ángeles. Culver City. Boulevard Venice. Manzana 9300. Si el destino nos llevara a pasar caminando cualquier tarde de estas por el centro de esa vía comercial y decrépita acaso no repararíamos siquiera en que, perdido entre una tienda de alfombras y una agencia inmobiliaria que por su ruinoso aspecto hace tiempo habrá sido clausurada, se alza un edificio donde funciona el Gabinete del Museo de Tecnología Jurásica de Los Ángeles cuyo director, cautivo y enamorado coleccionista de prodigios, es un tal David Hildebrand Wilson. Al libro de Lawrence Weschler –singular obra, aunque no tanto como el mismo Wilson– debemos el acercamiento al Museo que dista en mucho de parecerlo excepto por la placa que luce en su frente junto a la puerta de acceso, normalmente cerrada, aún en días en los que, arbitrariamente, Wilson ha resuelto habilitar la entrada a los visitantes. Días y horarios preestablecidos, aunque sujetos a contingencias. Wilson ha montado una escenografía propia que bien puede desairar a ocasionales espectadores.
Cierto es que la prosa actuarial de Weschler o, acaso su ascetismo tan cercano a la nomenclatura científica, prescinde de todo salvo de lo esencial, conformando el texto a un catálogo de la muestra en curso, tan poco visitada, sostiene el autor, como lo habrán sido, conjeturo, las que la precedieron y las que la sucederán. Wilson no provoca, pero acepta ese ostracismo en el que sin embargo se devela, valga el oxímoron, la incesante tarea que lleva adelante junto a su esposa, tenaz y apasionada como él, matrimonio silencioso ávido de extravagancias, que no persigue más que sostener trabajosamente el Museo en el que se inscribe como un monumental e infinito libro, una bitácora minuciosa y esclarecedora de las “maravillas” –rescatadas del olvido, de la erosión de los vientos y el agua que hubiera causado la intemperie, del moho y la malsana estiba en sótanos o buhardillas ocultas por escombros, o de ese otro invisible enemigo, que es el olvido. Lawrence Weschler, profesor en el curso universitario de postgrado en la Universidad de Nueva York (cátedra que bautizó como “la ficción de la no ficción”) es, en un sentido, al menos en este texto que rehúye toda categoría literaria, un espejo y ¿por qué no?, un evangelista, del entomólogo urbano David Hildebrand Wilson.
Desde su título, El Gabinete... despierta exaltadas asociaciones con otros escritores que ni siquiera se ubican al costado del canon, puesto que lo ignoran. Me refiero, como ejemplo paradigmático, pero no único, a Steven Millhauser con piezas antológicas tales como August Eschenburg, El lanzador de cuchillos, Edwin Mullhouse, y más que todas, El Museo Barnum, de quien se rumorea, me refiero a Barnum desde luego, se hizo arteramente de los milagros que en 1822 elevaron a la cima si no a la fama, al erudito y eficaz buscador de extravagancias Charles Willson Peale. Aunque no arboricemos más esta despareja y tal vez excesiva introducción al comentario sobre El Gabinete... y vayamos a él.
Al tiempo de tomar estas notas hubiera querido estar ya a las puertas del sórdido edificio en el Boulevard Venice para contemplar desde la vereda opuesta el despojado frontón que luce la misteriosa inscripción en bajorrelieve, descolorida pancarta azul en palabras de Weschler:
Museum
Jurassic Technology
En tanto, a un lado, casi al borde de la calzada, de cara hacia la nada, se ve al hombre de traje, lentes, cabello canoso, ejecutando ceremonialmente en su acordeón a Bach, digamos una de las partitas de Juan Sebastián Bach que uno necesita identificar como David Hildebrand Wilson, adorable criatura que confirma la naturaleza única e irrepetible de cada ser humano y, ya terrenalmente, hace tanto de presentador de su última colección, como de músico, procurando vanamente la atención de un público que, hay que decirlo, no existe y de existir lo tendría sin cuidado. Una vez en el interior, se percibe la honestidad de Wilson: educar, democratizar fenómenos conocidos por pocos, desistir de todo lucro, honrar la utopía desafiando lo imposible. Pero ¿cómo hablar sobre el magnífico libro de Weschler sino a través del opus magnum de Wilson?, este último ilustre continuador de la larga tradición de hacedores de wunderkammern, esas cámaras de curiosidades que han inquietado e inquietan a personas que se sonrojan o carraspean y tratan de quitarse de encima la memoria de lo que acaban de ver, y esto a pesar de que todo “fenómeno” anida en estado larval en los cientos miles de surcos del inconsciente, suerte de horror vacui, vacío que se concreta y manifiesta no sólo al estar frente al hecho en sí, sino también al exhumar de repente nuestras más insoportables y repetidas pesadillas.
Se discute entre escritores –anillo de hierro en la garganta–, entre otras tareas y como consigna para el hogar, sobre un método que nació a mediados del siglo 19 en el seno del mejor periodismo norteamericano. Afamadas plumas acunadas por el New York Times, el New Yorker y otras publicaciones diarias o periódicas relevantes. Esta influencia tuvo sede en Buenos Aires. La consigna: Escribir sin narrar. Sin embargo, todos sabemos que el único poder del texto radica en el propio texto, que la prosa es la que distingue uno bueno de uno no tan bueno, y que un escritor es, desde los usos circenses de las polis griegas, un equilibrista que sostiene en simetría una pértiga y atraviesa mortales abismos dando pasos temblorosos sobre una linga de acero que se balancea. Y lo hace aún con viento. “La prosa es un océano proceloso en el que se naufraga muy fácilmente”, sentenció Yourcenar. Escribir sin narrar es describir, es omitir la cadencia y la elegancia de la prosa, esa fibrilación donde se confunden la inteligencia y cierta sensibilidad, uniendo así fondo y forma. De paso es olvidar a Flaubert, Nabokov, Kafka (“la palabra es una decisión entre la vida y la muerte”) y tantos otros. No perdamos la calma. Weschler no cae en la trampa de escribir sin narrar, sino que es quien nos la tiende al concebir este libro perturbador, finalista del Pulitzer.
El atento seguimiento del plan de ruta trazado por Weschler, es decir El Gabinete de las Maravillas de Mr. Wilson, nos educa sobre la hormiga hedionda de Camerún con su frente rampante que, atacada por la espora de un hongo del género Tomentella, desarrolla una protuberancia al alojarse en el mínimo cerebro del insecto y desde allí comienza a crecer (rever la serie The last of us). Un gran fisiólogo norteamericano Geoffrey Sonnabend inhaló esa espora mientras recorría las cataratas del Iguazú. El Museo de Wilson visitado por Weschler, le hizo descubrir a este “... discretos nichos, rigurosamente dispuestos en meticulosos expositores”. Baste la mención de algunas de las revelaciones que impactaron al autor del libro. Las citaré, más o menos, textualmente: la piel seca mudada por la serpiente que sedujo a Eva en el Jardín del Edén. El cuerno que creció en la frente de Mary Davis de Saughall, en Cheshire, acontecimiento datado en 1688. Y así podría continuar citando todo aquello que Weschler vio en compañía del apacible y sonriente Wilson, siempre subordinado a su misión. El resto: un desafío para aquellos que, con perseverancia, se conviertan en estupefactos lectores ante una suma de datos y extensas referencias y notas al pie y en observadores de croquis, dibujos a tinta o lápiz, copias de copias de viejas fotografías. Como toda particularidad del universo, la creación de Weschler, perdurará.
En el epígrafe, la Michael Faraday: “Nada es demasiado maravilloso para ser cierto”. En los agradecimientos, la invectiva del científico J.B.S. Haldane, genetista matemático: “El mundo no perecerá por falta de maravillas, sino por la incapacidad de maravillarse”.
25 de septiembre, 2024
El Gabinete de las Maravillas de Mr. Wilson
Lawrence Weschler
Traducción de Rosa Mª Bassols Camarasa
Impedimenta, 2024
208 págs.