El gran río, de Sol Aliverti, surge del azar de las monedas y su correspondencia con los hexagramas del I Ching. Este, al igual que el tarot y otros métodos adivinatorios, surgieron y persisten debido al deseo y la voluntad humana de darle un orden a lo caótico de la existencia. El azar se interpreta como destino y da respuesta a la necesidad de comprender lo ocurrido y, a la vez, anticipar lo que ocurrirá para poder adoptar la actitud más apropiada ante lo fatal. Existe, además, una intención omniabarcativa, el deseo de dar cuenta de todas las posibilidades del acontecer y la acción, con la apertura y ambigüedad suficiente como para que se adapte a las infinitas maneras en las que esa posibilidad puede surgir, imponiéndose a las otras 63 posibilidades/hexagramas. El mecanismo que regula este funcionamiento es muy bien descrito en uno de los relatos que componen este libro: “[Como en la música] todos los movimientos son posibles, solo que algunos no tienen armonía. Hay notas que suenan mal, es fácil darse cuenta cuando sucede”. Y, sin embargo, en el accionar posterior quienes consultamos, en nuestro libre albedrío, cabe la desobediencia. “El relato del paraíso abre esa puerta: ¿Es posible saber, es posible distinguir, es posible vivir como si todo fuera música? (...) No es fácil saber esa distinción, aunque hay algo del relato que hace que encuentre placer en esa derrota. Es un sonido apenas, una pausa. Sé que no estoy sola en el desvío: andamos desde el génesis, de a ratos, perdiendo consciencia del veneno”.
Debido al nacimiento azaroso de los relatos que componen El gran río, el libro en su conjunto no se presenta como una nueva versión del I Ching, no busca doblar este esfuerzo omniabarcativo, sino que deja sin desarrollo a algunos de los hexagramas, mientras que otros aparecen duplicados e incluso triplicados. Lo mismo podemos decir sobre el orden en que aparecen los escritos, los cuales siguen “la secuencia en que fueron apareciendo cada vez que consultaba”. Además de estas aclaraciones sobre el modo en que surgieron los relatos y su orden salteado, la autora nos propone, en una nota introductoria, un modo de lectura alternativo, afín a este dejarse conducir que originó los relatos. Invita a sus lectores a hacer sus propias tiradas y sumergirse en El gran río para leer el texto señalado. Advierte que “No es que así encontrará un sentido a lo escrito, pero sí una aproximación a la experiencia”. Se incorpora en este gesto a la tradición rupturista que, al modo de Cortázar en Rayuela, proponen una interacción más activa del lector con la literatura, una complicidad que se explicita mediante la invitación lúdica. Y se trata también de una invitación a una amabilidad en la lectura, ya que “La materia que hay detrás de los relatos se resiste. La única solución a favor de la búsqueda de un sentido liberador de la palabra, algo que conecte con menos distancia el pensamiento y la creación, es pensar cualquier acto creativo como la confesión que le podemos hacer a alguien muy amado. Pensar la creación como un arrojo hacia otro, del cual tendremos certeza de que va a cuidarnos”.
Podemos pensar estos relatos como una traducción de la ambigüedad del texto original al registro ficcional, ese ámbito donde, como en la vida (en toda su potencia, sin en el cerco impuesto por una racionalidad simplista), puede pasar (casi) todo. Se intercalan, a su vez, reflexiones a las narraciones, o viceversa, como un doble de esa actitud implicada en las consultas adivinatorias, donde queremos saber el sentido que las acciones y acontecimientos tienen a un nivel “más profundo”, amplificando lo particular, generalizando, interpretando; como una entrega “a la locura de las pequeñas señales, otro alfabeto que disuelva la idea de que una cosa llevará a otra, sin atajos ni desvíos”, “la locura [que] consiste en asignar significados totales a las cosas que solo existen. Solo eso”.
El gran río es un libro que nos interpela, más allá de que nos entreguemos al juego de lectura oracular o lo leamos de corrido, cada uno de los textos que lo componen ponen nuestras subjetividades en cuestión, suspenden lo fosilizado de nuestras concepciones del destino, el azar, la verdad, la experiencia y los sentidos que le damos, lo humano, lo permanente, lo cambiante, lo sagrado y, ante todo, el lenguaje y su vínculo con lo que construimos como real. Pero no consigue esto a a través de una exposición sentenciosa, sino de historias, personajes, acciones, descripciones, preguntas abiertas, respuestas provisorias para nada pretenciosas. Son textos que se leen subrayando, levantando la cabeza para dar la pausa y el espacio necesarios a las ideas, conectando con las experiencias y creencias propias. Y todo esto se nos ofrece a través de un lenguaje sincero, de una prosa clara, amable, atrapante, potenciada por nuevas metáforas que le permiten conservar la ambigüedad poética del I Ching. En ese sentido, mantiene en conjunto el espíritu del libro evocado.
3 de abril, 2024
El gran río
Sol Aliverti
Borde perdido, 2023
194 págs.