En 2010, podemos escribir un paréntesis en la labor cancionística de Gabo, de modo metafórico, ciertamente, y así podremos referirnos al disco hecho en conjunto con Pablo Ramos, El hambre y las ganas de comer. Compuesto de enero a abril, grabado entre febrero y julio de 2010, realizado entre Berlín y Buenos Aires, en las noches extremas y contrapuestas de ambas ciudades, allí se dio un diálogo amistoso, un trabajo conjunto, aunque repartido, dado que, en todo el disco y según se nos informa en su ficha técnica, Pablo Ramos se hizo cargo de las letras y Gabo Ferro de la música, salvo en “Campito santo”, donde esta relación se invirtió un poco. El piano de Agustín Durañona, sin embargo, sitúa a este trabajo próximo al sonido que Gabo presentaba en escena en aquel momento y que se extendió hasta el siguiente disco solista, La aguja tras la máscara. Fue presentado el 23 de octubre de 2010 en el ND/Ateneo.
Y hablamos de paréntesis porque, precisamente más allá del sonido y su dicción, más allá del silencio que pide, honra y exige, más allá de su carácter nocturno, más allá de su cercanía existencial, más allá de que ellos dos sean –como le dijo Gabo a Mariana Enríquez– “dos instrumentos, uno de cuerda y otro de viento, pero que están afinados en la misma escala”, las letras aparecen algo distantes o quizás disonantes del resto de las canciones escritas por Gabo, que aquí las encarna en tanto intérprete. No es que cuando se trate de canciones de amor no se cuide, en alguna medida, la enunciación del género, ni que aparezca el agua que todo lo arrasa o la memoria que todo lo cuida, sino que la frase abandona su barroquismo y adopta la referencialidad de una primera persona sin tanta máscara o intermediarios, sintonizada en ocasiones en un malditismo lumpen o arropada con los pertrechos del tradicional canto de despecho. Las letras son de Pablo, es su universo, un universo de las cosas y la realidad, distinto a ese neorrealismo fantástico de Gabo, a su trabajo con el síntoma.
La unión de esos superhéroes, según se caracterizaron para el arte del disco, entre lo zen y lo bestial, “dos niños sin poderes especiales que encararon la misión de atesorar toda la inocencia que les fuera posible”, escribió Pablo Ramos en su larga carta, se traduce a las letras, en palabras de Mariana Enríquez: “allí donde Ramos parece un manojo de nervios que necesitan ser apaciguados con ternura, Ferro parece un estilete con un filo que es letal de un lado y del otro absolutamente suave”. Similar a lo que dirá más tarde de sus otros trabajos en compañía, para Gabo, el encuentro tuvo mucho “de diversión, de juego, de reto, de duelo, en el sentido más caballeresco, de esoterismo y milenarismo”. En este, a diferencia de los demás discos en colaboración, resignó la autoridad de la literatura, pero no resignó su cuerpo al pasaje. Intentaron, ambos, que no fuera un disco de Gabo con letras de Ramos, con textos musicalizados, sino perseguir una tercera posición.
Casi 15 años después, se lo ve a Pablo Ramos sentado solo, en un anticipo filmado de lo que será El hambre y el Arcángel. Allí empieza diciendo que ese es un libro extraño para él, donde retoma de manera obligada el género epistolar, en una larga carta a un amigo que “ya no es posible tocar ni abrazar, pero que se sigue amando”. Ese, podemos pensar, es el origen del rock nacional, con el “Tema de Pototo”. Pablo define, también, al libro como una “pequeña joya”, donde el lector podrá comulgar –y la elección del término no es casual, dado que allí mismo él se define como un “misterioso intelectual católico”, evidente en la elección del epígrafe de Jeremías, manifiesto también en la carta central– con la intimidad de la creación artística. Del título del disco –cuya historia se recupera bien al comienzo, dándole el estatuto de lo in-creíble –al del libro, la variación está en el segundo término de la yuxtaposición: se mantiene el hambre, se van las ganas de comer y llega el Arcángel que, desde la portada con el retrato bellísimo de un Gabo sobrio capturado por Alejandra López y apelando a la referencia monoteísta del mensajero y la revelación, a ese ángel principal, a ese médium, a ese que aparenta ser un hombre, atribuimos al propio Gabriel, desplazando así a la persona pública por muchos conocida y recuperando al amigo del trato amoroso y cercano.
El libro de Ramos se va tejiendo y sustentando en un rosario de e-mails que atraviesan el ancho océano, siempre incompleto, avisa, dado su torpe manejo de los archivos guardados en su computador y el posterior borramiento de algunos de ellos. En ese ida y vuelta como también en las palabras que hilvana el escritor de En cinco minutos levántate María, libro que estaba escribiendo gracias a una beca en Berlín, hay amor, profundo amor, no solapado ni dicho de soslayo, entre dos hombres adultos, expresado sin ningún tipo de traba o cálculo, que se sienten y se saben afortunados por ese encuentro. Ramos nos muestra los bastidores de la creación del disco en colaboración, junta materiales de origen y factura diversos (a los mails intercambiados con Gabo y sus comentarios se suma el textito que habitaría el booklet del disco, una carta al más allá, entre varias más y algunas de ellas postales, fragmentos antiguos del diario personal de Pablo Ramos y otros textos breves sobre cada canción o circunstancias alrededor del disco) e invoca a Gabo, lo llama, hace de la letra un conjuro que procura la presencia del que faltará, pero no estará ausente. En la carta al Arcángel Gabriel, por ejemplo, Ramos narra el momento en que se entera de su muerte y descubre –al igual que muchos que lo quisimos y fuimos y nos sentimos cercanos– el artificio del mundo, que sigue operando e ignora la muerte de alguien importante que “ya no estaba para darle sentido y consistencia”. Pablo se guarda, se cierra, y muchos meses después empieza a escribir esa carta de amor, en busca del consuelo que le impida perder su fe, en busca de otra vía de diálogo, próxima al rezo. Carta reflexiva y hasta metafísica, que quiere rozar los límites de la muerte, no ya entenderlos, porque se los entiende e incorpora, sino ponerlos en palabras. Las canciones de Gabo, una canción de Gabo escuchada en la tranquilidad nocturna de su casa, le brindaron a Pablo, todo este tiempo, la posibilidad de entrada al contacto con Dios, quien es “Sonido. Frecuencia. Vibración”, en sus palabras y sintaxis.
La escritura dirigida supera el espacio de la carta y los emails y se apropia de los demás textos que, a medida que van narrando algo, el encuentro con el librero de Hernández que los puso en contacto, la anécdota de cuando conoció a José Campus, por ejemplo, emerge la segunda persona. Es a Gabo a quien está destinada esta escritura, que la amabilidad de Ramos da a conocer y deja al descubierto. “Muy poco de lo que uno intenta decir se encuentra en las palabras y casi todo está en la dirección de ellas. La dirección de las palabras da el verdadero sentido a lo que se dice”, escribe. El sentido está, quizás, pues, en ese re-encuentro, en ese ir rehaciendo el itinerario de los encuentros, las canciones y sus resonancias. El libro, entonces, es una larga carta destinada a Gabo, dividida en diferentes tipologías textuales, aunadas por el afecto que mueve la escritura.
En el ida y vuelta de los mails se lee una dificultad compartida en ese momento: Pablo nunca había escrito “pensando en música sin música” y a Gabo le resultaba difícil cantar lo que él no escribía. Uno necesitaba la música, el otro la letra. Tomando ese desafío, las letras comienzan a llegar, las músicas a ser compuestas, las canciones a nacer. El trabajo en conjunto despierta solo alegría, felicidad hasta las lágrimas. En ese ida y vuelta se lee, además y también, el trabajo artesanal de la canción, el pulimiento de un verbo, una letra, el fin de un verso. Cada capítulo organiza el intercambio de correos a partir de la canción compuesta –orden que después sería trastocado en la edición final del disco– con más o menos detenimiento según le hayan gustado más o menos a Pablo Ramos o según hayan tocado más o menos fibras íntimas, antiguas. El libro en sí es algo inédito en la literatura argentina: un autor narra el origen de la canción, detalla sus circunstancias y en cierta manera explica su aura. Ramos, a partir de esa rareza, al mismo tiempo, habla de su poética, de sus fundamentos a la hora de escribir, sobre el fracaso del novelista, sobre la oposición entre hablar y escribir, sobre lo espiritual y no lo técnico de la corrección, sobre sus otras historias como ejemplos de resoluciones posibles, sobre la soledad. Ramos es un religioso en todo sentido: cree en otras cosas más allá de lo material inmediato, en Dios, en las supersticiones, en la dimensión espiritual de la escritura, en los milagros de la comunión, del trabajo, del trabajador artista. De allí, por ejemplo, el cambio que Gabo le imprimió a un vocativo en “Codeína” –donde se cantaba “hay un mausoleo que dice Ramos, pronto te espero”, se pasó a “que dice loco, pronto te espero”– sea, según él, la invitación indirecta a la Muerte que acabó llevándoselo primero, como si lo que escribimos guardara una maldición, la maldición de volverse sobre nosotros mismos.
“El arte es siempre la solución a la tristeza”, escribe Ramos, “los dos lo sabemos bien”. Pablo habla de su amistad con Gabo, de haber sido aceptado y no juzgado. Habla del anarquismo de su abuelo, el de Gabo y el de José Campus. Habla de la resurrección del cuerpo a través de las canciones y poemas de quienes se entregaron por completo y se fueron. Habla de cómo necesita encarnar el personaje para poder escribir sobre y desde allí, para poder llegar al sentimiento, al sentido de la canción. Habla de todas y cada una de esas letras, por dentro, desmenuzando los versos, como suele hacerlo en sus excelentes talleres. Habla del proceso de composición de la canción para Abuelas, en principio “Madera”, después “Los que quieran”, de cómo fue perfecta desde la primera toma registrada, del alcance incalculable de las palabras. Habla del amor compartido a la canción. Habla de la persecución y humillación de un grupo de neonazis berlineses que estuvo en el origen de “Campito santo”, suceso que luego fue borrando pero que quedó en la respiración de la canción y que Gabo entendió y respetó. Esa es, de hecho, la única canción en la que Gabo interviene, a modo de juego, y continúa la escritura en el tono en que Pablo se la había enviado. Habla del humor literario y del unívoco agotamiento del chiste. Habla de cómo el arte es la única herramienta con la que cuenta el ser humano para sostener el universo. Habla de aquella última canción no incluida en el disco, inédita, aparecida en alguna presentación, porque estaba dedicada al propio Gabo y “solo los eternos tienen la grandeza de rechazar fragmentos de eternidad”. Habla de todo lo que su memoria y los e-mails le traen al presente para decir, por fin, “gracias, hermano” y “adiós, hermano, adiós”, allí donde, como cada capítulo, la prosa se desgrana y el verso aflora. Que así sea.
19 de febrero, 2025
El hambre y el Arcángel
Pablo Ramos
Alfaguara, 2024
224 págs.
Crédito de fotografía: Timo Berger.