Los embates de una juventud achacada de pesares, abandonos y cuitas corporales pueden cristalizar, con una frecuencia nada despreciable, una mentalidad emponzoñada, cargada de hastío y resentimiento. No es el caso –por suerte para él y para deleite nuestro– del inglés Edward Lear (1812-1888) que acusó desde los cuatro años los padecimientos que el desmoronamiento familiar trae, inevitablemente, consigo. Vigésimo de veintiún hijos y criado por una de sus hermanas mayores, sufrió de constantes catarros y de una epilepsia feroz; a sus cuatro años, el padre pasó un tiempo en prisión por ciertas triquiñuelas económicas y la madre comenzó a desembarazarse definitivamente de su crianza. A pesar de que una soledad melancólica tiñe gran parte de la obra –afirman los estudiosos de su trabajo–, Lear profesó como pocos un ritmo alegre y desatinado en el Book of Nonsense, la poesía infantil de los célebres limericks con sus desfachatados dibujos, publicado en 1846 con el seudónimo de Derry Down Derry.
De joven, las necesidades económicas lo llevaron a ganarse la vida con el dibujo. En 1832 Lord Derby lo contrata para dibujar los animales de su zoológico privado y se abren de esta manera, para Lear, las puertas de la aristocracia del país, que terminará financiando muchos de sus viajes y cuya experiencia dejó sentada en diarios personales, dibujos y pinturas. Fue su estadía en lo de Derby, en las afueras de Liverpool, donde Lear maceró la poesía infantil que acompañó de dibujos para divertimento de los niños de la casa. Hablamos, claro, de sus famosos limericks: una forma poética de cinco versos con un único patrón de rima. “La rigidez formal absoluta –sostiene Pablo Gianera– (...) la brevísima cárcel del limerick –chaleco de fuerza del sinsentido– convenía a uno de los atributos más eminentes del “victorianismo”: la contención. Pero el limerick funciona también como diagonal; es un atajo, la distancia más corta entre dos elementos remotísimos: lo que tiene sentido y lo que no; es el punto entre el dolor y la risa”.
Un ejemplo sencillo de limerick, que anuda soledad, angustia y absurdo: “Había una vez en Pett un viejo loco, / al que el remordimiento roía un poco, / sobre una carretilla / se comió una tortilla / con lo que se consólose el viejo loco”. Y de poesía infantil, que expresa la perturbación existencial de un pollito que acaba de romper su huevo natal y, en un tono tan inocente como filosófico, cuestiona el modo de nacimiento (es decir su pasado) y el porvenir (su futuro): “¡Esta cáscara rota fue mi casa! / ¡Es obvio que fue así! / ¿Pero cómo demonios habré entrado / y cómo diablos me salí? / ¿Será mi vida, de ahora en adelante, / una acumulación de interrogantes?”, se lee en la primera estrofa del poema “¡Oh, hermano pollito!”.
El hombre que se arrojó al mar en el más improbable de los navíos abarca, entonces, las diversas facetas de nuestro artista: sus diarios como pintor de paisajes, sus cartas, poemas, canciones y limericks con notas de especialistas varios: Daniel Samoilovich, Mirta Rosenberg, Pablo Gianera, Eduardo Stupía. La pensada para niños –así lo entendía Lear– entronca en la tradición de la alta literatura, ansiosa por indagar en los misterios de la condición humana sin dar respuestas satisfactorias o conclusivas. Y a diferencia del maestro Lewis Carroll, que salvaguardaba su desatino en una racionalidad polizonte, Lear aguzó el oído como nadie ante la emoción poética que habita en el nonsense de las letras y la vida.
25 de enero, 2024
El hombre que se arrojó al mar en el más improbable de los navíos
Edward Lear
Edición de Daniel Samoilovich
Traducción de Daniel Samoilovich, Mirta Rosenberg, Guillermo Saavedra, Jaime Arrambide, Pablo Gianera, Eduardo Stupía
Bajo La Luna, 2023
192 págs.