Y Monelle dijo: “Todo momento es una cuna y un ataúd: que toda vida y toda muerte te parezcan extrañas y nuevas”. La nueva noticia que Monelle tiene para darnos, y que Marcel Schwob (1867–1905) predica en su escrito, traído a la luz de la imprenta por la editorial Argonauta, encierra la esencia de la doctrina del Libro de Monelle (1894). Seamos como un niño (requisito para ingresar al reino de Dios, como testimonian Marcos, Mateo y Lucas); experimentemos desprejuiciadamente y con total intensidad la vida que estalla en el presente y se renueva como un milagro a cada paso.
A sus veintitrés años, Schwob –figura destacada del simbolismo francés– se enamora de Louise, una joven obrera que la pobreza deja en manos de la prostitución, para morir tres años después, tuberculosa, en la miseria. Atribulado, y preso de sus propias debilidades físicas, Schwob revive a su amada con la lírica de una prosa inquietante, por momentos juvenil, rebautizándola con el nombre de Monelle. Investida de ficción, la vida de la joven cobrará el vigor, la fantasía, el escapismo, la belleza y la sabiduría que las condiciones objetivas de existencia (económicas, sociales, físicas) le negaban.
La resurrección textual de Louise se promulga a lo largo de tres capítulos, encargados de estructurar la obra. En el primero –“Palabras de Monelle”–, el narrador vagabundea por una llanura hasta que se produce la revelación: Monelle lo toma de la mano y le hace saber cosas que el Schwob narrador no puede saber por sí mismo. Si los proverbios de William Blake provenían del Infierno (del Infierno enriquecedor e iconoclasta de Blake, no del cristiano-dantesco), los de Monelle descienden del “reino blanco”, donde la riqueza de la risa, el ocio, el juego y el movimiento suplantan la rutina de una vida monótona y laboral, adulta, idéntica a sí misma. “Considera toda cosa incierta como viviente –profesa Monelle– y toda cosa segura como muerte”.
“Las hermanas de Monelle”, el segundo de los capítulos, supone la parte narrativa del Libro, en la que Schwob entrelaza las narraciones de una serie de niñas cuyo ser se condensa en una adjetivación: “La voluptuosa”, “La desilusionada”, “La perversa”, “La complacida, “La sacrificada”. Estas características –atributos, máscaras desdobladas de la misma Monelle– encierran lo crucial del conflicto de cada relato. Tal vez como la propia Louise –la prostituta angelical–, las hermanas de Monelle condensan perplejidades y tensiones de gran riqueza literaria y, en virtud de su rol activo –indecorosamente activo–, no resultaría descabellado leerlas como un borrador o una primera versión de algunos niños/as terribles de Silvina Ocampo.
La “soñadora” Mejorana, oyente privilegiada de los relatos de su padre, rechaza un candidato plebeyo y convierte su vida en una espera interminable, anhelando la llegada de un príncipe que la despose. La “voluptuosa” niña de otro cuento reinterpreta la historia de Barba Azul para escenificar una escena adulta y tomar el papel de víctima, en un juego erótico con un varoncito. La “perversa” Magda hace de las suyas para que un anciano mendigo muera y replicar así, con algo de suerte, una escena –fantástica– de ficción. La “sacrificada” Lily recuerda el curso de acción a tomar gracias a las líneas generales que relata un “viejo vendedor de baladas”. Y la terrorífica historia de Ilsée, la “predestinada”, atraviesa el relato de la princesa Morgana –“La insensible”– como un cuento que esta joven lee, a la par con el de Blanca Nieves.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Las vidas imaginarias de estas niñas y jóvenes se cifran en el modo en que la experiencia cotidiana se percibe y se piensa con imaginarios y expectativas promovidos por la ficción. Magnificándola, envileciéndola, embelleciéndola, tornándola dramática, extrema, la ficción enriquece la realidad, sustrayéndola de esa prolongada y soez rutina que el mundo de los adultos representa. Para experimentar, no obstante, esa vida eterna del momento pleno, hay que creer en ella, es decir, conocer las tramas ficticias con las que está enhebrado el tejido de la realidad. El mundo adulto olvida los efectos de la ficción bajo otros efectos –embrutecedores y dañinos–: los del trabajo, que se erige como la tarea paradigmática, unidimensional, de la vida oficial.
En la tercera parte del libro –“Monelle”– reaparece el narrador apóstol para relatar los hechos más significativos (y simbólicos) en la vida de esta joven sabia. Seis capítulos que abordan (desde sus títulos, algo bíblicamente) su pasaje por la vida terrenal y algunas de sus manifestaciones metafísicas. En “De su resurrección”, una Monelle reencarnada confiesa: “Cuando vivíamos en la ciudad teníamos que realizar el mismo trabajo y amar a las mismas personas; y el mismo trabajo nos fatigaba y nos desolábamos al ver sufrir y morir a las personas amadas”. Por el contrario, la mentalidad del niño, sumida al juego del instante presente, rechaza cualquier intento de recordar un pasado y de anhelar un futuro; se ofrece de lleno a la intensidad de la experiencia actual, para estallar y renacer, como otro, olvidadiza, en una nueva experiencia.
El libro de Monelle traza su propio camino en el entramado de la escritura como duelo. Pero quizá no se trate de honrar y elevar a Louise a la categoría de mito, de símbolo, de hada –siguiendo muchos de los relatos folclóricos reescritos por Schwob en la segunda parte del Libro–. La vida, henchida de ficción como está para nuestro poeta, le ofrece tanto una obrera enferma, que debe prostituirse para cubrir sus necesidades básicas, como una dulce y etérea princesa sagrada, demasiado sensible para el salvaje mundo del trabajo. Es que Schwob, profeta y poeta, mantiene “la ilusión y el asombro del niño recién nacido”. En otras palabras, tiene asegurada la entrada al Reino de la Ficción.
17 Julio, 2019
El libro de Monelle
Marcel Schwob
Traducción de Teba Bronstein
Argonauta, 2019
160 págs.