No parece difícil aceptar que en estos días la complejidad de las tramas novelísticas halla su sentido en el desencadenamiento de situaciones en las que se evidencia, en el mejor de los casos, una gran preocupación en lo que sucede, en lo que pasa y, por un fenómeno de decantación, en el orden lógico de eso que acontece: no es sino bajo la prolija disposición de acciones que se llega apaciblemente desde el comienzo al final de una historia. Quizás intuyendo esto el poeta, traductor y patafísico René Daumal (1908-1944) haya decidido acompañar al de por sí llamativo título de su inacabada obra el más espectacular y prolongado subtítulo “Novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas”; de esta forma el curioso lector podría verse llamado a investigar en estas aventuras axiomáticas que van detrás de un gran nonsense.
A partir de una misiva que el Padre Sogol (anagrama de logos) le envía a Theodore diciéndole que cree poder dar con ese visualmente imposible continente, la conjuración de una orden de entusiastas alpinistas se desata y con ella surge una serie de inconvenientes completamente irresueltos: no sólo la temprana muerte del también autor de La gran borrachera no permite vislumbrar si los aventureros llegan o no al monte análogo, prácticamente no sabemos de qué manera logran atravesar el entuerto óptico que imposibilitaba a los exploradores determinar con exactitud el emplazamiento del Puerto-de-los-Monos (donde efectivamente se encuentra el monte). Sumado a otros cabos sueltos (no sabemos casi nada del narrador en cuestión, etc.) y a escritos fragmentarios que figuran ad hoc en el libro, uno podría decir que se trata de un borrador que bien podría no haber visto jamás la luz. Es por eso que se agradece el rescate que la editorial y su amable traductor hicieron en pos de dejar sobre la mesa aquello que justamente parece haberse olvidado: la trama es un simple sucedáneo del estilo, algo que la novela de Daumal explota hasta límites impensados.
Como si se tratase de un gran juego poético, los puntos de intersección de los espacios no euclidianos son aquellos donde la imaginación se desborda, la lengua criba entre lo ya dicho y hace relucir los dones que aún conserva: “Mi reloj se detuvo, el tuyo no anda muy bien, estamos todos untados en miel, hay grumos en el cielo, se parte cuando ya es de día, la nieve amarillea, llueven piedras, hay frío en la mano agobiada, hay petróleo en la cantimplora, torpeza en los dedos, y la cuerda está rígida como el cepillo del deshollinador”.
Como si hubiese hecho uso de una máquina del tiempo, Daumal se adelanta y en vistas de un presente (el nuestro) cargado de pobres maquinitas que cuentan historias sin alma y sin riesgo, nos regala en El monte análogo una vía para la insubordinación estética que en su epitafio sentencia: “He muerto porque no tengo el deseo, / no tengo el deseo porque creo poseer, / creo poseer porque no trato de dar. / Tratando de dar, se ve que no tiene nada, / viendo que no se tiene nada, se trata de dar a sí mismo, / tratando de dar a sí mismo, se ve que no se es nada. / Viendo que no se es nada, se deseó devenir, / deseando devenir, se vive”.
26 de octubre, 2022
El monte análogo
René Daumal
Traducción de Guillermo Piro
La tercera, 2022
140 págs.