Como una caricia suave, como la tersa palabra proferida por un amor –esa que nos despeja de repente un horizonte que prometía tormenta–, hay libros que, sencillamente, se agradecen. Libros alucinados que encandilan con la hermosura o la virulencia de sus imágenes y símbolos, que configuran un imaginario único, y que, como en el caso del rumano Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), demuestran que tanto el territorio de lo salvaje como el de la belleza pueden estar embardunados con el sentimiento de la nostalgia.
El escritor supo abrirse camino primero en España con la traducción de su obra a cargo de Marian Ochoa de Eribe para la editorial Impedimenta, y ha comenzado a resonar por nuestras tierras, cada vez con mayor insistencia, desde hace unos pocos años. Candidato al Nobel, admirador de García Márquez, Cortázar y, particularmente, del “Informe sobre ciegos” de Sábato, Cărtărescu da a luz, con el autobiográfico El ojo castaño de nuestro amor, a un libro de textos personalísimos, vigoroso, cargado de búsquedas y recuerdos, de postulaciones y anhelos, de apologías y rechazos.
Escindido entre la fiereza del régimen comunista, que sojuzgó Rumania hasta 1989, y las posteriores calamidades del libre mercado capitalista, una pregunta –en verdad, clave para cualquier escritor, asegura Cărtărescu– atraviesa las cavilaciones de este novelista y crítico: cómo hacerse de un nombre. Su caso, sostiene, resulta particularmente dificultoso. En primer lugar, debido a la ambigüedad genérica, específica de su nombre. A pesar de que “Mircea” termine en la vocal “a”, frecuentemente femenina, en este término en concreto designa al masculino, y, por otra parte, su apellido desciende, en verdad, de la lengua eslava. La primera batalla de Cărtărescu se libra, así, en el campo onomástico: debe contrarrestar los comprensibles a prioris que su nombre acarrea. Ni mujer, entonces, ni eslavo. Pero hay más: las tres cuartas partes de los apellidos rumanos, afirma, llevan la terminación -escu. ¿Cómo diferenciarse, por lo tanto, de los otros? “Aquí se plantean ya mis primeros –por el momento solo divertidos– problemas de identidad”, bromea, en “...escu”.
Esta problemática identitaria se trenza, a su vez, en un marco mucho más amplio, con la oposición entre Occidente y Oriente. A la incógnita de cómo construir un nombre autoral, se le suma otra: ¿Qué significa ser un escritor de Europa del Este? Más allá de los ostensibles contrastes entre el Este y el Oeste, Cărtărescu es enfático en un punto: antes que concentrarse en las discrepancias, habría que aferrarse al antropológico cordón umbilical que anuda el espíritu de la humanidad toda. Sólo a partir de ese encuentro podría habilitarse un saludable diálogo nutrido en las diferencias.
Sin embargo, más allá de estos artículos de posicionamientos contundentes, en los que se sopesan el valor del humanismo, del intelectual y del arte, del estado actual de la literatura y de los lectores, el yugo del comunismo y de la pobreza (“El gato muerto de la poesía de hoy”, “Una ducha no-laoidecea”, “Forever Young”, “Los años robados”) son los textos en los que se articula la percepción del autor con su kafkiana ciudad y su seno familiar los que convierten a este libro en una melancólica gema de fulgor opaco.
En un primer movimiento, Cărtărescu traza una Bucarest derruida y cenicienta, intoxicada por las chimeneas de la central térmica, de ocasos densos como el petróleo. Algo ocurre, sin embargo, durante su adolescencia. Se trata, ni más ni menos, de una acción onírica: nuestro escritor –y su obra se lo agradecerá en el futuro–, comienza a soñar. “Soñaba –escribe en “Mi Bucarest”– con fachadas con estucados, con estatuas en posturas inverosímiles, patéticas, que me tendían las manos, que se protegían de los golpes, que suplicaban... Cúpulas de latón bajo las cuales nada tenía dimensiones humanas, con inmensas aberturas redondas arriba, en el centro... Plazas desiertas bajo un sol transparente, donde, bañada en una luz amarilla, se elevaba una torre igualmente amarilla, polvorienta e incomprensible”. La Bucarest de Cărtărescu –aunque algo parecido podría decirse sobre la Rumania y el Mar Negro que discurren por estas páginas– se amalgama con los materiales del sueño y las pesadillas, de la imaginación febril, de los recuerdos materno-familiares y de las piedras de lo real (“Ada-Kaleh, Ada-Kaleh...”, “Pontus Axeinos”, “El ojo castaño de nuestro amor”, “Zaraza”).
Como estudiante, Cărtărescu caminaba todos los días hacia la facultad. Recorría calles estrechas y ominosas, fachadas y estatuas religiosas se alzaban a su paso como custodiando un pasado esplendoroso y antiguo: gorgonas, Atlas, ángeles de distintos tamaños...De pronto, las ruinas parecen emerger por doquier. Las excavadoras, los cables de acero, las grandes bolas metálicas del aparato comunista pretenden destrozar todo a su paso. El silencio cauteloso que solía emanar de las callejuelas se resquebraja ahora por el ruido ensordecedor de las máquinas. “¡Qué extraño destino me tocó en suerte!” –asegura el autor– “He madurado entre ruinas, he estudiado entre ruinas, he amado entre ruinas. A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas”. En este sentido, escribir es, para Cărtărescu, un acto de reconstrucción: del pasado personal y familiar, del pasado local y universal. Y frente al tiempo, que todo lo destruye, su escritura avanza en un movimiento ilusorio, deseosa de penetrar, de una vez por todas, en la fortaleza inexpugnable del corazón humano.
12 de octubre, 2022
El ojo castaño de nuestro amor
Mircea Cărtărescu
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Impedimenta, 2022
208 págs.