“¿Cuánto tiempo más va a pasar hasta que volvamos a vernos?”, se preguntan entre amigos casi al final del cuento “Viaje a Liège” y es, a la vez, la pregunta que sobrevuela todos los cuentos de El oro del lugar, de Mariano Fiszman (Buenos Aires, 1965), editado por Cúmulus Nimbus. No pone el acento en la ansiedad de volver a verse, sino todo lo contrario. Es como si dijera que la amistad, como la literatura, sabe esperar. Y es sobre esa ruta que avanza, con paciencia, sin urgencia, con el anhelo constante de un reencuentro futuro, tal vez no seguro.
El oro del lugarcontiene cinco relatos y una misma voz, un mismo ritmo, un mismo tono. Cada cuento tiene la intención del registro: una persona, un viaje, el barrio, un presente, los amigos. Autor y narrador, acá, son la misma persona. Fiszman observa, enumera, cuenta. Y va con la rienda suelta, relajada, a paso tranquilo. No carga nostalgia, sino que construye una memoria íntima, familiar, de asado de domingo, de mediodía al sol, con el hielo deshaciéndose en el vino y una mueca asimilando el tiempo, la vida en compañía de otros. El oro del lugar no es otra cosa que el fuego en la parrilla.
Digamos algo del primer cuento: “Cabezón 2915”. No es una campaña política del futuro, sino un domicilio en Villa Pueyrredón, en el borde oeste de la ciudad. Ahí está la casa donde vivió sus últimos años el escritor Néstor Sánchez. Como casi todos los relatos, está en primera persona. Se trata de un recuerdo que Fiszman recorre desde el día que se presentó en su casa en el 92 o 93 hasta cuando se enteró de su muerte. Eran vecinos, terminaron siendo amigos. Compartían charlas, silencios, lecturas. Fiszman indaga sobre el pasado, el camino que hizo Sánchez por el mundo y por la literatura; publicado y traducido aquí y allá, casi muere de inanición en Estados Unidos. No atraviesa la puerta de lo que a Sánchez le hizo mal y no quiere contar; nos comparte la gracia de Sánchez diciendo que al centro de Buenos Aires no va, y todo lo que está más allá de Chacarita es el centro. Quedamos diciendo lo obvio: Sánchez esquivó el centro de Buenos Aires como esquivó el literario.
“¿Escribe? Ya no. Estoy seco, dice, sin expresión, sólo confirmando el hecho. No escribe porque no tiene una épica. Antes tenía una épica, una épica de vida, y esa vida se volcaba en la literatura. ¿Ahora de qué voy a escribir, de la vejez?”, escribe, dialoga, Fiszman en este cuento que es recuerdo y crónica, que narra ese cruce entre los dos, una amistad compartida, con treinta años de distancia entre ambos. De algún modo, una amistad que Fiszman fue a buscar y encontró. Una tarde le mostró un cuento, Sánchez le dijo que le parecía parte de una novela y Fiszman lo estiró hasta publicarla: ahora, acá, en este relato que ya circuló en otras publicaciones, Fiszman lo presenta como un amigo, también como maestro. Es entonces, también, un homenaje.
Dijimos que eran cinco cuentos, pero eso merece un pequeño desglose. “Tres carnizas”, el segundo título, en realidad está compuesto por tres relatos breves, tres fotos, aguafuertes sobre tres carniceros de barrio: uno que no está más, el que recuerda de la infancia, el de ahora. “Cacho”, que un día se cansó y cerró; “Nasa”, que lo hizo soñar con ser carnicero cuando el padre quería que fuera dentista, pero terminó siendo carpintero (“Al final son oficios parecidos. La carne, el hueso o la madera. El filo, la perforación. El corte”); y “Chango” que sabe lo que quiere antes que él mismo. Esa rutina, la de ir a comprar carne, es la introducción al asado compartido: en la relación que uno establece con el carnicero está la base de lo que le ofreceremos a nuestros amigos.
En el siguiente cuento, “Viaje a Liège”, el ejemplo: en tiempos en los que Cacho todavía tenía la carnicería abierta, una tarde, de vuelta de un paseo por la ciudad con el recién llegado Serge Delaive, un amigo y escritor belga, compraron la carne para el asado. Pero este cuento no tiene base en Buenos Aires, sino allá, en Liège, o Lieja, esa ciudad de Bélgica, a la que Fiszman viaja a visitarlo en su primer vuelo sólo después de 25 años de hacerlo con su pareja. Es un cuento como los otros: también una crónica, también un registro. Los detalles de la casa, la cama donde duerme, los amigos de Serge, las borracheras, el frío o la nieve, la basura que pueden romper los gatos o los zorros, no los perros. La visita a distintos bares, a museos, a ciudades o pueblitos cercanos. Uno, donde hay una casa en la que vivió unos meses Guillaume Apollinaire y ahí, Fiszman destaca una carta que el poeta le escribió a otro amigo en la que le contó un viaje, en el que no tenía plata, sí mucho frío. Pero, como es sabido, todo concluye al fin, nada puede escapar: anduvimos con Fiszman, conocimos a Serge, supimos de otros lugares donde se habían vuelto a ver antes y llegó la despedida: “¿Cuánto tiempo más va a pasar hasta que volvamos a vernos?”
El siguiente cuento nos llevó al buscador: ¿qué significa “Encásico”? La respuesta es otro regreso a los amigos: los primeros links que aparecen incluyen respuestas de Néstor Sánchez. En particular, una entrevista que le hizo José Salinas para la Cerdos & Peces en mayo de 1987, donde Sánchez usa la palabra un par de veces. Dice: “En El amhor... contrapongo lo lumpen a lo encásico, aquello propio de quienes constituyen su radio psicológico en los límites del egoísmo doméstico. Su cosmovisión del mundo no tiene otros parámetros y es tremendamente limitada. Así hay una literatura encásica y otra lumpen, una música encásica y otra lumpen. Por un lado va la murga y por el otro lo underground, la vanguardia”. Y después, sigue diciendo: “En turf el insulto más corriente era `usted parece un hincha de fútbol´. Es decir un encásico, alguien que no se arriesga, que no pone nada de sí, que simplemente es espectador”*.
Ahora Fiszman cambió de trabajo: ahora ya no es carpintero, sino traductor. Subtitula series, películas, para una empresa extranjera, trabaja desde la casa. Casi que no se relaciona con nadie: habla, en un momento, con una chica de Vietnam. Tiene un contacto virtual con otra chica que también trabaja en Buenos Aires. Y se desilusiona con Minh porque no tenía con él lo que él sentía: “Me sentí dolido de una forma infantil, como cuando era chico y algo me hacía pensar que mis amigos me estaban dejando afuera de algún secreto que sabían todos menos yo”. El parámetro, siempre, son los amigos, es la amistad.
Sobre el último no diremos nada, nada más que se titula “La avenida más larga del mundo”, que tiene un verso de Spinetta como epígrafe (“No te busques más en el umbral”) y que está narrado en segunda persona. Que no nos habla a nosotros, sino a un amigo que fue y que se alejó. Y que ahí, leyendo, somos lectores impotentes: aunque quisiéramos, no podemos hacer nada.
No comparten tiempo ni espacio, pero recorremos estos cuentos como si estuviesen en un mismo lugar, en un presente permanente. Más allá de las despedidas o de las tristezas vividas y narradas, Fiszman transmite la sensación de querer brindar por lo que fue, por lo que es, tal vez por lo que será. Y el colofón, detalle editorial, pareciera apuntalar esa copa en alto al decir que, este libro, “se terminó de imprimir en abril de 2023 bajo un cielo que seguía teñido de triunfo”.
30 de agosto, 2023
El oro del lugar
Mariano Fiszman
Cúmulus Nimbus, 2023
88 págs.