La obra moderna tiende a desplegar universos de subjetividad reflexiva, de curiosidad ante lo que está alrededor y ante los propios fantasmas de la mente. Incluso, cuando se trata de la pura ficción, los relatos, los tratados y los versos se deslizan hacia la pregunta por lo subjetivo de la mirada y de la experiencia tanto como por la diferencia entre lo propio o lo particular y lo común o lo compartido. De Mantaigne y Cervantes, Descartes, Rousseau y Chateaubriand a Henry James, Baudelaire y los simbolistas pero también Flaubert o Stendhal. Después, la novela modernista (Joyce, Faulkner, Woolf, Kafka, Proust) y las vanguardias terminan de horadar los bordes entre las proyecciones del sujeto y lo que hay alrededor. Todo en ellas es una superposición de voces y de imágenes que el narrador ordena o tal vez desordena sabiendo que ya no hay una totalidad, ni un orden real, ni un sentido compartido o cabal y que el relieve de la escritura que registraba –en la mirada de Don Quijote, de Julien Sorel o de Emma Bovary– la invención de un mundo ilusorio que chocaba con lo real; se configura ahora, desde las primeras décadas del siglo XX a partir de la observación individual, fragmentaria y episódica de un mundo que se borronea dejando al sujeto solo o lleno de voces alrededor. El paraíso, la trilogía de Sergio Delgado, es una obra moderna que llega después. Como en las novelas de Sebald, la escritura parece volcarse sobre la modernidad cuando sus formas más o menos estables estaban ya deshechas. Una obra total, anacrónica y bellísima, inmensa y ramificada en pequeñas esferas que componen un planeta redondo en el que la ficción y la duda cartesiana o la pregunta por la experiencia y por el concepto de experiencia aparecen como en las viejas memorias o en el ensayo a partir de la escritura. Se van formando con la notación como si no se desprendieran del recuerdo, de la imaginación o de lo vivido sino de la mano, del signo y del correr de la tinta.
La primera novela de las tres que conforman El paraíso se titula La sobrina. La narradora encuentra entre los papeles de su tío, crítico teatral en el diario de la ciudad, lo que llama “una historia en borrador”, anotaciones, fotos, dibujos, croquis, fichas de un evento particular: la representación de Tio Vania de Chejov que el grupo de teatro de Moises Ville planeaba montar en la casa de los Crespo, la Casa de los gobernadores o la Casa de la Cultura en Santa Fe. Esa construcción levantada en 1910 por el hijo del gobernador Luciano Crespo, había pasado por distintas manos hasta llegar a ser de la secretaría de cultura provincial y es entonces, hacia fines de 1989, que un artista plástico, Carlos López, vuelve de Nueva York con un proyecto para realizar allí. El relato de ese proyecto ocupa la novela de un modo que es, al mismo tiempo, una historia del arte, una historia de algunos de sus conceptos, una reflexión sobre la escritura crítica, una historia de Santa Fe y un archivo impactante de fotos que, acompañado por la cuidadosa edición de Eduner, parece dar testimonio de lo que se cuenta como si todo fuera verdad y como si la historia, los hechos narrados y las palabras que construyen el relato se dejaran capturar por la imagen nítida de las cosas.
El artista que había estado en Londres, deslumbrado por el cuadro Los embajadores de Holbein, asediado por las conexiones entre este cuadro y su propio trabajo, descubre que la instalación que planea realizar, a la manera de aquel, consistiría en representar a través del interior de la casa, una época y a sus protagonistas “y que lo haría en función de los personajes y objetos que lograra convocar y organizar”:
[...iba a disponer objetos personales en su interior impersonal; igualmente iba a intentar representar, a través de esos objetos conocidos, la naturaleza profunda de los habitantes de ese espacio al mismo tiempo real e imaginario. Porque al fin de cuentas ¿cómo era el interior de una casa santafecina en la época que se proponía evocar, es decir hacia 1910? ¿Cómo eran las personas de entonces, cómo se desarrollaba la vida que vivían? ¿De qué manera los objetos acompañaban y colaboraban con ese desarrollo y cómo se debían agrupar o dispersar para que en su conjunto realizaran el retrato de sus propietarios?
A partir de esas preguntas, lo que la novela construye minuciosamente es un inventario narrado o bien un catálogo de objetos de los anticuarios que el artista comienza a visitar obsesivamente con la intención de reconstruir no solo una época en sus gustos y sus elecciones, en sus estilos, modas y hábitos decorativos sino sobre todo en sus modos de representar con objetos a las personas y las vidas que los habitaban. Delgado parece así dar vuelta la premisa metonímica del realismo, esa que dice que el destino de los personajes es producto de su ambiente y que por lo tanto es posible, por ejemplo, definir el carácter de Papá Goriot de Balzac a la luz de la lúgubre descripción de la pensión Vauquer. Es que en La sobrina, lo que busca el artista es imaginar la vida de aquellos habitantes de 1910 pero, a partir de un archivo de fotografías de la época y de una larga investigación, se propone imaginar también cuál sería el catálogo de sus objetos. El resultado de esa búsqueda se vuelve para el lector, a la vez, una serie de fotografías y de detalles de lo que el artista va consiguiendo que llega hasta incluir, en una de las páginas, un retazo del empapelado, pegado allí, como si el libro se convirtiera en una revista de decoración maravillosa y a la vez verosímil. La novela cuenta la historia de los objetos, la de las personas que los manipularon y la de los documentos que probaban su veracidad, pero luego se suma a todo eso la historia de Karlos que, dos años después de la instalación de aquel artista, estrena en la casa, con una puesta inmersiva, la obra de Chejov a la que el crítico teatral asiste, recorriendo las habitaciones al elegir seguir por ellas a algunos personajes en su desarrollo. Si el artista del comienzo reflexiona acerca del concepto de presentificación para definir lo que hace en la casa, lo que ocurre al final, la representación de Chejov, permite girar de un punto al otro del concepto de “presentación” al de “representación” en torno de los cuales se producen las preguntas por la memoria, la nostalgia, la imaginación, lo real y la simulación, lo propio y el destierro. Y no sólo el destierro de un lugar sino algo así como un destierro del tiempo. La segunda novela entonces, puede leerse en continuidad, como una indagación diferente sobre esa distancia cavada en el interior del tiempo que no coincide del todo con la idea de anacronismo, que es más como un agujero en la figura de doble faz del cronotopo sobre el que escribía Bajtín.
La segunda novela tiene carácter monumental, como si de verdad en ella estuviera incluido el universo. Lleva el título del libro, el título de la trilogía: El paraíso, y es en pequeño, en escala reducida, lo que el libro despliega: un mundo completo, una novela hecha de tiempo, de las modificaciones mínimas de los gestos y de las imágenes sucesivas de un paisaje. Al comienzo, un narrador en primera persona que por los datos de los episodios narrados confundimos con el autor, hace dos cosas: habla por teléfono con su padre que está en Santa Fe y mira desde su escritorio, en Francia, los casi imperceptibles cambios en la imagen de una playa de Claromecó en una página de internet en la que han colocado sobre el balneario casi desierto una webcam fija durante varios días.
Las reflexiones benjaminanianas sobre lo inactual de las imágenes de Claromecó que nunca son las actuales sino que siempre tienen un retraso de algunos segundos con el instante presente, prefiguran las líneas de una teoría conjetural acerca de lo familiar y lo lejano de lo que el padre cuenta en su conversación telefónica. A la vez, enredándose en esa historia, como en un contario, aparecen fragmentos de la vida del padre, relatos de su trabajo actual como jardinero en las quintas de Rincón, la historia de las instituciones municipales de la ciudad a lo largo del siglo XX, la historia de los ferrocarriles argentinos, los recuerdos de infancia, el relato y la investigación que rodean al árbol que le da título a la novela y al libro. Si La sobrina se define en la identificación entre el sujeto y los objetos, aquí parece que el plano se ampliara aún más hacia las quintas, la playa, el tren y sus alrededores, el pueblo y las afueras. La distancia se mira y se escucha desde Francia como si para recorrerla fuera preciso convertir a la novela y a la escritura en un mapa satelital.
La estela, la última novela va hilando fábulas y pequeños episodios de lo cotidiano en torno del florecimiento de los cerezos en la infancia santafecina y en las distintas regiones francesas en las que ha vivido el narrador o en las que ha ocurrido algo memorable. En el comienzo, la historia de Eva, la maestra de castellano que lo inicia en la escritura, cuya casa recuerda detrás de los cerezos en flor. La maestra había tenido una participación protagónica en el oficio de mantener en el pueblo la memoria del Indio Mariano y de su leyenda que se cuenta con la maestría del género de aventuras anclado en el litoral argentino. Del otro lado, los cerezos del parque de Siam en Bretaña y la historia del nombre de la calle cuya genealogía llegaba a Europa desde el siglo XVII oriental y que encuentra, en el ingreso en Francia de los Cerezos de jardín, su punto de contacto entre los distintos relatos. Esa calle es también el espacio de un cúmulo de recuerdos sobre el hijo del narrador cuando era pequeño y una historia hermosa sobre la paternidad.
Al final, como cuarto episodio agregado a la trilogía, una AntiAutobiografía que va revisando los cuadernos en borrador de lo que hemos leído y la vida del escritor de una forma que parece volver sobre un fragmento de la última novela en el que el narrador escribe: “La comprensión de la fugacidad forma parte también de este tipo de experiencias. Comprobás en este módico trabajo de campo, la verdad más simple, el espacio exterior, con todos los objetos y dimensiones que implica, no existe sin una mirada que lo reclame”.
El problema con los relatos muy largos, empieza cuando se terminan. Un poco como los sueños muy vívidos, al salir del sueño, del libro o del cine, no sabemos bien que hay allá afuera ni quiénes somos, ni quiénes éramos al comenzar o en qué nos hemos convertido. Entender la forma, la estructura, las remisiones o los envíos internos de un relato muy largo puede ser tranquilizador y solo se logra, para mí pero también para el narrador de una de las novelas del libro que leo, escribiendo. El tiempo que se abre entre el comienzo de la lectura de las casi 500 páginas, y la escritura que busca entender cómo está hecho, es uno de los períodos más felices de los últimos meses. El recorrido redoblado de las páginas anotadas y de las fotos trae a la escritura, de verdad, la búsqueda de un hilo roto que quisiéramos seguir infinitamente.
21 de junio, 2023
El paraíso
Sergio Delgado
Prólogo de Guillermo Saavedra
Eduner, 2023
496 págs.