No fue intencional, claro, pero diríase que Adolfo Couve se formó como pintor para lograr convertirse en un virtuoso escritor realista. Teniendo como horizonte una idea de belleza referenciada en sus admirados renacentistas, cultivó una prosa límpida y precisa, abocada antes que nada al arte de la descripción, del que llegó a convertirse en un verdadero maestro. Pocos párrafos le bastan para consumar exquisitas estampas que, remitiendo a su formación oblicua, podemos decir que funcionan como pinturas que, como si de una muestra se tratase, se van encadenando para darle forma a las tramas siempre algo difusas, y por eso mismo encantadoramente sugestivas, de sus pequeñas novelas. Y no es casual que haya optado por la brevedad, porque sólo en dosis acotadas podía consumar la perfección que demandaba su más que exigente idea de belleza.
La cúspide de esta búsqueda de excelencia la alcanzó en la primera de las tres novelitas que componen este libro: El pasaje. El propio autor la consideraba lo mejor que había escrito y, considerando su virtuosismo formal y su ajustado equilibrio entre espesura y transparencia narrativa, no podemos menos que darle la razón. La historia trascurre en un inquilinato de casitas gemelas dispuestas en dos hileras enfrentadas, una de las cuales confluye al frente en la “casa de altos”, residencia de la propietaria del pasaje, una anciana viuda que gobierna el lugar tal y como si se tratase de un feudo. En este singular escenario, que en su especificidad acaba adquiriendo el carácter de un personaje, se desarrolla la historia de Rogelio, un niño atildado y retraído, atrincherado en la simulación (lleva en el bolsillo de su saco de franela un reloj con cadenita que en realidad es sólo una cadenita), que vive con su madre, una mujer algo alocada que es su antítesis perfecta. En lo que supone un acierto compositivo, eso que llamamos “la historia del Rogelio” es una suerte de rompecabezas cuyas piezas son una serie de sucesos en relación a los personajes con los que el niño se vincula, comenzando por su madre, que es una de día, parecida al resto de las madres, y otra de noche, cuando se transforma en una muy inquietante (para el niño) mujer romántica que, entre otras disipaciones, recita poesía frente al espejo desnuda hasta la cintura. Salvo el padre, tan ausente que cuando eventualmente aparece se hace llamar “tío Victor”, el resto de los personajes son mujeres, o más precisamente las mujeres de la vida de Rogelio. Este elenco memorable incluye a una sirvienta contrahecha que lo maltrata; a Sofía la bordadora, una joven tísica que le regala un conejo; a la inefable Perla Muro, una buscavida y vividora experta, amiga de su madre, de la que el niño acaba enamorándose; y a Melánia, una vecina de su edad con la que mantiene un idílico romance.
Una distancia insoslayable mantiene apartado (incluido en su exclusión, diría Agamben) a Rogelio. Porque, si bien trama su vida en relación a esta serie de mujeres que orbitan a su alrededor, no logra en ningún caso sortear la distancia que lo separa de ellas. Una soledad primitiva lo atraviesa, soledad que a su vez se replica en el resto de los personajes.
Couve se pregunta qué es lo que ocurre en el intersticio abierto por esa distancia insoslayable, y eso es lo que narra también en el segundo relato, El parque, protagonizado en este caso por un matrimonio trabado en el trance de una separación que no termina de consumarse. Como ocurría con Rogelio en relación a sus mujeres, la distancia los separa a la vez que los une, como si de eso se tratase el matrimonio. Y cada cual, claro, intenta lidiar con eso a su manera. El marido, Federico, lo hace reflejándose en el espejo deforme que le prodiga la trágica historia de su padre (un alemán simpatizante del nazismo que acaba revelándose completamente incapacitado de lidiar con la distancia oceánica que lo separa de todo lo que compone su vida de exiliado en Chile). En tanto la esposa, Cleopatra, lo hace incursionando en su inmenso parque habitado por múltiples esculturas clasicistas que a su manera la interpelan. El estado en el que se encuentra digamos que le abre la percepción, permitiéndole conocer los secretos del arte que, para Couve, sólo es apreciable desde una cornisa existencial como lo es la distancia insalvable que media en toda relación.
En la tercera novelita, El cumpleaños del señor Balande, se escenifica esa distancia en la figura de Julia, la esposa del cumpleañero, en el contexto de una fiesta de cumpleaños en la que Couve, en un ejercicio de estilo impecable, descolla en el despliegue de una graciosa escena coral. Julia está presente, haciendo lo que debe hacer una esposa en esos casos, pero a la vez, en un más allá de las apariencias, está ausente, transida por un final ocurrido en otra parte. Son este tipo de dobleces, infiltrados de manera sutil en los pliegues de lo aparente, los que otorgan espesura a estos relatos, liberándolos del peligro de naufragar en un preciosismo estéril.
Digamos entonces que, guiada por el hilo invisible de la distancia metafísica que media entre sus personajes, las tres novelitas que componen este libro proponen una experiencia completa, tan disfrutable en el plano estético como insidiosamente relevante en el plano filosófico.
20 de marzo, 2024
El pasaje y otras novelas
Adolfo Couve
Prólogo de Gabriel Martino
La Ballesta Magnífica, 2022
125 págs.