La taxativa distinción que la crítica ha establecido entre el policial clásico o de enigma y el llamado policial negro evita confusiones y falsas expectativas en los lectores de este género que, advertidos por dichas etiquetas, pueden anticipar el contenido de una novela que se inscribe ya sea en la primera o en la segunda de estas series. De antemano intuyen si se encontrarán con un Dupin o un Poirot y sus sistemas lógicos implacables, o si, en cambio, les saldrá al cruce un émulo de Sam Spade, el antiheroico detective creado por Dashiell Hammett.
El hecho de que El poeta de Gaza, escrita por el israelí Yishai Sarid y publicada originalmente en el 2009, y ahora, en 2024, por la editorial Sigilo, haya sido galardonado con el gran premio de novela negra de Francia en 2011, nos ofrece un evidente indicio de que entraremos a una historia en la que, por sobre las sutilezas de la inteligencia razonada, se impondrá un relato en el que, como señalaba Ricardo Piglia, no habrá “otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce fatalmente nuevos crímenes”.
El innominado narrador y protagonista de El poeta de Gaza es un agente de inteligencia israelí devorado y obsesionado por su trabajo a tal punto que descuida su matrimonio y a su pequeño hijo, desoyendo con indiferencia las advertencias de su jefe, Jaim, quien le sugiere intercalar una dosis de descanso entre sus tareas. Un pedido imposible de cumplir para alguien que vive en permanente tensión, esperando siempre capturar en las vísperas al próximo terrorista que cometerá un atentado. Incluso, para él, para su memoria, los diversos lugares de Israel que recorre, están marcados por el recuerdo de los árabes que se inmolaron tratando de asesinar a la mayor cantidad de judíos posible. Bajo esta premisa, el narrador se percibe como una suerte de guardián, de ubicuo protector que, como le informa a su esposa, se encarga de velar por “ella y todos estos pretenciosos de mierda que están sentados junto a nosotros para que la brigada Yehuda Meshi Zahav no tenga que rascarlos de las paredes al final de la noche”. Para cumplir este deber “sagrado”, el protagonista se hunde en los sótanos de los centros de detención para interrogar (y torturar) a los familiares y amigos de los sospechosos de ser terroristas, para arrancarles una delación que evite la tragedia. “Quizá un palo en el culo haría efecto, o una descarga eléctrica y ratas, como hacían los sudamericanos en los buenos tiempos; pero yo solo tenía manos, un saco y bridas de plástico” para lograr la confesión de un árabe que, maniatado y sometido a los golpes, se convierte en “una caja de grasa que escondía un secreto que podía matarme”.
Sin embargo, la historia principal, la nueva misión que le asignan, lleva a este agente a fingirse un aprendiz de novelista que recurre a Dafna –una sensual escritora, pacifista y asediada por los problemas que le genera su hijo adicto a las drogas– para que lo oriente en su proyecto literario. Una grosera fachada, por supuesto. Porque Dafna es un eslabón en la cadena de intereses y favores que busca trasladar a Tel Aviv, con la excusa de ayudarlo, a Hani –el poeta árabe enfermo, agonizante, que vive en Gaza, sin atención médica ni remedios–, para usarlo como carnada en una de las cacerías que emprende el servicio de inteligencia israelí. Son estos dos personajes, Dafna y Hani, y el amoroso vínculo que los une, sus recuerdos del pasado compartido, sus diálogos, las pinceladas de colores vivos y humanos en un cuadro de trazos negros salpicado de sangre.
El rol de desinteresado benefactor y la familiaridad que establece el agente con el poeta y la escritora desencadenan, al añadirse a sus fracasos y a su creciente autodesprecio, una crisis de conciencia en el protagonista, quien empieza a cuestionarse sus acciones, sus renuncias, su ciega obediencia a un sistema que siembra muertes en el campo enemigo para evitarlas en el propio. Esa crisis, lenta, silenciosa, lacerante, desnuda los dilemas morales de los verdugos-víctimas y se convierte en una suerte de refutación a la “banalidad del mal”, la célebre tesis de Hannah Arendt.
Podemos suponer que la violencia en una sociedad responde a múltiples y heterogéneos factores y que la literatura que se sumerge en la narración de la(s) forma(s) de violencia predominante(s) en una sociedad determinada, deberá dar cuenta, en honor a la verosimilitud, a los elementos que la provocan y la reproducen en el tiempo. Lejos, muy lejos de ser especialista en el conflicto árabe–israelí, y atendiendo a que debo ser apenas un lector medianamente competente, solo puedo afirmar que la novela de Yishai Sarid, mediada por la traducción de Roser Lluch, configura un ambiente denso y asfixiante, la atmósfera que reina en un territorio donde se impone la suposición de que cualquier palestino, cualquier “otro”, o todos, pueden ser el siguiente terrorista suicida que, metiéndose en un cine, en un centro comercial o en un medio de transporte, se detone... Bajo la etiqueta, y la retórica, del policial negro, Sarid escribió una novela política, actual, que continúa (cada vez más) en vigencia y que con sus resonancias críticas nos instala preguntas, dudas, ahí donde los fanáticos creen haber encontrado las respuestas.
15 de mayo, 2024
El poeta de Gaza
Yishai Sarid
Traducción de Roser Lluch
Sigilo, 2024
208 págs.