Paul Auster le dedicó un libro breve pero íntimo; Hunter S. Thompson le disparó en pleno pecho; Cortázar sostuvo que su verdadera caligrafía era la que estilaban sus teclas. La máquina de escribir, objeto que hoy día se inviste de la prestigiosa aura de la inutilidad, ocupa el centro del libro del académico australiano Martyn Lyons (1946) que la editorial Ampersand, afecta al fetiche de la letra, ha editado recientemente.
El siglo de la máquina de escribir pasa revista, con la bibliografía y las notas del ensayo académico, a la revolución que suscitó este aparato en distintas esferas: el comercio, la administración, las comunicaciones personales, la poesía, la narrativa. Claro que Lyons no se circunscribe a la idea de mera influencia o de adaptación a contenidos preexistentes; una tecnología de esta naturaleza produjo cambios significativos en la concepción misma de la escritura, en las prácticas de trabajo burocrático y artístico, en la idea de autor y de texto literario. Produjo, a su vez, una figura otrora inexistente: la de la mecanógrafa. Pero vayamos por partes.
El siglo en cuestión, para ser precisos, se recorta desde los alrededores de 1880, momento en que la comercialización de la máquina de escribir se efectiviza, para llegar a la década de 1980, instancia en que la computadora y el procesador de textos comienzan, verdaderamente, a tomar su lugar. Desde sus inicios, como toda tecnología que pone en cuestión imaginarios, rituales o usos fuertemente instaurados, la máquina de escribir suscitó polémicas y francos rechazos. Pero previo a ella, fue la pluma de acero la vilipendiada frente a la sensible pluma de ganso. El escritor francés Jules Janin, de hecho, la consideraba una herramienta salvaje, incapaz de producir verdadera literatura puesto que “era el instrumento prosaico de banqueros y contadores, solamente apto para escribir melodramas estúpidos y basura sensacionalista”. Discusiones de esta índole surcarán la polémica sobre la recienvenida máquina de escribir.
El argumento romántico –en el que la individualidad del autor logra expresarse por medio de la pluma como una parte más de su cuerpo, porque sólo a través de ella puede desplegarse el trazo de una caligrafía (de una forma, de un contenido) específicamente subjetivo– se exacerbará con la aparición de la máquina de escribir. Este objeto alienante sólo produciría textos estandarizados, homogéneos, divorciaría la mano, la vista y el tacto del texto; y, en efecto, se ligará despectivamente, en principio, al automatismo ciego de burócratas y oficinistas que copian o escriben ajenos al estilo y la calidad. Mark Twain, sin embargo, fascinado por la velocidad que proporcionaba el aparato, compró uno a comienzos de 1880, tal vez, solo para poder enrostrar: “Soy la primera persona del mundo en aplicar la máquina de escribir a la literatura”. Y, en efecto, a La vida en el Mississippi, de 1883, suele adjudicársele dicho laurel, aunque, para ser estrictos, no fue él –que nunca aprendió a usarla– sino su invisibilizada taquígrafa, quien la mecanografió.
La mecanógrafa, entonces. Sin ella, afirma el autor, muchos popes de las letras, incompetentes o desinteresados en aprender a utilizar la máquina, no existirían (o lo harían, aunque, probablemente, en una talla menor). El conocimiento mecanográfico sitúa a la mujer en una posición novedosa. El territorio oficinesco, hegemonizado tiempo atrás por el hombre, comienza a feminizarse, puesto que los círculos comerciales, las comunicaciones y las tareas administrativas requieren, en tiempos de producción en masa, la velocidad que la máquina es capaz de garantizar. Lyons es hábil en sintetizar las condiciones socio-económicas que hicieron de este trabajo el puesto que sólo podía ser ocupado por mujeres jóvenes, por lo general, de clase media.
Gran parte de la segunda mitad de libro se destina al estudio de ciertos autores célebres y su vínculo con la máquina. De George Simenon a Agatha Christie, de los poetas de la vanguardia histórica y Jack Kerouac a Erle Stanley Gardner. Lo crucial, para Lyons, antes que inspeccionar con frialdad científica las características inmanentes del objeto en cuestión, es detenerse en el uso que los diversos escritores han llevado a cabo de la máquina. Recaba, con esa finalidad, testimonios, información de entrevistas, de textos autobiográficos o biográficos e, incluso, de la ficción misma. La máquina de escribir fue, en sus albores, una tecnología que retomó, en cierta medida, el recuentro arcaico con la voz. Henry James, por caso, prácticamente no tipeó línea alguna de su obra: fueron sucesivas secretarias, hasta encontrar a su última y habilidosa amanuense, Theodora Bosanquet, las encargadas de hacerlo. James, embelesado con su propia voz, solía dejarse llevar –debido a la naturaleza misma de la oralidad– por las florituras verbales, aunque lograra, precisamente de ese modo, reincorporar cierta “organicidad” que la nueva tecnología extrañaba o mecanizaba entre texto y autor. El sonido de las teclas llegó a ser un sinónimo tan productivo y vital para el autor que, en su lecho de muerte, pidió que le acercaran una Remington a los efectos de apaciguarse con el repiqueteo.
A diferencia de James, Herman Hesse –que se hizo de su primera máquina en 1908– encontraba la página mecanografiada revestida de una objetividad demasiado fría. De pronto, la publicación definitiva parecía estar a un paso; los caracteres, dice el alemán, “se parecen ahora a las pruebas de imprenta, significa que uno se enfrenta cara a cara consigo mismo de una manera severa, crítica, irónica, incluso hostil”. Al mismo tiempo, Lyons no le pierde pisada al fenómeno de los autores de género y de la literatura pulp; fundamentalmente porque las condiciones de producción que habilita la máquina en términos materiales (la velocidad con la que se teclean las palabras), y la que predispone en términos discursivos (la economía retórica, en contraste con la proliferación a la que tiende a generar la oralidad) son las que todo escritor profesional –aquel que pretende ganarse la vida con literatura “de entretenimiento”– necesita indefectiblemente. De allí su interés en fenómenos comerciales como los de Gardner, Simenon, Catherine Cookson, Agatha Christie, Enid Blyton, entre otros (y otras).
Lyons se encarga de visibilizar a la mujer en un siglo que la tuvo como protagonista silenciosa. En primera instancia, fue la indiscutida ejecutora de la máquina de escribir, sinónimo de modernidad; con el tiempo, sin embargo, la capacidad de una mecanógrafa terminó, en cierto grado, por desprestigiarse: la “mujer moderna” se convirtió en una cabeza vacía: la mejor escriba era la autómata, la que, sin más, ponía por escrito, lo más rápido posible, lo que fuere, independientemente del contenido, la forma, el tono, el ritmo. Así las cosas, en este siglo de desventaja femenina las mujeres que osaban dedicarse a la escritura debían, a su vez, saber administrarla junto con las tareas domésticas y familiares, obligaciones que finteaban con descaro las preocupaciones y ocupaciones de los escritores varones, que podían volcarse exclusivamente, de esta manera, al proceso creativo.
Con la claridad de todo científico divulgador, Lyons se rige a una prosa informativa; desinteresado de cualquier verbosidad, se deja encandilar por su objeto de estudio como un avaro con la más preciosa de las joyas. Existen, en la actualidad, grupos de jóvenes que celebran y utilizan la máquina de escribir como si fuera, por así decirlo, un juguete exótico. Entroncada en la moda vintage (de la que se beneficia, también, el vinilo), estos chicuelos la experimentan, en rigor, como una novedad; a diferencia del propio autor que, nacido en 1946, ve en esa reaparición antes que una resurrección, un descubrimiento púber. A pesar de que en El siglo de la máquina de escribir no hay huellas de pesimismo, de nostalgia ni de conservadurismo, puede conjeturarse una frágil tristeza en Lyons: la de aquel que escribe sobre una parte de la historia –de una “historia de las cosas”, que es también la suya– para dar testimonio de algo que fue, y que ya no volverá, no al menos, como supo ser.
12 de julio, 2023
El siglo de la máquina de escribir
Martyn Lyons
Traducción de Sofía Odello
Ampersand, 2023
408 págs.