Cosas que ya solo pasan en los telefilms de antaño: las chicas sexis siempre son rubias oxigenadas y promueven pasiones completamente tóxicas; todos los empleados de la estación de servicio se parecen a Brad Pitt y llevan un pañuelo grasiento colgado en el bolsillo; la cuenta regresiva de la bomba de relojería se desactiva por el cablecito negro, el más fino... Y algunas guerras, también, ahora, parece que suceden en el pasado, solo que refrescadas desde alguna plataforma de streaming. O eso, al menos, es lo que opinan algunos expertos bélicos: vean sino a Vladímir Vladímirovich, sentado a solas –o no tan a solas– en su gélido y semivacío despacho del Kremlin, jugueteando como un adolescente torturado con sus intrépidos drones, él mismo un avatar impasible del próximo homo sovieticus del año 1935... ¿Qué novela estará leyendo? ¿Una de Mariana Enríquez? ¿Qué péplum horroroso nos está haciendo rodar? Observen su mirada: dura, abstracta, robótica como la de un alto funcionario de la KGB, o como el vapor fluorescente de una bacteria desconocida que hubiese emergido desde una cápsula espacial, en las aguas baldías y plúmbeas del Báltico, para encarnizarse con la civilización occidental... Y los espacios, esos grandes estadios como de atrezo (¿chatarra de los Juegos Olímpicos de Moscú 1980?); esas apariciones telemáticas, fantasmales; esa cara siempre rubicunda, lustrosa de colágeno, con su rictus tirante que simula una sonrisa giocondesca; esa atmósfera desleída, vagamente orwelliana, en la cual suele ventilarse el avatar, ¿no remiten un poco a algunos fotogramas de El acorazado Potemkin, a algunos tramos particularmente ácidos de El inspector general de Gógol? Puede que así sea, en lo que respecta al montaje, quizás, y a la parafernalia gris, totalitaria... Y sin embargo, bien lo sabemos, las guerras no son un juego, aunque en la infancia nos moldeemos, lúdicamente, con alguna debilidad sentimental por ellas; no suceden en la televisión, ni en novelas o en películas (de ayer o de hoy), sino que suceden aquí y ahora, a unos pocos metros de nuestro monoambiente en Villa Crespo, en este mundo encrespado, puro y duro...
¿O más bien habría que decir –con el gran maestro del pesimismo, Arthur Schopenhauer– que aquello que está sucediendo, siempre y en todo lugar, es nuestra “representación del mundo”? ¿Será por eso que en este momento la guerra es sentida, o más bien juzgada, como un desliz, un anacronismo, una barbarie de otras épocas? Representación: Vorstellung, Darstellung... He aquí la palabra, las dos palabras que conforman en verdad una sola: bífida, filosa, filosófica, esa palabreja que nos hace dar siempre un traspié; nos hace formular el dictamen rápido, engañoso, aunque muy bien compuesto por la IA; ya que la línea imaginaria que aparentemente debería deslindar el aparato simbólico de la representación de la mecánica inmediata de la presentación, esa vertical que debería recortar o abstraer –si cabe decirlo así– la figura del fondo, el referente del significado, siempre termina por solaparse, incluso desde una perspectiva real, directa, pongamos la de algún soldado hipotético que hubiera de sentir la cosa en sí: gritos, balas, fogonazos, derrumbes, sangre, mutilaciones, esto es la GUERRA, el puro HORROR sin más, desde la primera línea de batalla, cuando aún existían los soldados y las primeras líneas de batalla.
El puro horror es silente, silenciador, amorfo, innombrable; no es discursivo sino recursivo, percursivo como un témpano/tímpano, inaudible, horrísono como esas consonantes que apenas se pronuncian con un rápido crujido de dientes; no se puede mostrar; no admite relato, ni épica ni poética alguna; no es representable salvo mediante algún subterfugio alegórico, vale decir: vaciado de referencias legítimas, desnaturalizado, parodiado, trasformado en alguna otra cosa. Algo de todo esto, resumido muy escuetamente, se plantea en este interesante libro de estudios culturales sobre la guerra, o mejor dicho: de estudios sobre los distintos modos de representación de ese nóumeno inabarcable que llamamos guerra, expuestos a través de múltiples ejemplos que se han extractado desde la épica, el teatro, el cine, las artes visuales, los medios de comunicación, etcétera; los catorce artículos que lo componen son de lectura holgada, ágil, aunque el trayecto, al final, puede resultar un tanto sinuoso, misceláneo, dada la variedad de medios de exploración y de instancias discursivas que el lector debe de sortear, desde el cine y la fotografía, pasando por la literatura, el registro testimonial, la historia política, la historia del arte...
Un cierto vector de polémica, como corresponde al tema, parece asomar cada tanto entre el hormigueo de materiales; se podría simplificar en que la guerra, en estas páginas, no se contempla desde una perspectiva altruista o ingenua, como un acto de agresión atávica, una mera pulsión de barbarie, sino todo lo contrario: se examina desde el punto de vista de la cultura (sea cual sea ese punto de vista), como un hecho cultural más, una práctica significante más inherente a todo orden social. No obstante, Antonio Monegal, autor nacido en Barcelona en 1957, catedrático de Teoría literaria y Literatura comparada, tiene el cuidado de no enfatizar, innecesariamente, en dicha discusión, por lo demás expresa entre líneas.
10 de abril, 2024
El silencio de la guerra
Antonio Monegal
Acantilado, 2024
320 págs.