Para ciertos escritores, la página en blanco es mucho, mucho más que un bloqueo creativo o una impotencia pasajera. Para aquel que concibe a la escritura como el modo de ser en esta vida, la página en blanco supone un auténtico terror existencial. En El taller literario, la última novela de Francisco Bitar (Santa Fe, 1981), un tal Gori Lizmayer, autor de cierto renombre que supo en su momento cubrir las portadas de los suplementos literarios, lucha por no desgranarse en una cotidianidad colmada de chatura y trabajos insustanciales –la docencia secundaria, la corrección en un diario agrícola–. Bloqueado entonces en la vida y el papel, decide, con cierta pedantería soterrada, asistir con otro nombre a uno de los innumerables talleres literarios que dicta, en este caso, un tal Agüero, hombre mezquino hasta el rechazo y de dudosa obra publicada.
Justo cuando podía sospecharse que Bitar iba a dedicarse a despotricar contra la naturaleza de los talleres o contra la figura de autor actual, versado tanto en elementales ardides literarios como en el marketing digital –ese ser que Edgardo Scott llamó con cierta injusticia “escritor profesional” y a cuyas prácticas sucumben, inevitablemente, la mayoría de los escritores de la coyuntura–; justo cuando la crítica simplista hubiera podido invadirlo todo, resulta que el espacio coordinado por Agüero le brinda a Gori, sorpresivamente, una experiencia asociada, en principio, a lo vincular y a lo sentimental, necesaria, a fin de cuentas, para habilitar cierto tipo de disposición literaria.
Así, el contacto con los otros, con lectores diletantes, con el inefable coordinador y con una figura amorosa, comienza a henchir de entidad a ese nombre falso (el que Gori había decidido utilizar para su ingreso al taller) y a insuflarle una vida que el otro, el nombre verdadero, había ido perdiendo a cuentagotas quién sabe hace cuánto tiempo. Al igual que un fantasma, un escritor tiene la capacidad de ver la interioridad de quienes lo rodean, afirma Gori en una de las reuniones. Claro que extender la mirada hacia los otros es más fácil que revisar el propio interior, en especial cuando el vacío gana cada una de las partículas –para decirlo con un título previo del autor– del cuerpo del escritor.
Con oficio, Bitar escribe una novelita que, a pesar de su aparente liviandad, cuestiona inteligentemente y, por momentos con un humor manejado con maestría, ciertos tópicos de raigambre tanto literaria como filosófica. ¿En qué consiste, por ejemplo, ser, hoy, un escritor? ¿De qué manera se entretejen los lazos entre la ficción y la realidad? ¿Hay acaso una fuerza vital en el nombre propio que incide en la constitución de quien lo porta? La literatura llega a aquel que no pretende encorsetarla bajo rótulos, géneros o fórmulas previas, cuando quien escribe se libera de restricciones y condicionamientos –ya sea mantener una fama previa o un nombre más o menos consagrado–. Así ocurre, en efecto, con Gori, que termina por comprender que la página en blanco metaforiza una angustia, sí, pero que es únicamente a partir de ella que se propician las reflexiones necesarias para repensar las flaquezas de la trama, de la anécdota, de la vida.
28 de agosto, 2024
El taller literario
Francisco Bitar
Sigilo, 2024
176 págs.
Crédito de fotografía: Diego Gentinetta.