Con su famosa teoría del iceberg, Ernest Hemingway propuso, más que una economía de estilo, la idea de que el cuerpo de una historia reposa en un fuera de campo. Este principio, postulado para la ejecución efectiva de relatos cortos, parece ser la base sobre la que Jennifer Egan (Chicago, 1962) monta El tiempo es un canalla –novela galardonada con el premio Pulitzer 2011–, haciendo de la omisión un procedimiento para abarcar aquello que la excede.
Por medio de capítulos que pueden leerse como cuentos, escritos con estilos y procedimientos diferentes –al punto tal de que uno de ellos consiste en una presentación en PowerPoint–, recurriendo al uso de distintos tipos de narradores, y habitando, cada uno de estos relatos, tiempos y espacios propios, en una aparentemente ajenidad al conjunto que integran, las partes van construyendo una totalidad mayor al límite que ocupan y al recorte que los enmarca.
A modo de ejemplo: en el primer capítulo encontramos a Sasha, secretaria de un productor musical, en el baño de un restaurante durante una primera cita, frente a una billetera ajena que se le presenta como una posibilidad de luchar contra su cleptomanía. En el segundo capítulo, el protagonista es Bennie, productor musical y jefe de Sasha, sumergido en una neurosis por su falta de deseo sexual, que intenta remediar con unas grageas de oro que sumerge en café o simplemente aplasta contra su lengua, mientras busca a su hijo y visita a un grupo de rock formado por dos hermanas que tratan de adaptarse o reinventarse. En este segundo capítulo Sasha aparece lateralmente, como un personaje más que integra el conjunto. Este detalle, el de colocar a Sasha en un lugar distante del centro del relato, es el punto donde Egan, con la estructura narrativa que propone, produce una suerte de profundidad de campo. El lector verá aparecer a Sasha, pero sabrá de Sasha mucho más que lo que sucede con ella en ese capítulo, o lo que saben de ella los demás. Este efecto se va multiplicando a medida que la novela avanza y las historias se suceden, generando en la lectura un juego de perspectivas, de aproximación y de alejamiento.
Sin caer en un relato coral, la novela narra el devenir de un conjunto de personajes entre los años 70 y principios de los 2000, que habitan, o son atravesados, por la cultura rock. Desde rockeros fracasados o convertidos en empresarios (lo que puede verse como una particular forma de fracaso), pasando por algunas groupies olvidadas, representantes artísticos, dos hermanos que bailan en la víspera de sus destinos, un periodista condenado y una joven actriz en declive, un solitario general presidiendo un país tercermundista, un tío postergando la búsqueda de su sobrina mientras visita museos en Europa, dos enamorados nadando en el río Hudson, hasta un niño que oye los silencios que nadie escucha.
Este conjunto heterogéneo de personajes y de relatos da lugar a una especie de artefacto sin centro, sin orden cronológico que se corresponda de forma directa con el pasar de los capítulos. Egan, declarada devota de Proust, lejos de invocar el pasado sumergiendo una magdalena en el té, deja que sea la lectura el mecanismo que los articule en su dimensión cronológica.
Pero también el tiempo parece ser puesto en cuestión como un elemento ineludible de la estética rock, relacionado con la idea de lo joven, lo vanguardista, lo que llega para negar lo anterior como condición inherente para poder ser; generando la paradoja de que sólo se lo puede habitar fugazmente y lo que resta es tantear formas de retorno a lo que ya no existe, el eco fantasmal de lo que ya no es, la luz de una estrella muerta viajando por el espacio, por la oscuridad del tiempo donde Egan coloca cada relato como una excepcionalidad caprichosa para trazar la constelación de una época y una generación.
1 de mayo, 2024
El tiempo es un canalla
Jennifer Egan
Traducción de Carles Andreu Saburit
Salamandra, 2023
400 págs.