Este breve libro de un autor húngaro actual, poco conocido en nuestro idioma, o al menos para mí, merece el antiguo nombre de nouvelle, esa forma de narración demasiado extensa y desplegada como para asemejarse al cuento y demasiado unitaria, sintética, consistente en un solo episodio como para dar cabida a lo novelesco, sus confesiones, sus complicaciones y sus variaciones o experimentos. Hay entonces una noticia en la nouvelle, y su título la indica por anticipado: El último lobo. En un perdido bar de Berlín, esa puerta de entrada al oriente de Europa, un filósofo desahuciado, un escritor sin tema, le cuenta al encargado del lugar, casualmente un húngaro en un barrio de turcos, su viaje a una zona bastante rural de España, adonde fue invitado, becado diríamos, para escribir algo, lo que sea, con tal que lleve al pie el nombre de esa ciudad, esa provincia, que las autoridades, quién sabe por qué, quisieran dotar de algún atributo cultural. El filósofo que no cree en nada, y se ha vuelto por lo tanto un escritor, tampoco tiene nada que decir. Pero no puede negarse a viajar, a usar esos gastos, avión, hoteles, atención, viáticos, que le ofrecen sin pedirle casi nada, solo que piense algo ahí, cualquier cosa. Al principio, como un estafador consciente, el alemán, aunque escribe en húngaro tal vez porque le cuenta su aventura al mozo húngaro, el narrador entonces no piensa más que en malgastar ese viaje, comer, emborracharse, y al final confesar que no se le ocurre nada, que no pasó ni una idea, ni mucho menos una frase, por su cuerpo maltratado y su cabeza dispersa. Pero a través de una atribulada traductora, porque nadie en esa zona de España habla los idiomas del invitado, y este lo ignora todo del español, el personaje se entera de un supuesto acontecimiento: justamente ahí, en ese paisaje de pocos árboles y mucha aridez, entre un ganado escaso y unas granjas ineficaces, mataron al último lobo, que acaso fuera el último de España, tal vez incluso el último de Europa. De a poco, en los paréntesis, las irrefrenables subordinaciones, esa expresión: “el último lobo”, empieza a darle un tema al escritor, o al menos algo que buscar. Hace que sus guías, su traductora atosigada y cansada de explicarle lo que no entiende ni ella, lo lleven a los supuestos sitios, lugares precisos donde se vio al último lobo, y antes a su manada que fue muerta, hasta que solo hubo uno, y finalmente un campesino lo mató. El problema es que bien habría podido no ser el último, porque se cuentan historias de otros lobos, también postreros, finales, extintos, pero dichos, relatados, envueltos en anécdotas justo antes de morir, antes de ser cazados por los pastores temerosos. Incluso alguno de los involucrados, de los asesinos de lobos, puede que sea un salvador del último, ya que relata su conmoción, su llanto, cuando tiene en sus brazos el cuerpo tibio, sangrante, el pelaje espeso del último lobo, y cuenta, en español, que nunca más, nadie en esas lomas áridas de una zona que ineluctablemente progresa, o se transforma, para parecerse al resto, a las ciudades y a los mercados, y a los bares y hoteles, nunca más nadie verá un lobo, salvaje, huidizo, acechante.
La nouvelle de Krasznahorkai tiene una particularidad formal, que implica su riesgo y constituye su atractivo, y que aquí un poco mimeticé en el resumen de su tema: no hay ningún punto y aparte, toda la narración, en la voz del escritor y dicha al húngaro del bar, con los incisos de otros personajes, y el viaje a España, el lobo último, las manadas muertas, está incluida en una sola frase múltiplemente subordinada y coordinada y ramificada. El traductor, el chileno Adan Kovacsics, hijo de inmigrantes húngaros, sin duda hizo una tarea brillante, si se juzga por el ritmo y el encanto de esa frase única. La frase única igualmente, antes del viaje y del lobo, parece referirse al mundo único, a todo lo que hay, si bien esa sustancia única no es la imagen de la felicidad, no actúa ni nace ni piensa. Dado que no hay divisiones, voy a citar un fragmento arbitrario, las primeras líneas, cortando la frase que continúa, que sigue con el mismo sujeto: “Se reía, pero no era un risa distendida, ya que estaba demasiado ocupado tratando de averiguar si existía una diferencia entre el peso de la futilidad y el desprecio y preguntándose a qué se refería todo, pues consideraba que cuanto venía irradiado por todo y de todas partes se refería de manera inalterable también a todo, y si algo se proyectaba sobre todo y desde todas partes, difícilmente podría precisarse sobre qué y desde dónde, sea como fuere, no era esa una risa surgida del corazón, puesto que la futilidad y el desprecio le oprimían los días, no hacía nada, nada en absoluto, iba y venía”... Pareciera que la única salida para la frase única, que ocupa la única cabeza que se tiene, si es que puede tenerse algo que habla y repite siempre lo mismo, sería el derrumbe, el desmayo de la narración, su vaciamiento en ese oído húngaro, que es una figura del silencio último.
11 de diciembre, 2024
El último lobo
László Krasznahorkai
Traducción de Adan Kovacsics
Sigilo, 2024
96 págs.