El debate acerca de la forma y el fondo podrá ser todo lo bizantino que nos parezca, pero siempre vuelve. Siempre hay un autor desorejado –en el sentido de escuchar sólo la voz propia, liberada de mandatos estructurantes– que tensa la soga para el lado expedicionario de la lengua. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, subrepresentada y todo, la forma suele redundar en una gimnasia de eremita, como si subiera a un cuadrilátero vacío para boxear consigo misma, contestar preguntas que el exterior no le hace. Quien no vea un desequilibrio ahí, un problema, tal vez se esté quedando con la mitad más confortable del argumento, la que da razón sin tabulaciones mientras la verborrea se expande y se solaza.
Hace un par de años, Sebastián Menegaz publicó La liga harapienta, una novela distinta al promedio de su especie, demasiado matizada para ser sólo experimental y ni un palmo temerosa de recurrir al barroco para contar una historia con sus pertrechos y sus derrames. Bebiendo del western tanto o más que de la gauchesca, el trance de los vengadores del Chacho Peñaloza se coloreaba en disquisiciones sobre la identidad nacional, la violencia subyacente a la organización de los colectivos y las réplicas de una disputa política que pervive, a la vez que el fraseo se permitía remansos como el siguiente: “La historia de don Berna ha de recogerla el viento junto a un fogón exangüe, como una ceniza de la avería: el culo sobre el guijo y la cabeza sobre el poncho, en un continuo, viendo a sus capitaneados oscurecerse frente al fuego cada noche, al principio festivos, merendando el tasajo y riendo y cantando, pero siempre al final, a medida que se cierra la noche, cuando el amanecer se advierte más próximo cuanto más lejos se está de su luz, ganados por el hechizo del fuego”.
Ahora la política sigue estando, aunque inmersa en otro paisaje. Anécdota enmarcada, reinicio de iniciaciones cuyo tiempo ya venció, El último moscovita desmonta el recuerdo de la toma de un colegio secundario. Los que están a cargo de la evocación son los mismos estudiantes, ya mayores, con vidas propias, hijos y ocupaciones adultas, durante una reunión de egresados en un bar. Está visto que los noventa volvieron con furia: se los verifica en la reimposición actual de la matriz socioeconómica menemista –que nada socializa ni produce– y en la discusión que se da en ciertos círculos sobre posibles metodologías de resistencia.
Si es que discuten, las criaturas de Menegaz lo hacen nombrando. Nombrar es más que decir: es concentrar dentro del nombre una carga no menor de puntos de vista, fragmentos, episodios. Al repasar la clase de entonces, el narrador y sus compañeros la recomponen con palabras, lo que se torna grávido cuando la persona mencionada es un ausente. La chica imposible, el amigo que se suicidó. La distancia entre hecho y relato es la misma que se constata entre la membrana interior de cualquier entidad viva y la piel gruesa que la recubre para ocultarla o protegerla. En la novela, esta última capa está hecha de un glosario bifaz, dirigido al ornamento meditabundo o al humor craso, y la mudanza entre ambos estados de ánimo puede suceder en apenas unas líneas, las que tercian entre una “mustélida mansarda” y la irrupción de un cordobecísimo “vergazo”.
Hablamos también del trecho que existe entre la militancia y el juego, o lo que se podría entender como el juego de la militancia. La toma fue profundamente política, coinciden todos en el bar, pero antes que nada fue un escarceo compartido. De ahí la profusión de rock alternativo, intelectualismos de escolar, citas en otros idiomas, promesas de sexo que la noche amotinada sólo les cumple a unos elegidos, revelaciones de amistad, pugnas entre facciones, sesiones casi místicas de tiros libres en la cancha de básquet, el cómic que justifica el título de la novela, perplejidades acerca de lo que en definitiva se está haciendo ahí. Lo que marea es la juventud, y Menegaz se deja arrastrar por los rebalses de su Op Oloop de adolescencia: “Quiero decir: permanecíamos líquidos hasta tanto no se ejerciera (o en la jurisdicción menos estricta de la analogía: nos representáramos) sobre nosotros alguna clase de presión. Entonces sí, bajo la presión de un dedo pulgar si fuera, nos volvíamos una masa viscosa, más tensa, alguna clase de forma, de configuración permanente”.
A pesar de sus virtudes, promediando el año de su publicación, La liga harapienta se perdió en el ruido algorítmico que engendran, previsibles, las novelas que suelen reservarse las luces y las listas. Aunque resta ver qué pasará con El Último Moscovita, se advierte a la legua que este nuevo proyecto es todavía más jactancioso y ensimismado que el primero. No importa: los escritores como Menegaz triunfan por acumulación. De momento, lo que emerge de su prosa es un malabarismo tan fértil y abierto como extremado de soledad.
6 de agosto, 2025
El último moscovita
Sebastián Menegaz
Paradiso, 2025
172 págs.