El ocho de marzo de 2008, con un puñado de pertenencias y un inmaculado vestido de novia blanco, la artista italiana Giuseppina Pasqualino di Marineo –más conocida como Pippa Bacca– se echó a la ruta para iniciar una travesía profundamente simbólica. Se trataba de una –una más– de sus performances: caminaría desde Milán hasta Jerusalén, con su particular atuendo, como una protesta pacífica contra toda guerra. Al topar con ciertas ciudades dejaba la ruta, recorría calles buscando parteras y, mientras hablaba con ellas, les lavaba los pies con aceite. Su cuerpo desnudo, violado, fue hallado en Gebze, Turquía, el 11 de abril de 2008. Esto son, rigurosamente hablando, algunos de los hechos puntuales que marcaron los días finales de la artista. Por lo demás, Natalie Léger (París, 1960) escribe El vestido blanco, esta suerte de crónica (personal), sin muchas otras certezas; mejor aún, escribe para intentar aclarar los hechos que hicieron de Bacca una víctima; los que hicieron de ella misma quien es, y que trazaron el irregular vínculo con una madre que se ancló en la queja y la demanda y las convirtió en una forma de vida.
¿Se escondía detrás del gesto de Bacca un verdadero anhelo de paz, una demostración plenamente artística, una fragilidad –o una intensidad– emocional cara a la locura de los santos? “Me lo pregunto –sostiene Léger– porque me gustaría entender lo que quiso hacer: ¿realmente pensaba que la cola de su vestido podría borrar el horror? Pero ¿por qué parece que la estoy culpando? ¿Acaso me imagino que si yo extrajera del tejido infernal una, dos, diez atrocidades, si escribiera un libro entero sobre los sufrimientos inhumanos que provocan los seres humanos, me acercaría más a la verdadera naturaleza de las masacres, tendría más legitimidad para denunciarlas, sería más eficaz para repararlas?”. A pesar de todo, un elemento indubitable brilla con apagado fulgor: se trataba, para la performer, de cierto tipo de reparación inconmensurable, de proporciones épicas, de resolver la arbitraria violencia del mundo con su gesto artístico; y se trata, para Léger con El vestido blanco, no sólo de la reparación del caso de Bacca, sino también de uno personal, privado (y político): subsanar la violencia que su propio padre supo infringirle a ella y, sobre todo, a la madre, que circula por su casa, aún, con el viejo vestido de novia. Es que la madre ha quedado anclada en su pasado de esposa, previo al divorcio y a la infidelidad del hombre.
Juntos a los de Bacca, existen, a su vez, la rigurosidad de los datos en torno al caso materno. El 24 de octubre de 1974 la madre de la autora se halla en una exigua sala de un tribunal de primera instancia francés. El juez que arbitra el divorcio de los padres sentencia que la infidelidad del progenitor se explica y justifica por “el incumplimiento reiterado de los deberes a los que estaba obligada como esposa”. Y es la madre la que, en mitad de su investigación sobre Bacca, le espeta a la hija: si se escribe, es para hacer justicia.
Justicia, entonces, para Bacca, para su madre y, al mismo tiempo, para sí misma. Léger, entonces, escribe. Y lo hace –más allá de los conflictos con su propia madre, más allá de los arduos recuerdos del padre ausente, y más acá del cuerpo violado de Bacca– antes que para rubricar una serie de hechos traumáticos, para dilucidar, durante el trajín mismo de una prosa afrancesada –de prolongada respiración oracional– los motivos por los cuales, a fin de cuentas, vale la pena escribir.
21 de junio, 2023
El vestido blanco
Nathalie Léger
Traducción de Matías Battistón
Chai, 2023
100 págs.