Abelardo Castillo solía repetir: un verdadero escritor es aquel que se toma en serio la literatura, nunca a sí mismo. Alguien considerado con su obra, podríamos decir, aunque desconsiderado respecto de su figura de autor. En algún sentido, esta frase –que no era, claro, una frase, sin más– cifraba una ruptura y una continuación respecto de la generación precedente, personificada en aquel entonces por el hoy invisibilizado Ernesto Sábato. Una continuación: la literatura es un arte que vale la pena, que tiene –o que debería tener– un peso específico y una gravitación social. Y una ruptura: desacralicemos al autor –al intelectual–, comprendamos que su decir está en la obra, y no en la palestra pública.
Desconsideraciones data de 2010, es su último ensayo publicado y conforma, junto a Las palabras y los días, de 1989, estos Ensayos reunidos editados por Seix Barral y prologados por Claudio Zeiger. En ambos, con su elaborada prosa, Castillo retoma autores, libros, intereses, temáticas, que supieron atravesarlo con la pasión y la asfixia caras a la obsesión. Ya sean sus amores infaltables (Poe, Kafka, Unamuno, Kierkegaard, Sartre); un par de figuras históricas del ámbito nacional (Esteban Echeverría, Rosas); artistas y genios modernos (Freud, Chaplin); el alcoholismo, la locura, la función del intelectual, las traumáticas experiencias de lectura o su infatigable adoración por el ajedrez.
Una recurrente puntualización interesa a Castillo. Abordar la vida de los hombres (y la de casi ninguna mujer) que hicieron obra. No porque desee enfatizar el peso social de la figura de autor, sino porque, como buen existencialista sartreano, comprende a la literatura como un producto de las elecciones concretas de seres complejos, contradictorios, atormentados, movidos, incluso, por pasiones radicales; muchos de ellos víctimas, para decirlo con Poe, de the fever call living: la enfermedad de la vida. Elecciones concretas, decíamos, aunque la literatura pueda ungirse, para él, de las fuerzas oscuras y desconocidas del inconsciente. Sea como fuere, la operación de Castillo es la de desacralizar, humanizar, la figura de escritor.
A lo largo de estos ensayos un espacio temporal, vital y simbólico se erige como una encrucijada inevitable, que deja su cuño en las almas sensibles. Se trata, y así lo apunta Zeiger en el prólogo, de la adolescencia. Dos autores se perfilan inequívocamente en este ámbito: Herman Hesse y Jack London. Autores desdeñados por aquello mismo que para Castillo deben ser encumbrados: por interpelar la adolescencia inscripta en nuestra mente; esto es, por inquirir, por sembrar las dudas, las preguntas, las inquietudes existenciales justas en el momento exacto en que nuestra vida así lo requiere. “Muchas veces un libro es tan trascendental para un hombre, escritor o no, como un amor o una muerte –asegura–. Pero no son necesariamente las obras de Esquilo, Shakespeare o Cervantes, y hasta diría que muy raramente ese tipo de obras producen ese deslumbramiento cegador capaz de revelarle a un hombre el sentido secreto de la (su) existencia”.
En 1989, en el prólogo a Las palabras y los días, Castillo comprende que, en pleno fulgor posmoderno, insistir en sus intereses, en sus autores desactualizados, oxidados, es “empecinarse en hablar para casi nadie, ante una especie de teatro vacío”. Algo semejante podría decirse, desde luego, al estar releyendo y escribiendo sobre Castillo. Hagamos nuestras, de cualquier forma, las palabras del autor: desconfiemos de otras eternidades, si nos son ajenas. Y que los eunucos bufen.
31 de mayo, 2023
Ensayos reunidos
Abelardo Castillo
Prólogo de Claudio Zeiger
Seix Barral, 2023
360 págs.