“Los objetos son más resistentes que los seres humanos. Los objetos son el espejo inmutable en el que vemos cómo nos desintegramos. Nada es más envejecedor que una colección de obras de arte”, dice el narrador de Utz, novela poco conocida del escritor viajero Bruce Chatwin. El paso del tiempo, la obsesión por acumular objetos como forma de idolatría o de compulsión un poco decadente son algunos de los temas que atraviesan la primera parte de Un puñado de flechas (Anagrama), de María Gainza. Luego de su novela La luz negra (2018), acaba de publicar este libro que reúne quince relatos en los que vuelve al género híbrido que había desplegado en El nervio óptico (2014), pero con una mayor libertad formal y narrativa. Al cruce entre autoficción, la crítica de arte, la crónica y el retrato de artistas le agrega nuevas capas y registros, como una especie de diario alucinado que transcurre entre la habitación de un hospital y una comunidad en el Valle de Coachella, paisaje desértico al oeste de Los Ángeles. También hay un relato que involucra a un Tiziano oculto en el convento ruinoso de un remoto pueblito mexicano, hacia el que los viajeros peregrinan arriesgando su vida; arte, obsesión, idolatría y locura, una historia que seguramente le hubiese gustado leer a Chatwin.
Lo primero que me gustaría decirte es que Un puñado de flechas presta un servicio muy valioso a los lectores: después de leerlo, muchos vimos por primera vez la extraordinaria película de Altman, Tres mujeres (1977). ¿Te acordás cómo llegaste a ese film? ¿Lo volviste a ver para escribir "Bodhi Wind"?
Trato de recordar y no encuentro el momento en que Tres Mujeres llegó a mí. No soy especialmente fan de Altman, aunque Nashville (1975) me gusta mucho. Tres Mujeres es una película de 1977 que quedó completamente opacada por el estreno de Star Wars ese mismo año. Leí en una entrevista algo que iba a usar y después no quedó en mi texto porque no venía a cuento, o porque en mi manía de aligerar la pluma y cortar, se me escapó. Altman hablaba del personaje de Pinky (Sissy Spacek) y decía: “Pinky era un ser que apareció en este planeta y se preguntó a sí misma: ¿cómo me convierto en alguien? Y su respuesta fue: imitando a otra”. Entonces decide imitar a Millie. Es como si un alien llegara a la Tierra y dijera: ¿cómo me escondo en este mundo? Ah, me convierto en esa persona que pasa por ahí. Eso de la construcción de la personalidad es medular en mi propia búsqueda: ¿cómo llega una a ser lo que es? ¿cuántos fondos tenemos? Y después esas imágenes en piletas como guardadas adentro de pisapapeles, el influjo de las pinturas sobre las mujeres y los hombres, el uso de la música, el desierto y el agua, el sueño al límite de la pesadilla que es el guion. Cuanto más la pienso más me hipnotiza, y mirá que la he mirado muchas veces y me la he pasado en el proyector interno de mi mente durante años. Haciéndole honor a la película, creo que es un misterio cómo llegué a ella. Casi podríamos decir que se me vino en un sueño.
En El nervio óptico también había una escena de hospital (“Una vida en pinturas”), donde narrás una internación y la entrelazás con Rothko. Pero “Bodhi Wind” es algo completamente distinto: el diario alucinado de una paciente en el que los paisajes del trip alternan con una realidad extrañada. Y contiene esa frase tan linda: “Empiezo a tiburonear cerca de mi presa”. ¿Cómo surgió este relato y cuál fue el proceso de escritura?
Revisando mails viejos veo que ya en 2017 le hablo a mi editora sobre Bodhi Wind y le mando mails a familiares del artista que jamás me contestan. ¡Le mandé un mail incluso a Cher, a la cantante! Porque Bodhi Wind le había hecho el vestuario para varios shows y fue en su casa donde se conoce con Altman. Es decir, antes de publicar La luz negra ya pensaba en esta película, ya tiburoneaba alrededor de mi presa. Recuerdo que mi idea inicial era hacer una novela. Una novela sobre una película, después vi que Geoff Dyer ya la había hecho de manera insuperable con La Zona. Eso se unió a unas semanas en una terapia intensiva donde me sacaron el celular para que no interfiriera con las máquinas y una enfermera me lo contrabandeó. Fabio Kacero, que es mi memoria externa, me llamó recién y me leyó un mail que le mandé en 2018. Ya entonces batallaba con mi Bodhi Wind. Dice que le escribí: “Ay Dios, dame una forma”. Se ve que en algún momento dejé de sufrir e inflar el texto con anabólicos y me reconcilié con la idea de que era eso, lo que terminó siendo, un diario de cortocircuitos.
María Gainza por Juan Carlos Comperatore
Las migrañas con aura te llevan a Aida Carballo, un bloqueo de escritura a Cézanne. En El nervio óptico, la narradora amanece en una Buenos Aires llena de niebla y cenizas y eso dispara la narración sobre Cándido López. ¿Cómo conectás los puntos? ¿Aparece primero un artista y después lo autobiográfico, o vienen asociados de manera más o menos inconsciente?
No diría que estoy en búsqueda, porque suena demasiado desesperado, pero siempre estoy atenta. Es una atención flotante. No sé cuán inconsciente es. Yo avanzo sin esperanza porque sé que no se pueden forzar las conexiones, así como tampoco se pueden forzar las citas que uso en los textos, ellas aparecen o no. Te diría que en un 99% de las veces a una historia la dispara una imagen. Pero mientras te digo esto empiezo a dudar de su veracidad. “Only connect”, ¿quién decía eso? E.M.Forster en Howard's End.
¿Qué te interesa en particular del coleccionismo, que te llevó a tener un estante de la biblioteca dedicado al tema y a conocer al coleccionista que describís en “Una concentrada dispersión”?
Todo lo que mi interesa del tema creo que fue volcado en ese texto. Desde los 25 años vivo en el mundo del arte y la figura del coleccionista siempre me cautivó porque no la entiendo. Y las cosas que no entiendo no se me van de la cabeza. Mi pregunta es muy sencilla: ¿Por qué querría alguien acumular objetos carísimos? ¿Es la sensación de pertenencia a un club? ¿Es una manera de obtener prestigio social? ¿Es la idea del acopio propia del cazador?
Los relatos parecerían dialogar entre sí a partir de señales muy sutiles. El “espíritu de escalera” se menciona al pasar en una página y se explica recién en otro relato; lo mismo sucede con los trascendentalistas, que aparecen en el capítulo de Walden y el robo al museo Isabella Gardner, y saltan al de Goldenstein. O la referencia a Bernard Berenson, primero como cita, luego con su mini biografía, pero en un texto distinto. ¿Trabajás esas pequeñas complicidades de un relato a otro o se te imponen?
Trabajo las complicidades, me encanta hacer eso. Pequeños guiños de texto a texto como autos que se cruzan en la ruta y se hacen luces. Muchas de las complicidades se me imponen porque los textos están escritos en diferentes momentos y quizás hay obsesiones recurrentes que vuelve a aparecer y después yo decido dejarlos así o pulirlos levemente para que vayan minando el texto. Pero nobleza obliga, la doble mención al “espíritu de la escalera” la corregí en la reedición que está por salir porque no funcionaba bien. Le faltaba sutileza. Las demás obsesiones las dejé correr. Son parte de mi ADN.
A diferencia de El nervio óptico, acá se intercalan formatos diversos: perfiles, como los de María Simón y Alberto Goldenstein, pequeñas escenas, como la de la paloma en “Gravitas”, y textos mucho más narrativos, como “¿Por qué me arrancás de mí?”, el último del conjunto. En ese sentido, ¿cómo pensaste el armado del libro?
Un puñado de flechas son los mil y un intentos por asediar a un objeto, por arremeter contra la presa desde un ángulo y desde otro: me figuro corriendo con mi lanza en alto intentando cazar al bisonte sin nunca llegar a atraparlo del todo. No es tanto el tema lo que me importa al final de día –aunque la pintura parece ser siempre mi McGuffin–, es lo que hago con el tema. Las maneras de contar algo que refleje en su forma atributos similares a los de su contenido. Yo siento que Un puñado de flechas es más inquieto que El nervio óptico. Un poco como son los exploradores del relato final sobre Tiziano: un libro más aventurero, más buscón y vital.
En Un puñado de flechas aparecen artistas contemporáneos argentinos vivos, como Goldenstein, Kuitca o Juan Tessi. Imaginaba un libro tuyo en el futuro donde encontremos, por poner cualquier nombre, a La Chola Poblete, Max Gómez Canle, Eduardo Basualdo. ¿Te interesaría escribir sobre la escena actual del arte o es algo que preferís evitar?
Es difícil hacer un perfil de una persona viva. A mí me cuesta porque se presentan dos escenarios: o bien tu sujeto de estudio te da libertad para hacer algo ficcional que te permita jugar con su imagen y obra a piacere (requiere muchísima seguridad por parte del retratado), como es el caso del texto sobre Kuitca, que es una historia de detectives, o el de Sofia Bohtlingk, donde hablo con una paloma, o bien tenés que hacer un perfil más clásico que conlleva trabajo de campo, entrevistas, investigación minuciosa (Leila Guerriero es la maestra en este género). A mí esta segunda opción me gusta mucho pero el procedimiento a veces me cansa: llega un momento donde me empieza a dar vergüenza seguir atosigando a mi entrevistado. Una mezcla de empatía y fobia me llevan a preferir la primera vía, la que mezcla el cemento con el arcoíris.
Hay una frase del libro que condensa cómo pensás tus artículos sobre arte: “Desde el primer texto me di cuenta de que tenía que encontrar circuitos neuronales alternativos para escribir sobre arte (...). No exigía tanta habilidad como sentimiento”. En esa línea, que toma cierta distancia de la academia, ¿qué críticos, divulgadores de arte o escritores sentís que te marcaron el camino?
Como en “Domingos para la Juventud”, sin repetir y sin soplar, los primeros que se me vienen a la mente: John Berger, E.H.Gombrich, Kenneth Clark, Peter Schjeldahl, Giulio Argan, Dave Hickey, Guy Davenport, Stendhal, Vasari, Diderot, Jill Johnston.
Alan Pauls dice que él escribe un diario (aunque sea una línea todos los días) para “entrar en la zona”, algo que se conecta con tu epílogo. ¿Tenés alguna forma de entrar en calor, ciertos rituales antes de sentarte a escribir?
No sabía que Alan decía eso pero es un buen consejo que nunca he podido seguir. Para mí entrar en la zona es salir a caminar. Doy vueltas, escribo mucho en mi cabeza, pero por supuesto, los pingos, se ven sobre el papel. Muchas veces mi manera de estar en la zona es aceptar entrevistas como esta. Como suelo pedir que sean por escrito, es mi manera de obligarme a escribir un rato. Artilugios de una persona dispersa.
También en el epílogo, señalás que el pasaje de una editorial indie como Mansalva a una mainstream como Anagrama te facilitó dejar un trabajo tedioso, y este libro demuestra que eso no implicó de tu parte ninguna concesión con el lenguaje: me gusta pensar que un español va a leer a una autora que cita a Tu Sam, dice que se siente estirada como un “Palito de la selva”, y utiliza la expresión “flashero”. ¿Hubo algo que sí cambió?
Mi trabajo “tedioso” era trabajar en Radar, que de tedioso tenía poco, pero es verdad que yo al cabo de diez años me había aburrido de escribir notas. Se me había automatizado y no sabía cómo refrescarme. Pero era un problema mío, no del trabajo. En realidad, Radar fue una escuela de élite. El cambio, el paso a una editorial como Anagrama, me obligó a expandir y afilar mi caja de herramientas, pero mi lenguaje no se modificó ni un ápice. Espero haberlo ampliado, eso sí. En cuanto a mi voz, yo no llego a percibir cómo suena, así que no sé si mutó con los años. Por lo demás, sé que hay un salto entre lo que yo escucho al escribir y lo que escuchan los demás al leer. Como cuando grababas tu voz en el contestador automático del teléfono y al escuchar el mensaje pensabas: ¿esa es mi voz? ¿Así de chillona suena? En fin. Me doy cuenta que no sé cómo sueno. Solo sé cómo quisiera sonar.
21 de agosto, 2024
Un puñado de flechas
María Gainza
Anagrama, 2024
248 págs.
Crédito de fotografía: Rosana Schoijett.