Estamos en el año 2025 y el cyberpunk –“la expresión literaria suprema del capitalismo tardío”, según Fredric Jameson–, más que un retrato del futuro, es una promesa del presente. A cinco años del inicio de la pandemia global que inauguró el siglo XXI, el cielo sobre el puerto ya no tiene el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto sino el color negro de la pantalla de cristal líquido de un Smartphone. Y fue justamente en pleno confinamiento a causa del Covid-19 cuando se publicó por primera vez Materiales para una pesadilla, entre paranoias, desconcierto y la muerte cuantificada a diario en los canales de televisión. Este quizá haya sido el motivo por el cual pasó un tanto desapercibida y tardó en encontrar a sus lectores –más allá de un pequeño grupo de fans que se enamoraron de la novela desde su primera tirada–, hasta que a fines del 2022 ganó el premio Fundación Medifé-Filba y lentamente comenzó a estar en boca de periodistas, escritores, libreros, y sobre todo de lectores apasionados que contagiaron su entusiasmo a otros lectores, que a su vez generaron tal hype que forzó a que alguna editorial apostara por una nueva edición de esta novela de culto. Por eso este rescate de Caja Negra, una reedición a la altura de lo que el libro merece, tiene un valor agregado y un significado especial: hoy ya no sólo los lectores argentinos sino también los de toda Latinoamérica y España tienen la posibilidad de leer una de las mejores obras literarias que se han escrito en nuestro país en los últimos 10 años.
Materiales para una pesadilla es una novela política, hauntológica y cyberpunk. William Gibson alguna vez dijo que su intención al escribir Neuromante –piedra angular del subgénero– era mostrar la suciedad de las esquinas. El cyberpunk es, entonces, la ciencia ficción que no teme embarrarse, que baja a jugar a las calles llenas de desechos tecnológicos y contaminación, en ciudades habitadas por marginales, delincuentes, hackers y cyborgs; pero a su vez, también habita los complejos campos cibernéticos, ese universo virtual que Gibson bautizó “ciberespacio”: la Matrix, el Metaverso, o lo que Fisher llamó la “Flatline Gótica”. La novela de Juan Mattio utiliza como escenario narrativo tanto los espacios virtuales como los reales, a la vez que propone diferentes líneas temporales y una narrativa fragmentada para contar la historia de Keiner, un escritor que ansía darle forma a otra historia a partir de fragmentos de los “materiales” que una investigadora del Departamento de Cibercultura de la Biblioteca Nacional le legó antes de morir, una pesquisa con la que buscaba armar un rompecabezas que conecta un dispositivo ucrónico de vigilancia –elaborado por un grupo de escritores en la década del 70– que fue utilizado por la dictadura militar argentina para escuchar las conversaciones de militantes revolucionarios a través de las llamadas telefónicas, y un sistema de IA diseñado en Alemania en el año 2036 por una brillante programadora japonesa desaparecida, que pudo haber creado una red social que permite comunicarse con los muertos.
Materiales para una pesadilla es una novela filosófica y de narrativa no-lineal que conecta el pasado con el futuro y hace dialogar lo analógico con lo digital; es ficción paranoica y teoría-ficción que aborda temas como el capitalismo de vigilancia, la cibernética al servicio del terror, el lenguaje como virus y la fusión de lo esotérico con lo tecnológico, lo maquínico con lo espiritual, eso que Erik Davis denomina “Tecgnosis”. Como si La conversación de Francis Ford Coppola y Ghost in the shell de Mamoru Oshii compartiesen universo ficcional.
Todo eso es Materiales para una pesadilla, pero por sobre todas las cosas es un novela cyberpunk latinoamericana. Para el escritor cubano Erick Mota, los latinoamericanos que accedieron a las primeras obras cyberpunk provenientes del norte del continente a principio de los '90 no se sintieron tan identificados con los implantes cibernéticos o las luces de neón como con la idea del high-tech / low life (alta tecnología / baja calidad de vida), la miseria, y el miedo al capital extranjero invasor. Latinoamérica era un escenario de pobreza y dictaduras, una distopía de genocidas, guerrillas y protestas violentas. Teníamos nuestros propios villanos, encarnados en los militares genocidas y en los Chicago Boys con sus políticas neoliberales, el Proyecto Cóndor y la Doctrina del Shock. En otras palabras: no necesitamos la Night City de Cyberpunk 2077 ni El Ensanche de Neuromante cuando tenemos la Rocinha en Brasil, Ciudad Juárez en México o La Habana Vieja en Cuba. Es a partir de estas realidades sociales y económicas particulares, inspiradas por el imaginario anglosajón, que nace el cyberpunk latino, un cyberpunk trash y tercermundista.
Si bien, aunque de manera esporádica, se viene escribiendo literatura cyberpunk en castellano al menos desde principios de la década del 90 –pienso en La primera calle de la soledad (México, 1993) de Edgardo Horacio Porcayo o en Guerrilleros (Argentina, 1993) de Rubén Mira, por poner unos pocos ejemplos–, la verdadera explosión de este subgénero de la ciencia ficción en Latinoamérica comienza a partir del nuevo milenio con una sucesión de obras como Ygdrasil (2005) del chileno Jorge Baradit, Iris (2014) del boliviano Edmundo Paz Soldán, La mucama de Omicunlé (2015) de la dominicana Rita Indiana, Habana undergüater (2020) del cubano Erick Mota, Parásitos perfectos (2021) del colombiano Luis Barragán Castro, La segunda lengua Materna (2022) de la argentina Flor Canosa y, claro, Materiales para una pesadilla. Este bestiario de autores y sus obras –todas cyberpunk a su manera, pero ninguna parecida a la otra– parece indicar que de cierta forma se está gestando una tradición ciberpunk con “i” latina, es decir, latinoamericana. “Pienso en Baradit, en Mota y en Paz Soldán como precursores de algo que está sucediendo ahora, que no sé exactamente qué es y cómo funciona” reflexiona Juan Mattio. “Por momentos parece estar mezclado con ese neo-gótico latinoamericano que es mucho más visible, que tal vez circula de forma más amplia, donde podemos incluir a Fernanda Melchor, a Mariana Enriquez, a Mónica Ojeda, aunque ahí veo más claramente una actualización del imaginario del terror desde nuestro continente”. Pero en el caso de la ciencia ficción, que se mueve de forma oscilante entre el cyberpunk y el weird, Mattio confiesa que le genera preguntas como “¿cuál es la relación de Latinoamérica con la tecnología?”, porque entiende que, a priori, se trata de una relación diferente a la de, por ejemplo, Japón con la tecnología, asumiendo que uno de los grandes nodos cyberpunk son el animé y el manga japonés –“pienso en Akira, Ghost in the Shell, Evangelion, Serial Experiments Lain”, dice el escritor–, y tampoco es la misma relación que tiene Estados Unidos con la tecnología, que es donde nace esta corriente a través de autores como William Gibson, Bruce Sterling, Pat Cadigan o Neal Stephenson. “Una de las primeras preguntas que podríamos hacernos en relación a la existencia de un cyberpunk latinoamericano debería ser ¿cuál es la distribución geopolítica de la tecnología? Y, a partir de esto, preguntarnos cómo desde el sur global, o desde el tercer mundo, escribimos, pensamos e imaginamos a la máquina, para decirlo de forma genérica. Y ahí sí veo una regularidad que ya fue comentada varias veces y que tiene que ver con que en Latinoamérica la tecnología parece no oponerse a la espiritualidad como podría dictar el sentido común, sino que más bien parece ser una forma de acceder a la espiritualidad. En el caso de Erick Mota, de Baradit e incluso en el caso de Rita Indiana esto se ve muy claro: hay un umbral tecnológico que permite acceder a un evento espiritual, y entonces esa sería, me parece, una característica posible que tiene que ver con un tipo de especulación propia de nuestro continente”.
Si Neuromante fue la novela que tuvo el mayor impacto estético e ideológico en todo el cyberpunk por venir, su continuación, Conde Cero, con la inclusión –muy original en su momento– de deidades vudú que habitan el ciberespacio y “montan” hackers, se convirtió en una obra particularmente influyente para el ciberpunk latinoamericano. Mattio entiende que “De alguna forma uno podría decir que en la trilogía del Ensanche están potencialmente todas o muchas de las líneas que después se van a desplegar en el cyberpunk. Entonces, claro, Conde cero sería una especie de primer movimiento hacia esta idea de que la tecnología puede funcionar como mediadora entre lo humano y una instancia espiritual distinta. Pienso también que si trabajamos en esa línea genealógica hay algo de cómo animes como Neon Genesis Evangelion y Serial Experiments Lain también exploran de algún modo la relación de eventos tecnológicos y cierta forma extraña de espiritualidad. La sensación que tengo es que esto se profundiza en Latinoamérica y que tiene una forma propia y local de pensarse, pero por supuesto que hay algo en ese primer eslabón de la cadena que es Gibson, donde ya está en germen mucho de lo que va a venir”.
¿Podríamos decir que existen diferentes zonas dentro de la ciencia ficción y el weird latinoamericano?
Sí. Por ejemplo: el evento weird, el evento más lovecraftiano, también tiene una sede latinoamericana distinta a la de otras geolocalizaciones. Pienso en autores como Maxi Barrientos, Ramiro Sanchiz, o Flor Canosa incluso, donde lo extraño irrumpe, mediado o no por la tecnología, pero de una forma particular, diría que con una especie de reconfiguración latinoamericana de lo extraño. Me parece que tenemos tres zonas para pensar, que son el neo-gótico, el cyberpunk latinoamericano, y la ficción extraña latinoamericana, que si en algún momento nos pareció que había que englobar todo esto en una especie de conjunto de literaturas no miméticas, hoy deberíamos comenzar a pensar en armar zonas, empezar a ver contrastes, distancias. Y dentro del campo del cyberpunk latinoamericano no quisiera dejar de mencionar a Luis Carlos Barragán, que me parece que ha llevado el imaginario a otras preguntas, que lo ha indagado de otra manera que tiene más que ver con la reconfiguración de los cuerpos y de la tecnología en bioartefactos. Bruce Sterling dice que para el cyberpunk la tecnología es un evento íntimo; bueno, nadie ha llevado esa premisa de la tecnología como evento íntimo tan lejos como Barragán.
A diferencia del cyberpunk anglosajón, dónde la presencia del estado es mínima y las corporaciones son la principal fuerza con sus propios ejércitos privados, asesinos a sueldo y hackers, en el ciberpunk latinoamericano la presencia del estado a través del ejército y los militares es una constante: lo vemos en Ygdrasil, en Habana Undergüater, en Iris y en también en tu novela. ¿Por qué creés que se da este contraste? ¿Tiene que ver con las constantes dictaduras que sufrimos en Latinoamérica?
Es una pregunta súper interesante y me parece que sí, que en tu propia formulación ya hay un esbozo de respuesta y que tiene que ver con la historia de la violencia en Latinoamérica, con la historia de la violencia estatal pero también con la historia de la violencia de las organizaciones revolucionarias, que arma un camino imaginario distinto al que se puede pensar en el primer mundo. De todas formas, si fuéramos a pensar por esta vía creo que, por ejemplo, la Sección 9 en Ghost in the Shell es la dueña de un grupo de cyborgs, y es un ente estatal. Lo que me parece que está en juego, en última instancia, es si esa violencia se ejerce de forma privada o pública, en el sentido estatal de público: quiénes van a ejercer eso que se llama el monopolio de la violencia en el futuro. Creo que el cyberpunk piensa mucho el problema de la propiedad, a quién le pertenece el cyborg, que al tener componentes artificiales hace que esos cuerpos sean potencialmente propiedad de alguien. La memoria incluso, en tanto prótesis, puede ser propiedad de alguien, las capacidades cognitivas pueden ser propiedad de alguien. Entonces me parece que la pregunta más interesante para hacer es acerca de la propiedad: la propiedad sobre los cuerpos, la propiedad sobre los ejércitos, la propiedad sobre las mercancías que circulan en el mercado global. Qué cosa es posible de convertir en mercancía. ¿Es la memoria potencialmente una mercancía? ¿Son las capacidades intelectuales una mercancía? Creo que ahí hay todo un campo que me parece súper interesante, sin dejar de alumbrar esto que trae la pregunta que tiene que ver con cómo la historia local, la historia latinoamericana, habilita a pensar en unos rastros en nuestro cyberpunk distintos a los rastros que podría haber en el cyberpunk norteamericano o anglosajón, y en el cyberpunk japonés.
Materiales para una pesadilla es una novela ciberpunk que podría situarse en la tradición de las obras de ciencia ficción sobre el lenguaje como artefacto, novelas y cuentos que ponen en discusión el poder del lenguaje como tecnología exclusivamente humana: pienso en Babel 17 de Samuel Delany, en Los lenguajes de Pao de Jack Vance o en Empotrados de Ian Watson; entiendo que ahí encaja Materiales, una novela que coloca al lenguaje en el centro del relato, con personajes que aseguran que es necesario “pensar el lenguaje más allá de las palabras” o que se sienten condenados a ser perseguidos por su propio lenguaje. En este sentido, Barthes decía que hay que buscar la locura en la sintaxis, Burroughs creía que el lenguaje es un virus del espacio exterior, y tu novela está dedicada a tu mamá que “enfermó de lenguaje”. ¿Te interesa pensar al lenguaje en esos términos, digamos, cómo virus o como enfermedad?
La verdad es que me debo muchas de las lecturas que podrían ser productivas para pensar esa extraña categoría de ciencia ficción lingüística, me debo la lectura de Babel 17 o de Empotrados de Ian Watson, pero lo cierto es que sí me interesa la especulación sobre qué pasa con el lenguaje, no tanto como evento de comunicación y de una relación, vamos a decir transparente, entre palabra y cosa, entre lenguaje y mundo, sino como un evento extraño. En algún lado Mark Fisher dice que un agujero negro es más extraño que un vampiro, que la forma de plegar el tiempo y el espacio que propone la descripción física de un agujero negro es mucho más aterradora o difícil de comprender para nuestras categorías que un vampiro, que en última instancia es no-muerto, alguien que no puede morir si no es en determinadas circunstancias muy específicas. Y yo creo que el lenguaje es el lugar donde esas categorías de pensamiento se instalan, se despliegan, casi te diría que se producen, de modo tal que una ciencia ficción que se encargara de reflexionar sobre el lenguaje en tanto máquina, en tanto artefacto, estaría pensando justamente en esa producción de categorías de pensamiento que median nuestra relación con el mundo. Y en ese sentido puede ser un virus, puede ser una enfermedad, puede ser un dispositivo, puede haber muchas formas de trabajar esta dinámica, pero en el fondo me parece que lo que está en juego siempre es la intención de volver extraño el vínculo entre nuestro pensamiento, nuestras categorías y nuestro lenguaje.
¿Habías leído a Nick Land y el CCRU mientras escribías la novela? ¿Estabas familiarizado con la teoría ficción y conceptos como la hiperstición?
No, cuando empecé la escritura de Materiales, y hasta mucho tiempo después, no había hecho una lectura de los materiales del CCRU. De hecho tampoco había leído a Mark Fisher, al cuál lo encontré en el año 2017, más o menos. Lo que pasa ahí para mí es que el CCRU viene a traer una serie de problemas y de propuestas que me parecen súper interesantes: el campo de la teoría ficción que todavía se está explorando y del cual Reza Negarestani con Ciclonopedia ya empezó a dar cuenta un poco de qué podría tratarse, o por ejemplo una novela como La casa de hojas de Danielewski, que también es una ficción pero con mucho compromiso en el nivel teórico, incluso en algunas novelas de Bolaño como textos que podrían inscribirse tal vez en ese ámbito, y algunos experimentos de Ballard como precedente, por supuesto. Yo creo que en Argentina el concepto de teoría ficción debería pensarse sin duda desde Borges. Un texto como Pierre Menard o Examen de la obra de Herbert Quain son decididamente textos de intervención teórica y, al mismo tiempo, ficciones. Por ejemplo, hay un movimiento que hace Borges en El acercamiento al Almotásim que es publicarlo primero en un libro de ensayos y después en un libro de ficción, y ahí ya aparece ese movimiento, ese traslado que es claramente lo que yo entiendo que debería hacer el campo de la teoría ficción, es decir: que se vuelva inestable esa frontera y que los textos puedan lograr una especie de doble inscripción según el contexto en el que se lo encuentre. Entonces, si Materiales para una pesadilla tiene alguna relación con eso que ahora se llama teoría ficción, no tiene tanto que ver con una lectura directa del CCRU sino con esa especie de línea genealógica que arman Borges y después Piglia. Ricardo Piglia en algunos momentos de su ensayística –pienso en el prólogo de El último lector, pienso en la narración de La isla de Finnegans que está en La ciudad ausente– está trabajando en un lugar muy borroso. Me parece que justamente la inclusión de hipótesis teóricas dentro del campo de la ficción, o la inclusión de ficciones que van a resultar significativas para desplegar teoría, es una tradición argentina y para mí no viene del CCRU sino que viene de esa línea genealógica, y lo que hace el CCRU en todo caso es volver a darnos un contexto contemporáneo donde se puede inscribir o pensar ese tipo de textos híbridos.
Materiales es una novela hauntológica en el sentido más fishereano del término. Antes decías que las lecturas de Mark Fisher llegaron luego de haber empezado a escribir tu libro ¿Cuánto influyó este autor en ese sentido?
Yo tengo la sensación de que mi uso de la teoría en la ficción en el momento en el que estaba escribiendo Materiales, no era tan consciente. Y que si había alguna teoría que rondara la escritura del texto era mucho más la teoría literaria –vamos a decirle así– de Piglia y sus alrededores, que una teoría en el sentido más duro, más estricto. Y entonces, en ese sentido, Fisher y el concepto de hauntología van a poder organizar, de algún modo, una lectura posible de Materiales sin que haya servido en el momento de la producción estrictamente. Lo mismo me pasa con conceptos como realismo capitalista, como lo raro y lo espeluznante, que son conceptos que me sirven más a la hora de organizar lecturas que para producir textos. Hay un único caso dentro del edificio teórico de Fisher que sí tiene otras cualidades, que es el concepto de modernismo pulp, donde siento que, si bien no funciona exactamente como una poética o un programa, como una forma de organizar ideológicamente la escritura de ficción, sí influye, propone y es productiva a la hora de proyectar qué quiero hacer en la literatura. Pero otros conceptos más teóricos, ya sea la hauntología, ya sea el realismo capitalista, ya sea lo weird en Fisher, no me son tan inmediatamente productivos.
A raíz del subtítulo de la película para TV Max Headroom de 1985, se suele llamar al cyberpunk una literatura especulativa de “20 minutos en el futuro”, en relación a la cercanía con nuestro presente. Desde que comenzaste a escribir la novela hasta la actualidad, varias situaciones que narrás se fueron haciendo realidad (un pequeño ejemplo: a fines de 2024 un ingeniero informático argentino, David Burchkardt, programó un chatbot con inteligencia artificial para hablar con su hijo adolescente muerto) ¿Sentís que de cierta forma esa brecha de tiempo se está acortando y que el aceleracionismo tecnológico nos está llevando a que el cyberpunk en lugar de una ciencia ficción de 20 minutos en el futuro hoy sea, como dicen algunos, de solo 5 minutos?
Creo que el problema con este enfoque es pensar que la ciencia ficción es una literatura necesariamente de anticipación. La forma en que se suele leer a Julio Verne y contabilizar los artefactos que el logró anticipar, sea el submarino o el viaje a la luna. Y yo creo que la ciencia ficción trabaja con tendencias tecnológicas, sociales, políticas, y por lo tanto al trabajar con tendencias y la especulación con el futuro puede darse o no esa captura que logró Verne algunas veces, pero no creo que esa sea su tarea principal. Para decirlo de otro modo: H. G. Wells propone la máquina del tiempo, que es un invento que posiblemente la humanidad no llegue a ver nunca, y a mí La máquina del tiempo me parece una novela más importante, más sustancial que cualquier obra escrita por Verne. Hay una frase de Arthur Clarke que me gusta mucho que dice “el problema de la ciencia ficción no es imaginar el automóvil sino el embotellamiento”, es decir, qué consecuencia social, que consecuencia anímica, política, económica puede llegar a traer determinado evento, sea tecnológico o no. Y en ese sentido cuando yo estaba terminando de escribir Materiales para una pesadilla me encontré con la noticia de una madre coreana que se había hecho construir por unos ingenieros informáticos un entorno virtual donde se reencontraba con su hija muerta y se lo mandé con dudas a Ricardo Romero, al editor de la novela, y él me dijo “no, seguí para adelante”. Creo que no debería haber una competencia entre los mundos especulativos de la ciencia ficción y el mundo real, porque la ciencia ficción lo que está intentando, me parece, es tratar de reordenar o reconfigurar los temores y las expectativas de un determinado momento, sin ánimo anticipatorio.
Si con el realismo ya no es suficiente para dar cuenta de este presente weird y la ficción especulativa pareciera quedarse cada vez más corta en ese sentido, ¿es la ficción extraña la literatura que puede ayudarnos a entender esta realidad cada vez más compleja y enrarecida?
Acá habría que pasar en limpio una serie de discusiones sobre los contornos de lo que llamamos ficción especulativa, de lo que llamamos ciencia ficción, de lo que llamamos weird, de lo que llamamos neo-gótico. Me parece que en este momento la producción en el campo de las literaturas no miméticas le gana a la pulsión ordenadora de las categorías. Entonces, creo que por el momento todavía es difícil ver cómo sería más operativo agrupar, pensar, articular la serie de textos que van apareciendo en Latinoamérica y también en otras localizaciones. Yo confío en que la ficción extraña o el weird tiene una potencialidad muy productiva e interesante, que se llega a ver en algunos textos como El atlas de ceniza de Blake Butler o en ciertos textos de M. John Harrison, pero al mismo tiempo pienso que el cyberpunk orgánico de Barragán o el neo-gótico de Rita Indiana, o esas distopías oníricas de Yuri Herrera también están tratando de producir sentido y de decir cosas, con lo cual yo, a diferencia de otros momentos donde la pulsión de pensar categorías me ayudaba a ordenar mis propias lecturas, en este momento estoy como más reticente, porque pienso: ¿dónde ubicamos a un autor como Mike Wilson? Que escribió Leñador, Ciencias ocultas, Dios duerme en la piedra, y que todo eso arma una especie de registro imaginario muy amplio y organizarlo en una sola categoría sería muy difícil. ¿Dónde ponemos a Harrison? Porque Luz es una space opera y una novela cyberpunk, y El curso del corazón parece ser una especie de renovación del terror, y sus cuentos son artefactos rarísimos, difíciles de ubicar. Entonces creo que en este momento preferiría no estar tan atento a las categorías, como hace algunos años donde sí me parecía que había que por lo menos indicar que el campo de las literaturas no miméticas estaba creciendo y desplegando sentido, y ahora me da la sensación de que cierta velocidad de la producción en el campo de la ficción hace difícil un intento apurado de ordenamiento.
La primera edición de Materiales para una pesadilla es de principios de 2021, pleno confinamiento por la pandemia. Esta nueva edición a cargo de Caja Negra se publica en el contexto de un gobierno macartista y ultraconservador que pretende librar una “batalla cultural” impulsada principalmente dentro del ciberespacio a través de las redes sociales y los ejércitos de trolls, una época en la que se vuelven a dar discusiones que parecían cerradas, como la cantidad de desaparecidos durante la última dictadura militar ¿Te parece que en este contexto Materiales puede tener aún más relevancia que cuando se publicó por última vez?
Sí, esto es clave. Esto es algo de lo que no me había dado cuenta hasta hace poco, hasta que apareció el libro de nuevo en circulación porque, claro, el contexto de recepción del 2021 era un contexto donde si bien ya había algunas expresiones del negacionismo y de la vuelta al discurso de los “dos demonios” y la “guerra sucia”, todavía no se habían solidificado socialmente, y sobre todo no era el Estado el principal promotor de esa lectura. Entonces, ahora Materiales vuelve a circular y circula en un contexto muchísimo más hostil para todas las políticas de memoria y para la reconstrucción incluso de lo que todavía falta, y que es un montón en términos de reconstrucción de la memoria colectiva, política, social. Dicho esto y suponiendo que hay un montón de tareas políticas para hacer en función de disputar sentido y de disputar la versión oficial el estado argentino hoy, yo creo que la literatura no debería ceder a la tentación de lo inmediato, de la realpolitik. No debería asumir tareas de combate, vamos a decirlo así. Porque el campo de batalla de la literatura es otro, está como desfasado en el tiempo y entonces es mucho más probable que la literatura que se escriba hoy, en la primera mitad del siglo XXI, veamos sus efectos sus efectos en 50 o 60 años, y recién ahí podamos entender qué pasó y cómo funcionó la producción de ficción, incluso qué tipo de categorías sirven para pensar este momento, mucho más que si yo intentara escribir un libro de intervención inmediata. Es esta idea de Sarmiento que supone que El facundo es lo que derriba a Rosas y no la batalla de Caseros. Eso es lo que Martín Kohan llama la “fantasía de efectividad”. ¿Cómo se mide la efectividad de un texto? Bueno, por lo que hace en la realidad. Rodolfo Walsh, en la primera edición de Operación Masacre, pareciera estar trabajando con esa misma hipótesis, ¿no? Que él escribe ese libro y que después los responsables de los fusilamientos van a ir presos, y se encuentra con que efectivamente no sucede nada de eso. Entonces, ahí pensaría que hay que darse una discusión sobre cuáles son las condiciones de intervención de la literatura, y yo entiendo que la forma de intervenir de la literatura es mucho menos del orden de lo inmediato y mucho más cerca de los movimientos tectónicos de sentido.
19 de marzo, 2025
Materiales para una pesadilla
Juan Mattio
Caja Negra, 2025
630 págs.
Crédito de fotografía: Coni Rosman.