Acaso podría definirse el ejercicio de la crítica literaria como un viaje mental o como un diálogo en busca de intimidad con la literatura. Eso he escrito en otra parte estos últimos días. Pero, ahora que pienso en Marcelo, en el Delta, en aquella tarde en Belgrano, ¿cuál sería el grado máximo de intimidad con la literatura?
Si leer es una forma de insistir en la construcción de una biografía, la incorregible manía de proseguir nuestras búsquedas, reconocimientos y tentativas –incapaces de aplacar esa confusa sed de lo continuamente otro–, entonces se me ocurre que ese grado de intimidad solo pueden brindarlo aquellos textos que logran «convertir al lector en un momento de la obra» (Juan Malpartida). Ese singular instante no se olvida. Es una sensación única, la de que algo más fuerte que tú tira de ti dentro del mundo (del mundo inflacionario). Hoy quisiera hablar del singular momento que me procuró la lectura de los Relatos reunidos de Marcelo Cohen y, en particular, de uno de los relatos del libro, inolvidable.
Por alguna razón, lo había pasado por alto hacía muchos años, cuando se publicó en España La solución parcial. Pero había transcurrido el tiempo, era de noche en Washington DC, era muy tarde en realidad, mi mujer y mi hijo mayor (por entonces era mi hijo, a secas, pues no había nacido aún el segundo) estaban dormidos, y al otro lado de la ventana descendían los frondosos senderos que flanqueaban el arroyo Rock Creek, tras los que se intuía la carretera, cuyo tráfico titilaba al fondo, entre las ramas de los robles. De noche, los faros de los coches en movimiento, aquellos que salían de la ciudad en dirección a Arlington o Alexandria, al otro lado de la ventana de guillotina, parecían estrellas fugaces cuando trazaban una curva a lo lejos.
Dicen que solo otro cuento puede explicar lo que es un cuento, pero no estoy seguro.
Acababa de llegar de un viaje a Santiago de Chile, donde había conseguido mi ejemplar de Relatos reunidos. Luego, en el barrio de Ñuñoa, en casa de unos amigos, leí, por fin, Un año sin primavera, además de hacerme con la edición de Montacerdos de Música prosaica. Ah, aquellos días chilenos.
Desde mi vuelta de Chile, me había sumergido en los Relatos reunidos de Marcelo Cohen. De modo que aquella noche de marras en Washington DC, madrugada más bien, comencé a leer «Leyenda mortal». ¿Cómo resumir «Leyenda mortal»? Uf. Podría decirse que es la historia de una muchacha llamada Lina y un hombre ensamblado, quienes protagonizan una historia repleta de inversiones textuales y caóticas yuxtaposiciones. Uf, amplifiquemos un poco. Lina es una muchacha que trabaja en la heladería de un aeropuerto, cuya vida transcurre tras el mostrador que atiende y, durante sus pocos ratos de ocio, “en las humillantes escaramuzas de la discoteca” a la que acude algunos días. Los fines de semana, en una “gran discoteca periférica”, Lina se integra en una suerte de banda juvenil acaudillada por un energúmeno violento y rapado, el cual determina los emparejamientos de sus miembros de manera despótica y machista. Pero un día, entre las cubetas de los distintos sabores de la heladería, Lina encuentra una extremidad humana. Sucesivos hallazgos de miembros y órganos parecen entretener su monótona vida, creando algo parecido a una expectativa durante los días siguientes. Suburbio, nicho, arrabal, contaminación, pesadilla habitacional, una banda de jóvenes afectivamente desnortados: todo ese monótono y degradado desconcierto empieza a disiparse gracias a la aparición de las extremidades en las cubetas de helados, que Lina lleva al apartamento compartido con una amiga. En realidad, abandona y acumula aquellos trozos hallados (ganglios, una camisa de pana no muy sucia, glúteos, botones, una nariz que parece de caucho). Una tarde, Lina oye que la puerta de la habitación cerrada (aquella en la que ha ido apiñando los miembros y despojos) se abre. Y, a continuación, sí, surge la figura de un hombre.
Uf, pensé. Esto empieza a desquiciarse, y me encanta. Por abreviar: después de convertirse el hombre ensamblado en una suerte de guardaespaldas de Lina, esta lo invita una noche a subir al apartamento. Beben una copa y, entonces, todo parece conducir a un retorcido clímax romántico: «Lina, besándolo, mejor dicho echándose atrás después de darle un beso, señala la cama con un mohín». Pero en ese momento el hombre ensamblado se aparta y se turba: «Es que yo cobro», dice. El cuento no ha terminado aún, no. Pero es que yo ya estaba de pie frente a aquella ventana de guillotina, absolutamente perplejo por el rumbo que había tomado el cuento, que zarandeaba el mito de Frankenstein y lo trasladaba a un lugar insospechadamente caótico. Me sentía como el personaje de «El centro del cuento», de Lydia Davis: «No adivina dónde podría estar el centro del cuento». Hacía años que un texto no me sorprendía de ese modo. El desenlace iba a gravitar sin duda en torno a la expresión “es que”, la cual suele anteceder una excusa, una justificación. En efecto, el hombre ensamblado no se acuesta con Lina, puesto que, fragmentario y movedizo, está abocado a su destino: el de desmembrarse y reconfigurarse aleatoriamente ad infinitum.
Por aquella época no sabía aún que el terreno que se divisaba desde nuestro apartamento –un parque corriente, con sus olmos y sus robles y sus merodeadores sospechosos y sus perros correteando detrás de pelotas de tenis– era, en realidad, un antiguo cementerio afroamericano del siglo XIX. Más adelante descubriría que, a partir de cierta altura, la irregularidad del terreno se convertía directamente en los angulosos bordes de las lápidas antiguas y semienterradas, la mayoría de ellas de gente nacida en algún momento del siglo XIX. Entre el abandono municipal y la lenta labor de las raíces de los robles, las lápidas habían ido hundiéndose o convirtiéndose en un entramado de guijarros indiscernibles. Pero eso no era todo: además de cementerio, aquel lugar había formado parte del Underground Railroad, la red clandestina que durante el siglo XIX propició la huida de los esclavos afroamericanos desde las plantaciones del sur hasta los estados libres del norte. Por lo visto, en las zonas más frondosas y cercanas al arroyo se habían hallado algunos escondites donde los esclavos huidos podían pasar la noche.
El cuento me obsesionó. Y así, frente a ese parque del que poco a poco iba averiguando más cosas, procedí al ejercicio analítico de «Leyenda mortal». Entre los equívocos más extendidos en relación con la literatura y la crítica se encuentra aquel que determina que la literatura se ocupa del mundo, mientras que la crítica lo hace de los libros. Pero esto no es cierto: las obras hablan siempre de obras anteriores, o las sobreentienden –en este caso, sin ir más lejos, de la tradición que incluye al Gólem, a Prometeo, al monstruo ideado por el doctor Víctor Frankenstein–. Por su parte, la crítica no se limita a hablar de libros, sino que, a su modo, especula sobre la vida. Frente a aquel parque que había sido un cementerio, frente a lo que iba descubriendo de él, el cuento de Cohen me sugirió que nuestras pulsiones se parecen mucho a eternas muertas vivientes y que el postapocalipsis –ese mundo caótico e “inflacionario” en el que el fin de todo proceso histórico implica, paradójica y angustiosamente, una ausencia de fin– se consolida cuando las pulsiones se zombifican y el Otro nos rehúye de forma definitiva.
Afirmar que en la literatura de Marcelo Cohen el principio fue el caos equivale a decir que en el principio fue la vida, caótica y desequilibrada. Y también que cuando el anhelado cambio se encomienda a un orden restringido como el de la economía, el caos sigue allí, informando cada faceta de la existencia, cada nueva decepción, mientras el verdadero cambio queda postergado.
En ese punto, gravitando en torno al recuerdo de ese parque y ese apartamento de DC, arrancó otra historia, la cual a su modo germinó a partir de aquella lectura de «Leyenda mortal»: en la historia, unos dragones se convierten en esas personas amadas que, de repente, dejan de ser ellas mismas y de pertenecerse. Pues sucede que, en consecuencia, en alguna medida, nosotros también dejamos de ser nosotros mismos. He ahí la verdadera experiencia zombi: ese miedo que metafóricamente te come el cerebro.
Permanecí semanas bajo el efecto del cuento de Marcelo Cohen, ya que había conmovido integralmente mi conciencia. Se lo expliqué a mi mujer al día siguiente. Reconoció al punto el modo en que la trama fluía de forma instantánea y azarosa, arrastrada por esa loca circulación de miembros, desorden y pulsiones.
Es muy bueno, me dijo.
Es que es el mejor cuento del mundo, contesté, mientras miraba por la ventana, un tanto desencajado yo también.
20 diciembre, 2023