Cada vez que Daniel Guebel pone en marcha esa máquina del tiempo llamada literatura no es con ánimo de reescribir la historia, ni de conceder visibilidad a eventuales versiones silenciadas, sino a fin de dar cauce a una invención desproporcionada en nada reñida con la pesquisa de lo pretérito. En El Rey y el filósofo, nueva pieza de un engranaje de por sí copioso, su interés se dirige al siglo XVII, a un episodio verídico y que tiene por protagonistas a Luis XIV y a Gottfried Leibniz. Por cuestiones de estrategia geopolítica, el filósofo germano intenta seducir al rey galo del provecho de conquistar Egipto. Breve como un parpadeo, Guebel expande el lance hasta que este adquiere dimensiones fastuosas, aquellas que le permiten construir un mundo propio pródigo en aplazamientos y protocolos, en máquinas disparatadas, y habitado por una cohorte de intrigantes y advenedizos. En el centro del tejido, el Palacio de Versalles resplandece con fulgor de caireles, y en su vasto e intrincado centro, su locuaz creador controla cada uno de los hilos, haciendo pompas de jabón que con su estallido liberan la risa contenida de un tiempo fuera de lugar. Una vez más, Guebel asume como propio lo ajeno y reconoce en esa lejanía el color local.
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Siempre mencionás la novela de Choderlos de Laclos, Las relaciones peligrosas, entre tus predilectas. ¿Por qué recién ahora te animaste a la forma epistolar?
¿Y si la admiración fuera una forma de la inhibición que no se atreve a decir su nombre? Bah, no lo creo. De ser así, jamás me hubiese animado a escribir una novela epistolar, ¿no? En todo caso, fue una decisión demorada. Hubo que darle tiempo al deseo para que encontrara su momento de realización. Las relaciones peligrosas es una obra de prodigiosa arquitectura, insuperable, y el género epistolar era una forma posible y realista, si queremos “natural”, de narrar asuntos desde los recursos del siglo XVIII. En cambio El Rey y el filósofo es una novela epistolar de “época” (pasada), un deliberado anacronismo, cuando la correspondencia escrita y su delicioso vacío de espera lleno de titilaciones que transcurren entre el envío de la carta y el momento de la respuesta, han desaparecido en el mar de basura de la inmediatez y de los emojis, redes, etc. Etc.
En Un resplandor inicial decís que el verdadero protagonista de toda novela es el narrador. ¿Cómo fue trabajar desde su ausencia?
Un placer y un alivio. El Rey y el filósofo es tal vez mi novela más atenta a la trama, aunque por momentos parezca que el libro se va al carajo, como debe ocurrir en una verdadera novela (sino ¿para qué escribir? ¿Para dar curso a una idea previa? Para eso está el arte conceptual, que no necesita de obra perceptible, le alcanza con la simple enunciación). Sin embargo, como bien ves, es una trama sin narrador, la historia o las historias se organizan en el entretejido de los acontecimientos de los que dan cuenta las cartas. Que los personajes tomen el argumento, lo amasen, estiren, sostengan en el uso de su propia voz, es algo que aprendí del teatro (aunque una vez un director me dijo que yo hacía teatro para ser leído, no representado), y de Choderlos de Laclos, desde luego, y de Manuel Puig.
¿Cómo se baraja un equilibrio semejante entre la torsión de las intenciones y la atención a la trama?
El gusanito de la trama va gusaneando, y en el pastito de las primeras intenciones va dibujando un dibujito. Convencionalmente, la trama traza un arco que va desde el comienzo de la historia hasta el destino final de los personajes, concluido o interrumpido. ¿Equilibrio? No sé si hay equilibrio o sensación ulterior de conclusión, de tarea realizada, de apuesta incompleta pero aceptable. El equilibrio, la satisfacción del resultado, son tanto estimación intelectuales como sensación física.
La forma epistolar lleva a que en la novela no haya acontecimientos sino sólo su relato, ¿no?
Sagaz observación. Pero en la lectura el relato se vuelve acontecimiento, o al menos eso espero. Y la suma de relatos da un total, una figura o continente que aspira a ser más (o menos) que la sucesión ya leída, que se va desprendiendo en la mente del lector: la forma.
¿Dónde encontraste la anécdota central? ¿Cómo te das cuenta cuando determinado dato puede tener curso narrativo?
Los relatos vienen y van, a veces se alojan. Muchas veces un asunto se difiere por épocas, décadas, y luego reaparece. No hay, al menos en mí, manera de saber de antemano qué llegará y qué no a realizarse. En ocasiones, solo hay un lanzamiento al vacío. Por ejemplo: desde los quince años que pienso en escribir una novela sobre Alejandro Magno, el conquistador que es conquistado por el territorio que conquista: de soberano macedonio a sátrapa persa. Pero hay cientos, miles de novelas sobre este sujeto: novelas políticas, freudianas, místicas, teológicas, cristianas (precursor de Jesús), paganas, históricas, etcétera, etcétera. Es un panorama desalentador. De golpe, esa idea se cruza con otra, más ambiciosa y desalentadora aún: escribir una historia universal de los conquistadores, un libro extensísimo, interminable, ponele de veinte a treinta mil páginas. Atila, Gengis Khan, Julio César, Marco Antonio, etc. Etc. Etc., hasta llegar a fines del siglo XX. Desde luego, la escritura terminaría siendo interrumpida por la llegada de la vieja dama indigna y el libro se publicaría en edición póstuma y al cuidado castrador de un ectoplasma de María Kodama. Pero tenía que empezar por algún lado y, no tengo la menor idea ya de por qué, empecé con Luis XIV. Quizá porque mi padre se llamaba Luis, aunque “mi” Luis XIV más bien se parezca a un personaje falstaffiano o sea un émulo de Gargantúa. Y luego, el asunto se coaligó con la “deuda” que tenía con la historia del encuentro Luis XIV-Leibniz que sólo pude mencionar de paso en El absoluto.
Hablás del “conquistador que es conquistado por el territorio que conquista”. Uno puede encontrar ahí un elemento común a muchas de tus novelas, ya sea en el terreno amoroso (Matilde), artístico (El absoluto) o político (El Rey y el filósofo). Y es parte del encanto de la novela de Laclos, para volver al comienzo.
Así es. En Las relaciones peligrosas, el protagonista masculino termina amando (y muriendo) a la mujer que conquistó por hueca vanidad de don Juan.
El absoluto parece el centro gravitacional de tu obra. Sin ir más lejos, la historia de Leibniz y Luis XIV está contemplada entre las páginas de aquella (es, en cierto punto, el extenso preludio de la campaña napoleónica en Egipto que se relata en la biografía de Andrei Deliuskin). Ese retorno oblicuo a El absoluto, ¿es premeditado o accidental?
Cuando me senté a escribir El Rey y el filósofo, no recordaba haber tocado ese punto en El absoluto. De hecho, alguien tuvo que mencionarme esa coincidencia. Después, tratando de entender cómo lo había olvidado, tuve la impresión de que esa mención de tres renglones acerca del encuentro Leibniz-Luis XIV en El absoluto fue tardía, y que la introduje después de contar toda la campaña napoleónica en Egipto, y lamentándome de haberme enterado tarde de ese acontecimiento, pero aliviado al mismo tiempo porque, de haberme enterado antes, tal vez habría escrito otro libro, aún más gordo. Así que podemos pensar, sí, que El Rey y el filósofo es una expansión o mónada, autónoma y cerrada, que nace de El absoluto, que a la vez deriva de este y lo prefigura.
"Exagerar es la única manera de ser realista". ¿Adscribirías a esta frase que colocás en boca del rey francés?
Claro. Yo la digo de verdad. Exagerar es la única manera de ser realista. Puesta en boca de Luis XIV, es una definición de su política de estado y un autoelogio porque, ¿qué le queda a un rey sino ser realista?
Hablando de exagerar... La máquina de Marly –ingenio hidráulico cuya función era llevar agua del Sena al Palacio de Versalles– parece un invento rousseliano, pero existió...
Todas las máquinas que menciono son reales, aunque por supuesto la idea de la bomba de vacío como bomba de succión de ciudades es mía. El pararrayos, claro, es frankensteiniano.
Pareciera que la personalidad de Luis XIV pudiera circunscribirse a características arquitectónicas.
Luis es frente, superficie, fondo y recoveco... como Versalles. Ni siquiera sé si Versalles es modelo arquitectónico barroco o rococó. Lo lebiziano, ¿es barroco? Porque mi idea era que el que lleva la voz cantante es Luis, pero la estructura de la novela, con sus burbujas en expansión, es leibniziana. No sé.
La novela estaría tensionada entre dos polos: la voz de Luis y la estructura de Leibniz.
Bueno, me acabo de dar cuenta. La novela es una serie de chismes y contrachismes, de espionaje y contraespionaje, de versiones y correcciones y transformaciones, ensortijamientos y recovecos, máscaras, simulaciones y revelaciones, en la que a partir de la segunda parte se suma como voz dominante el habla imparable y desbordada de Luis XIV, que intenta apropiarse de todo –en principio de la teoría leibniziana. Ya no la recuerdo bien y no sé si podría explicarla, si me agarra un filósofo me caga a sopapos por ignorante, pero esa teoría de Leibniz, o, digamos, las dos teorías que yo utilizo, la de las mónadas y la de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, articulan el concepto de la novela. Primero, porque las mónadas son universos en expansión, cada uno autónomo, autosuficiente y diverso, generado y generador: y esa es mi teoría –también apropiada– acerca del modo en que funciona la literatura en general, o por lo menos mi literatura en particular. Y la de los mundos posibles, porque es un libro hecho de versiones y reversiones de los hechos, nuevos proyectos y nuevas propuestas, que van apareciendo y se van desechando, unos después de otros, así como Leibniz tenía la idea de que entre todas las existentes, Dios había elegido la mejor versión posible para volverla real y existente. Como se cuenta en el ejemplo de Adán y Eva: Dios, que es infinito y perfecto, tiene que haber pensado en infinitas versiones posibles de Adanes y Evas, antes de dar a luz al Adán y Eva reales”, los que corresponden a este mundo –y vaya uno a saber cuáles corresponderán a otros tantos infinitos mundos, apenas un grado distintos al que nos toca vivir. O si estarán “larvados”, en una especie de sala de espera o tacho de basura de entes incompletos, lo que permite establecer un paralelismo acerca de adónde van las ideas, los mundos literarios que no terminan de escribirse, los descartes de cada libro realmente existente.
La mónada como modelo de funcionamiento de la literatura en general...
Desde hace años, décadas, percibo que cada texto que escribo retoma y amplifica, expandiendo, núcleos de sentido o de asunto (no el “tema”, el “argumento”). Esas son las burbujas o mónadas leibnizianas, sólo que en vez de ser cada una de ellas diversa, independiente y no conectada con las otras, yo las veo en relación de contigüidad, interconexión y amplificación. Fijate también, no sé si está en relación estricta o en oposición a lo que estoy escribiendo, que Leibniz es el filósofo más citado por los físicos. En él encontraron intuiciones y explicaciones del Universo. Y ahora del multiverso. Hay, si queremos, un costado donde las teorías de Leibniz suenan cosmológico-orientales, hinduistas más que chinas.
En ocasiones, hablás de tus novelas a partir de una imagen que cifra su resplandor (la atadura Shibari en Un crimen japonés, por poner un ejemplo). Esa imagen, ¿surge antes, durante o luego de finalizada la escritura?
En el caso de Un crimen japonés, se combinaron mi admiración por Ran y Kagemusha, la sombra del guerrero, de Kurosawa, una cierta idea acerca de Hamlet, y la lectura de un artículo acerca de la historia del shibari como práctica que pasa del arte de la guerra al arte del amor. No recuerdo haber hablado de una cifra de resplandor, pero me gusta la idea. Sí, mientras se escribe a veces hay una especie de imagen mental, como la de un santo en una hornacina que la memoria evoca y al que el fiel le reza (la Virgen y su mano, la espiga de San Antonio, la panza y el ombligo del Buda). Y al terminar un libro puede sobrevenir una especie de comprensión, mezcla de evocación sensible del paraíso perdido y de interpretación de sentidos ulteriores, como si uno descubriera de qué trataba en verdad la novela luego de haberla escrito. Es una especie de derrame de sentidos, unas últimas versiones del oleaje.
Te has ocupado del Japón medieval, la Rusia zarista, el lejano Oriente, ahora Egipto... ¿te queda algún territorio o época por conquistar?
No pierdo las esperanzas.
Siempre sorprende tu ritmo de publicación, sobre todo porque no suelen ser libros breves. Eso deja espacio para la existencia de algún inédito. En los 80' mencionabas una novela, El avestruz.
Esa novela desapareció. Por suerte. Sí, hay algunos libros guardados. Breves.
¿Lees a tus contemporáneos? ¿Algún libro reciente que haya despertado tu atención?
No soy un curioso de últimas novedades y no me interesan particularmente los autores que fundan el valor de su obra en la causa que defiende, ya sea a favor o en contra del sentido común dominante. En general leo lo que me sirve para los libros que escribo. Divulgación científica, charla filosófica, ensayo cualunque, historia antigua, manuales de hacer cosas, enciclopedismo azaroso de Wikipedia. De los escritores argentinos actuales prefiero a mis coetáneos, diez años para abajo, diez para arriba. Ahora tengo sobre la mesa de luz Lenguas vivas de Luis Sagasti y Amor de Juan Becerra.
Hay en tus libros cierta vocación por visitar épocas pasadas. Dado de que, en caso de existir, una máquina del tiempo no permitiría viajar antes del momento de su invención... ¿La literatura sería la única máquina del tiempo posible?
Por el momento sí. Contamos con la invención y la memoria.
Has mencionado tu intención de crear una escritura que no sea fácilmente encasillable en un estilo. ¿Reconocés ese afán en artistas de otros campos?
Lo no encasillable es tanto un deseo como una evidencia de funcionamiento. Me gusta mucho la “idea Jackson Pollock”. Alguien que tiene un pincel grueso y un tacho de pintura y va pintando sobre una tela enorme tirada en el piso, siguiendo la línea de su trazo, sin saber bien hacia dónde va, como un sumi-é. Después, corte: las últimas pinturas, que no sé cómo hizo, parecen explosiones cosmológicas. Como idea, no por sus resultados, me gusta el free jazz, que es una ilusión de salirse del encuadre, del criterio compositivo. No sé si lo lograron. Habría que preguntarle a Pablo Gianera.
Sin embargo, hay en tu literatura una fuerte pulsión por el relato, ¿no?
En Pollock una fuerte pulsión por la línea, en mi caso por la línea del relato.
26 de abril, 2023
El Rey y el filósofo
Daniel Guebel
Random House, 2023
320 págs.