A la hora de dejarse narrar, el boxeo corre con ventaja. El ring es un escenario mucho más preciso que cualquier otro terreno de juego: los haces de los reflectores caen sobre él y le niegan la luz al público. Lo importante no está afuera, en la tribuna, en el café, en las amistades y los conflictos que la pasión remueve, sino en el espacio blanco entre las cuerdas, donde los únicos protagonistas verdaderos se pulverizan en una escena atávica. Para agregar temperamento, para sumar gravitación y urgencia, la literatura de boxeo no necesita de la definición de ningún torneo barrial o planetario, amateur o profesional: los boxeadores son siempre dos y el estrago mutuo los ata a una instancia siempre decisiva. A diferencia de otros deportes como el fútbol –cuya industriosa literatura nacional todavía no ha conseguido decir nada mucho más hondo que los programas deportivos que invocan el ardor a gritos, la política que copia las maneras del tablón y el marketing que aprovecha la efervescencia para vender desodorante–, el cuadrilátero es una plataforma desde la que se puede ofrecer algo más que lo que se describe con diálogos y acciones.
A meses de cumplir los noventa años, hasta el momento Leonard Gardner sólo dio a conocer una novela. Hay también unos pocos textos breves publicados en revistas, pero el californiano de Stockton le debe su fama entera a Fat City, que adaptó también para el filme homónimo de 1972, joya de senectud de John Huston que torna imposible no sentir nostalgia por un cine ya extinto.
Pero vamos a hablar de la novela: casi doscientas páginas de tardío realismo sucio –cinceladas con laboriosidad a partir de un borrador de más de cuatrocientas– sobre las vidas enhebradas de un puñado de boxeadores que aspiran al éxito huraño. Ernie Munger y Billy Tully son los personajes principales. Uno es un joven recién iniciado en el deporte, el matrimonio y la paternidad; el otro, un treintañero a medio camino entre el cuelgue de los guantes, la cirrosis futura y la tristeza por una mujer ida. Los acompañan otros pobres diablos –negros que monologan con más violencia que la que lograrán redimir cuando suene la campana, mexicanos que llevan décadas saltando la frontera para cambiar cardenales por billetes, un entrenador adicto al espejismo de una vida mejor o al menos más relevante– y el paisaje que los congrega es una ciudad baja y cenicienta, de peso mediano, aunque cada vez más enflaquecida de gente que la habite y la ayude a crecer.
Decir más sobre los pormenores de Fat City sería sobreabundar. Gardner supo escribir una historia sin villanos, sin un antagonista patente, en el que los entrenamientos, los secretos del oficio, los moretones y la sangre se conjugan con las encerronas de la vida proletaria, las oportunidades perdidas, las huidas de pensiones, la mala muerte de los bares y el otro gran derrame de marginados que se insolan y se resecan en las cosechas de la cebolla, la nuez y otros frutos de una tierra injusta. Las criaturas de Gardner se desgastan en el aire rancio del gimnasio y en el polvo del cultivo. La mirada del autor, piadosa en su tajante desaliento, apunta a un adversario sistémico que demuele más de lo que pega, que está en todas partes y al que le sobran las fintas para invisibilizarse cuando le conviene. Se trata, en definitiva, de la larga lucha de todos estos siglos. La destrucción de dos incendia las pasiones de muchos, que a su vez generan usufructo para unos pocos, y así el ring se agranda, incluye a todo un mundo de gente bajo su luz cegadora y propone una arena donde los golpes siempre viajan en la misma dirección.
31 de mayo, 2023
Fat city
Leonard Gardner
Traducción de Juan Nadalini; prólogo de Mario Libertella
Chai, 2023
188 págs.