Así como las buenas almas no producen, necesariamente, buenas ficciones, para el nipón Osamu Dazai (1909-1948) las emociones bellas conducen inevitablemente a una burda, “pésima literatura”. Y tal como recuerda el orientalista Miguel Sardegna, en Japón –cuna de una de las civilizaciones más complejas y antiguas de la humanidad– las emociones autodestructivas no pasan desapercibidas; de hecho, es probable que existan tantos términos para designar el suicidio como los que utilizan los esquimales a la hora de nombrar el blanco.
La tumultuosa vida de Dazai abreva en el tipo de crisis existenciales de cuño depresivo, esas que alientan a la desesperanza, a la apatía, al cortejo con la muerte. Décimo hijo de una familia de alta alcurnia, probablemente la culpa lo aguijoneara frente al espectáculo de las masas explotadas. Recordando sus tiempos universitarios, consignó: “Yo estaba a favor de un levantamiento armado. Una revolución sin guillotina no tiene sentido. Pero yo no pertenecía a las clases bajas, yo era uno de los que terminarían en la guillotina”. Luego de varios intentos fallidos, se suicidó con su amante a los 39 años, arrojándose al Río Tama.
Como escritor decadentista enfatizó en su obra los hondos pesares de la existencia y, en Indigno de ser humano, una de sus novelas más célebres publicada en 1948, le dio voz a Yōzō Ōba, un compungido individuo que no experimenta sino una alienación respecto de la sociedad y de los otros. “Su concepto de felicidad está en desacuerdo con el del resto de las personas –escribe Sardegna en el prefacio–. Les tiene miedo incluso. Así aparecen las bufonadas. Las bufonadas son su último recurso para conectarse con los otros, la única línea con los demás”. Sin embargo, trece años antes de Indigno de ser humano, Yōzō Ōba tuvo su atormentado debut en Flores de la bufonería, novela que integra la delicada colección Bosque de Bambú, de la editorial También el caracol.
Aquí, Dazai nos interna en el sanatorio Seishoen los primeros días de diciembre de 1929; Yōzō se recupera tras un intento de suicidio; había decidido, horas antes, y junto a una mujer que no cursó su misma suerte, poner fin a sus días arrojándose al mar. Se recupera, así, de haber sobrevivido al sucidio y de la culpa de haber sobrevivido a la dama. Los amigos lo visitan y, a su modo, intentan infundirle ánimo. Dazai se sirve de la privacidad de sus intercambios para hablar sobre una generación desencantada, miedosa, estrambótica y afecta a las poses. “Sus debates no pretendían tanto intercambiar ideas –reflexiona el narrador– como establecer un tono cómodo y propicio para la ocasión. Nunca decían nada auténtico. Sin embargo, cuando uno los escuchaba un rato, descubría cosas inesperadas. A veces, entre sus palabras pretenciosas, uno podía sentir ecos de honestidad que llegaban a sorprender”. La historia se desarrolla atravesada constantemente por las intervenciones –mejor dicho, por las bufonadas– del narrador, que reflexiona sobre la escritura y el devenir de la novela, que opina sobre los personajes y se relame, una y otra vez, en sus propias contradicciones.
El volumen cuenta también con seis ensayos de Dazai que giran, entre otros temas, alrededor del arte, del cine japonés de la época, del vínculo entre obra y autor; abre con el estudio preliminar de Sardegna, le sigue una galería de fotos de los escritores buraiha (decadentistas) y cierra con una nota final a cargo del traductor, Matías Chiappe Ippólito. En la fotografía, Dazai, sentado en una posición incómoda en la banqueta del bar Lupin, de Tokio, viste una ínfima sonrisa, algo molesta; es que nadie comprende –para hacer nuestras las palabras del narrador– cómo se siente alguien en mitad de la tormenta, en el umbral de la desesperación, sosteniendo una tímida flor de bufonería.
5 de julio, 2023
Flores de la bufonería
Osamu Dazai
Traducción de Matías Chiappe Ippolito
Estudio preliminar de Miguel Sardegna
También el caracol, 2023
180 págs.